hacer unos corpiños de cerdas, de las cuales tejió una áspera faja con
que se ligaba su cuerpecito. Y llegaba a tanto su fervor de padecer por
Dios, que las disciplinas que tomaba eran con cuantos instrumentos
encontraba, ya con cueros duros, ya con varas espinosas y con otros que
inventaba su devoción y ansia de padecer. Y para aumentar el martirio
de su penitencia y sentir más los cilicios con que tenía ceñido su cuerpo
y para que se entrasen más en las carnes, y tener esto más que ofrecer a
Dios, se iba a la mina donde trabajaban a cargar metales, siendo para
los que la miraban tan niña ejemplo y para Cristo de grande recreo.
Estando en un mineral, más allá de Castrovirreyna, que es una puna
rigidísima, a escondidas de sus padres, se descalzaba y andaba sobre la
nieve sin que esta, con su intensísimo hielo, pudiese apagar el fuego de
amor con que se le abrasaba su corazón… Antes sí, encendiéndose en
más fuego el deseo de padecer por Jesús, al considerarlo en el desierto,
se descalzaba para andar por la espesura de los montes cubiertos de
espinas y de zarzales, quienes con sus agudas púas ensangrentaban sus
tiernas y delicadas plantas. O, cuán agradables serían estos pasos! O,
cuán hermosas sus pisadas a Jesús su esposo… rubricando con su
sangre las huellas, solo por dar un paso más en la virtud y adelantarse
más en la perfección del padecer. En el tiempo cuando era niña era su
cama un pellejo en el suelo y una frazada… Hasta aquí fueron sus
penitencias cuando vivía en el mundo. Veamos ahora las que hizo
cuando se consagró en la religión a Cristo por esposa. Era su cama,
mientras estuvo buena, unas veces de palos agudos y de ásperos
troncos, otra de tablas con una fresada sin almohada. Demás de los
ayunos, que eran continuos, se disciplinaba todos los días tres veces.
Andaba ceñida de cilicios de fierro, crueles verdugos que martirizaban
su inocente cuerpo. Fuera de estas disciplinas tomaba otras de sangre
según el beneplácito de su confesor. Y no fiándose de su propia mano o
por temor de que el amor propio reprimiera el impulso o por juzgar de
pocas fuerzas el golpe, tenía una moza pagada y mucho más obligada
de sus cariños y persuasiones para que entre la oscuridad de la noche la
disciplinase. Y así lo ejecutaba todos los días, hasta dejarla el cuerpo
herido y ensangrentado, alentándola para que se empeñase en herirla
con más crueldad con ruegos y tiernas palabras. Estas sangrientas
disciplinas le duraban hasta que le daba alguna enfermedad, pero en
sanando volvía con más aliento a continuar su riguroso martirio. Otras
veces, no satisfecha de derramar su sangre, suplicaba a una que la atase
a un palo apretándole los brazos con cordeles, que esto era bastante
martirio para su inocencia, y la rogaba que como a su esclava la azotase
y castigase, sin perdonar a la violencia del golpe parte alguna de su
cuerpo. Y a esta misma rogaba que la diese de bofetadas estando de
rodillas y que la maltratase como a la más ruin criatura. Y mientras más
castigada y herida se hallaba más se encendía su corazón en querer
padecer por Dios.
35
La cuestión del martirio nos permite reflexionar sobre el cuerpo como
categoría de análisis para comprender la sociedad de la época. En este
sentido, Alejandra Araya, considera que a través de la aplicación de esta
categoría al sistema colonial podemos observar el ordenamiento del mundo
a partir del binomio cuerpo-alma. El cuerpo es enemigo del hombre porque
lo condena, de manera que las personas más distanciadas de la corporeidad,
de las necesidades del cuerpo, tienen mayor autoridad. El control del propio
cuerpo legitima el control sobre el resto de la sociedad, incapaz de
controlarlo.
36
Como se indica en la cita anterior, sor Ignacia “trató a su inocencia como a
pecadora y miró a su cuerpo como a enemigo de su alma”. En otro pasaje el
autor plantea y responde la siguiente pregunta “¿Qué nos quieren decir el
huir de los deleites del mundo, sus penitencias crueles y sus ásperas
mortificaciones? Sino un corazón tan desposeído de su amor propio como
lleno del amor de Dios.” Por tanto, siguiendo el planteamiento de Araya, el
control sobre su cuerpo ejercido por mujeres como sor Ignacia, a través de la
abstinencia y el martirio para reprimir sus necesidades e instintos,
legitimaban la superioridad moral de los españoles y criollos sobre indios,
negros y castas en la sociedad colonial. Esta superioridad moral a su vez
legitimaba el control social sobre estos grupos incapaces de controlarse y
que, por tanto, debían estar bajo la tutela del grupo superior.
Yendo un poco más allá en el planteamiento, debemos tener en cuenta la
figura del confesor en relación a la mujer penitente. Tal como él mismo
expresa en el sermón, sor Ignacia “fuera de estas disciplinas tomaba otras de
sangre según el beneplácito de su confesor”. Podemos inferir en este aspecto
su dominio sobre la monja, del hombre sobre la mujer. Por tanto, si el
control ejercido por sor Ignacia sobre su cuerpo legitimaba la superioridad
moral y social de su grupo, el control del hombre sobre la mujer penitente
legitimaba la superioridad de lo masculino sobre lo femenino dentro de ese
grupo dominante y, por ende, sobre el resto de la sociedad. Como hemos
podido ver, los pasajes que el autor dedica al martirio son tan extensos y
35
AGN, Dirección de Archivo Colonial, Compañía de Jesús, Asuntos Religiosos, Sermones, Caja 35,
Documento 1036 (signatura antigua: 63,106), fol. 10v-12v.
36
ARAYA, A., “La pureza y la carne: el cuerpo de las mujeres en el imaginario político de la
sociedad colonial”, Revista de Historia Social y de las Mentalidades, Año VIII, vol. ½, Santiago de
Chile, Universidad de Santiago de Chile, 2004, pp. 67-90.
295
Las exequias de sor Ignacia María del Sacramento (Lima, 1735).
Un análisis desde la perspectiva de género