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REVISTA DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
Arculos Originales
La Real Hacienda de Lima y las tasaciones de
esclavizados, y afrodescendientes, entre mediados
del siglo XVII y principios del XVIII
Jean-Pierre Tardieu1
Sumilla
En América, y particularmente en el Perú, el ser de origen africano, fuese siervo o libre,
vino a ser para la Corona española pretexto a scalización, como mercancía, instrumento de
producción, o ser humano dotado de ínfulas compensatorias, con la nalidad de solucionar
no pocos problemas, los más de ellos, sin embargo, relacionados con la defensa económica y
militar frente a la codicia de las potencias extranjeras. De ahí el surgimiento, desde mediados
del siglo XVII hasta los primeros decenios del siglo XVIII, de múltiples contradicciones
que intentaban reducir los consejeros de los virreyes de Lima, no sin muchas dicultades,
acudiendo a veces a proyectos de escasa rentabilidad e, incluso, irrealizables.
Palabras claves: Perú, mediados s. XVII-principios s. XVIII, seres humanos de
origen africano, sco real, contradicciones.
The Real Treasury of Lima and the taxations of Enslaveds and
Afrodescendents. Mid-Seventeenth - Early Eighteenth Century
Abstract
In America, and in Peru particularly, the men and women of African origin, whether
slave or free, became a pretext for taxation by the Spanish Crown, as a marchandise, as
1 Doctor de Estado en Civilización Hispanoamericana por la Universidad de Burdeos III. Profesor
emérito de la Universidad de La Reunión, 5, Saint-Denis, Francia, con especialidad en Historia Colonial
de Hispanoamérica. ORCID: 0000-0002-9347-1842. Correo electrónico: jean-pierre.tardieu@univ-
reunion.fr
Recibido: 31/12/2023. Aprobado: 23/05/2024. En línea: 09/04/2025.
Citar como: Tardieu, J.-P. (2024). La Real Hacienda de Lima y las tasaciones de esclavizados, y
afrodescendientes, entre mediados del siglo XVII y principios del XVIII. Revista del Archivo General
de la Nación, 39: N° 1, enero - junio 2024, 9-24. DOI: 10.37840/ragn.v39i1.165
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Revista del Archivo General de la Nación 2024; 39(1); 9-24 Jean-Pierre Tardieu
an instrument of production and even as a human being endowed with compensatory
pretensions, in order to solve not a few problems, the most of them however related
to economic and military defense against the greed of foreign countries. Hence the
emergency of multiple contradictions from the middle of the 17th century to the rst
decades of the 18th century that the advisors of the viceroys of Lima tried to reduce,
not without many diculties, sometimes resorting to projects of low protability and
even unrealizable.
Keywords: Peru, mid-seventeenth century-early eighteenth, human beings of African
origin, Royal taxations, contradictions.
Introducción
Desde sus inicios, la trata negrera hacia el Nuevo Mundo vino a ser una fuente de
pingües provechos para el sco real español, primero, desde el reinado de Carlos
I con la venta de licencias de trata a favoritos y particulares, y luego, debido a la
intensicación del comercio motivado por la explotación del suelo y del subsuelo,
con los asientos otorgados por la Corona a negreros portugueses y después a otras
naciones europeas, principalmente Holanda, Francia e Inglaterra, hasta la abolición
por este país en mayo de 1807 y por el Congreso de Viena ocialmente el 6 de febrero
de 1815, acontecimiento que sin embargo no impidió la trata clandestina.
Adelantemos que el asiento concedido en 1663 a Domingo Grillo y Ambrosio Lomelín,
evocado más detalladamente en las líneas siguientes, estipulaba que los asentistas
pagarían a la Corona cien pesos por cada pieza de Indias (Vega Franco, 1984: 31),
que no correspondía exactamente a un individuo sino a un ser cticio «regulado» en
los puertos de arribada por evaluadores según sus enfermedades o defectos físicos.
Este sistema, supuestamente objetivo, solía originar desacuerdos y conictos entre los
ociales del sco real y los factores del asiento, que se sometían en caso de necesidad
al Consejo de Indias, como ocurrió por ejemplo en el caso de La Gallarda y de La
Badina, de la Compañía Real de Guinea, llegados al puerto de Cartagena de Indias en
febrero de 17032.
Los criterios de scalización posteriores al asiento de Grillo y Lomelín cambiaron
para mejorar su rendimiento. Por ejemplo, en la proposición presentada por Francisco
Marín de Guzmán al Consejo de Indias para el período de 1692 a 1708, se refería a
una tasa de ciento doce pesos y medio por cada tonelada, medida que correspondía
al espacio necesario en un barco negrero para tres piezas de Indias3. Esta norma,
que siguió aplicándose posteriormente aunque signicaba una minoración para los
ingresos scales, no dejó de suscitar enredos, dada la propensión de los negreros de
ocultar esclavizados entre los víveres almacenados en las bodegas de sus barcos. La
concesión de estos monopolios daba lugar a ásperas negociaciones entre ambas partes,
2 AGI, Indiferente, leg. 2782.
3 AGI, Indiferente, leg. 2768.
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La Real Hacienda de Lima y las tasaciones de esclavizados, y afrodescendientes, entre mediados del siglo XVII y principios del XVIII
y luego a un quisquilloso control de parte del sco en dichos puertos de las cargazones
de esclavizados para atajar el lesivo contrabando que surgió muy temprano. Allende
el mar, los compradores de los esclavizados se veían obligados a abonar las tasas
(alcabala, almojarifazgo, etc.) que gravaban la compraventa de cualquier mercancía,
lo cual suscitaba también numerosos intentos de fraude, como veremos a continuación
(Tardieu, 1981).
En las líneas siguientes, no demoraremos en la evocación global de este proceso
bien documentado (Scelle, 1906; Vila Vilar, 1977; Vega Franco, 1984; Peralta, 1990;
Thomas, 1998). Lo enfocaremos desde un punto de vista local, el de la administración
virreinal limeña. Desde mediados del siglo XVII, es decir, poco después de la secesión
de Portugal, principal suministrador de africanos esclavizados hasta los primeros
decenios del XVIII, esta burocracia planteó el problema de las ventajas y de los
inconvenientes del tráco negrero, de los fraudes de varias índoles que generaba, de
las modalidades de control, y, frente a las permanentes dicultades nancieras, de la
necesidad de imaginar otros motivos de imposición sobre los esclavizados o libres, en
benecio de las arcas reales locales. Focalizaremos nuestra atención en este aspecto,
que, por supuesto, no puede prescindir del prolegómeno aludido más arriba.
Así que se pondrá primero el acento en las contradicciones entre la gestión local y el
Consejo de Indias acarreadas por la aplicación de las diferentes modalidades de tasación,
dado que no dejaban de protestar los perjudicados, o sea los asentistas, los particulares
y los mercaderes. Se veían a veces los virreyes en la obligación de desatender a sus
arbitristas y consejeros e, incluso, de no acatar las órdenes superiores procedentes de la
península. No les quedaba más que ingeniárselas para encontrar otras fuentes de ingreso
scal, siempre a expensas de los seres procedentes de África y pese, en ciertos casos,
al parecer de estos mismos consejeros. Fue uno de los motivos de la elaboración de
las tasas sobre los adornos suntuarios cuando, por otra parte, se quería poner coto a la
propensión al lujo de ciertos afrodescendientes, una extrema minoría urbana.
Las tasas sobre los esclavizados de los asientos
Aunque al poder virreinal no le correspondía poner en tela de juicio la existencia de los
asientos negreros que, al n y al cabo, respondían a las demandas de los propietarios
sedientos de lucro y a las necesidades de la hacienda real, no dejaba de dar su parecer
al respecto cuando le parecía oportuno.
Como se sabe, el recurso a la trata negrera se debió en gran parte, por lo menos en
sus inicios, al deseo de proteger a los indios de trabajos excesivos motivados por
los cultivos tropicales y la explotación de las minas en tierras cálidas cuyo clima
aguantaban a duras penas (Tardieu, 2016: 59-91). La secesión de Portugal en 1640
obstaculizó drásticamente el suministro de esta mano de obra imprescindible para el
desarrollo económico de las provincias de ultramar, y, por ende, perjudicaba de un
modo paradójico la defensa del indígena promovida por la Corona.
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El 28 de marzo de 1650, García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierra, le
signicó al Consejo de Indias la dicultad que experimentaba para satisfacer a la
vez las instrucciones reales y los imperativos laborales. Por cédula de 8 de junio
de 1648, precisó el virrey, se le había solicitado información sobre el número de
negros y mulatos en Lima con la nalidad de “escusar por agora la mita de indios
que se reparten a las haciendas de sus entornos” y reducir la cantidad de mitayos
empleados en el riego de las tierras. Salvatierra puso el dedo en la llaga: no sólo la
baja demográca de los indios iba haciéndose más grave, sino que, incluso cuando
abundaban los negros, era preciso acudir a ellos para esta faena de que dependía el
abastecimiento de la ciudad y los suburbios. Ahora bien, desde hacía ocho años había
cesado el ujo negrero procedente de Angola, y en ese período había muerto más de
la mitad de los esclavizados sin posibilidad de sustituirles por otros. Por lo tanto la
escasez de trabajadores iba haciéndose dramática, y, a pesar de su voluntad de cumplir
las órdenes, no veía el virrey cómo reducir el número de mitayos sin provocar la “total
ruina” de Lima. Para evitar la subida de los precios de los mantenimientos, que, de
seguir así las cosas, tendrían que venir de muy lejos, solicitó del rey el envío de más
africanos. Se encontraba el conde ante una disyuntiva: si no se restablecía por lo
menos en parte la trata, tendría que hacer caso omiso de las instrucciones relacionadas
con la defensa de los indígenas4.
No era Salvatierra el primer virrey de Lima en quejarse de la ruptura del ujo negrero
después del levantamiento de Portugal. El 7 de julio de 1646, el marqués de Mancera había
transmitido al Consejo un memorial del procurador general de la Ciudad de Los Reyes que
hacía hincapié en “la precisa necesidad que ay de ellos [los negros] para la conservación de
este Reino, y el riesgo que amenazaba su falta si se continua”. Insistió Mancera:
[…] y lo que puedo armar a V. M. es que la relación del memorial es cierta y
que faltando los negros cesarían las labores del campo, el trajín de los frutos y
mercadurías de tierra, y se dicultaría mucho la navegación, con que llegaría a
un estado muy miserable que cada día se está temiendo […]5 .
Y concluyó con mucho optimismo:
[…] yo no dudo que los interesados en la venta de los negros aunque sean
nuestros enemigos, el gran interés que en el Perú y la Nueva España tienen por
eso lo que no tendrán en otras provincias, les obligará a interponer personas que
puedan usar el trato y que corra como solía.
Siete años más tarde, el 14 de diciembre de 1657, Luis Enríquez de Guzmán, conde de
Alba de Liste y sucesor de Salvatierra, volvió a poner sobre el tapete lo indispensables que
eran los esclavizados para ciertas tareas. Antes de su llegada al Perú, en octubre de 1654,
se había estrellado en la ensenada de Chanduy, en la costa del actual Ecuador, la capitana
4 AGI, Lima 44.
5 AGI, Lima 53.
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La Real Hacienda de Lima y las tasaciones de esclavizados, y afrodescendientes, entre mediados del siglo XVII y principios del XVIII
de la Armada que llevaba a Panamá la plata del quinto real y de particulares. Salvatierra
hizo cuanto pudo para salvar la mayor parte del metal precioso con buzos negros buceos
procedentes de Panamá y de Guayaquil. Se sabe que, efectivamente, en las pescaderías de
perlas de la isla de Margarita o de las islas de Panamá, en el océano Pacíco, se empleaba
mano de obra esclavizada. Como quedaba bastante plata debajo del agua, el conde de
Alba siguió con las diligencias, poniendo al conocimiento del Consejo de Indias que, para
alentar a los buceos buzos, les había señalado dos pesos por cada barra sacada del agua, lo
cual no era poca cosa (Vargas Ugarte, 1966: 277; Tardieu, 2008)6.
El mismo conde, atento a las instrucciones de Madrid, decidió el 2 de febrero de
1660 que, siendo perjudicial a la salud de los indios el trabajo en los obrajes de paño
y en los ingenios de azúcar, se prohibiese por toda su jurisdicción, imponiendo a
los dueños españoles el uso de gente esclavizada. Los obrajeros no respetaron esta
disposición, mezclando a menudo trabajadores serviles con mitayos, surgiendo de ahí,
precisamente en la misma época, graves problemas de relaciones entre ambos grupos
sociales, a sabiendas de los mismos propietarios, quienes se aprovechaban del miedo
infundido por los negros a los indígenas (Tardieu, 2012).
Se enfrentaban los virreyes de Lima con contradicciones difíciles de resolver en la medida
en que eran inherentes al sistema socio-económico impuesto por la Corona, la cual no
les pedía su parecer, limitándose, como máximo, a informarles. Pasó así, por ejemplo
en 1710, cuando el marqués de Castelldosrius se declaró informado de la “pretensión
de la compañía de Guinea de Francia de introducir negros minas y caboverdes en el
Perú y en Nueva España”, que tenían muy mala fama por su comportamiento reacio7.
La Compañía de Guinea, creada por Luis XIV de Francia, obtuvo en 1702 el monopolio
y lo conservó hasta 1713, año en el cual lo cedió a Inglaterra con motivo del tratado de
Utrecht. Tan sólo se les exigía a los gobernantes velar por el respeto de las cláusulas de
los asientos, con el n de proteger los intereses de la Corona. Buen ejemplo de esto fue
la instrucción enviada el 6 de febrero de 1664 por el presidente del Consejo de Indias,
Francisco Ramos del Manzano, al conde de Santisteban, previniéndole “lo mucho que
importa la observancia de lo capitulado con Domingo Grillo y Ambrosio Lomelín por la
conveniencia que deste asiento se sigue al servicio de Su Majestad (que Dios guarde)”8.
Se había enterado el presidente, posiblemente debido a las quejas de los asentistas, de
la introducción fraudulenta por extranjeros de muchas piezas de negros que escapaban
así del sco real. Le dio a entender muy claramente el virrey el 20 de octubre que,
hasta entonces, muy pocas partidas de esclavos habían entrado en su jurisdicción. De
todas maneras, había conado a un oidor de la Real Audiencia la misión de protector
6 AGI, Lima 59.
7 AGI, Lima 408.
8 Se concertó el asiento con los dos genoveses en 1663, el cual preveía la introducción de 3500 piezas de
Indias al año a través de los puertos de arribada de Cartagena, Portobelo y Veracruz. Sería de una duración
de siete años, pero perduró hasta 1674, pese a un momento de dudas de parte del Consejo de Indias en
1668, debido a una serie de dicultades, entre ellas la guerra entre Inglaterra y Holanda por las factorías
en África que obstaculizó la entrega de cautivos (Vega Franco, 1984: 38). Se sitúa por lo tanto entre los
asientos portugueses y los asuntos internacionales con Francia e Inglaterra (Vega Franco, 1984: 27).
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y superintendente del asiento, y se declaró dispuesto a aplicar las penas previstas a
quienes contraviniesen a las condiciones del contrato9.
Fraudes en la aplicación de los contratos
Eran múltiples los fraudes a que aludía el presidente del Consejo, tanto de parte de
los particulares de Lima como de los factores de Panamá y, peor aún, de los propios
asentistas. Los particulares se las ingeniaban para engañar a los empleados del sco
real. Fue el caso de los ociales de la Armada que llevaba la plata del rey (el quinto
real) y la de sus súbditos a Panamá, asunto que tuvo que solucionar el conde de
Santisteban en 1665.
Había descubierto el oidor encargado de la vigilancia de los navíos de regreso de
Tierra Firme que, en ellos, se sustituía el lastre acostumbrado por géneros y negros
que compraban los ociales para sí y sus conocidos, sin declararlos al llegar al puerto
del Callao. Emitió una sentencia de decomiso, sin tomar en cuenta las protestas de
los soldados y de los ociales concernidos. Santisteban aseguró al rey que no iría en
contra de la rigurosa diligencia del oidor, aunque se debía considerar el asunto con
toda la delicadeza que requería para que no
se desesper[asen] los soldados y marinos que de día y noche est[aban] sirviendo
con sueldos cortos (conforme a lo que cuesta el sustentarse aquí) viendo que se
les [había] embargado el corto caudal y la conanza de sus amigos, procediendo
con tan buena fe como necesidad de comprar esclavos para servicio de ellos sin
daño de la navegación, antes para los usos precisos en ella y en su asistencia
propia en un reino donde no hay otro modo de vivir que tener esclavos porque los
españoles y indios cada uno por causas diferentes no se aplican a servir, sin haber
sido su intento defraudar los derechos que pagan los demás comerciantes así en
benecio de la Real Hacienda como en satisfacción de la parte del comercio, que
se halla sumergido en los derechos de la principal utilidad10.
Se encontraba, pues, el virrey entre la espada y la pared, es decir, entre su deseo de no
descontentar a los soldados y marinos —de cortos alcances nancieros, que intentaban
sacar algún benecio de su peligroso ocio—, y la protesta de los mercaderes que se
veían obligados a pagar las tasas.
Éstos y los propios factores de Panamá, representantes de los asentistas Grillo y
Lomelín, se olvidaban, cuando podían, de sus obligaciones de abonar la alcabala si
nos atenemos al informe del conde de Lemus, con fecha de 22 de febrero de 1672,
donde se refería a 359 individuos esclavizados que se pretendía vender en Lima. Este
comportamiento suscitó la protesta del Consulado de Lima, que nunca se mostró
partidario del asiento concedido a Grillo y Lomelín (Vega Franco, 1984: 75). Lemos,
9 AGI, Lima 66.
10 AGI, Lima 67.
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después de consultar a los miembros del Real Acuerdo, como era de su obligación en
casos de importancia, y al scal de la Real Audiencia, resolvió avisar al factor que no
volviese a reincidir en esta gestión del todo ilegal, conformándose en actuar en los
tres puertos permitidos por el asiento, es decir, Cartagena, Veracruz y Portobelo. Le
tocaría vender los negros que tenía en Lima, con la asistencia de un ocial real y de
un oidor, y lo procedido de la venta se pondría en la Caja Real hasta la decisión del
Consejo de Indias. Avisado de lo que se estaba gestionando en Lima, Agustín Grillo,
como factor de Domingo Grillo en Panamá, presentó una ejecutoria despachada por
esta entidad que le dispensaba de cualquier comiso. Este documento, aseveró Lemos,
sólo se podía utilizar entre Portobelo y Panamá, así que no consintió en anular su
resolución, remitiéndose al Consejo.
Dicho esto, el virrey se valió de la oportunidad para llamar la atención de la Corona
en los perjuicios acarreados por la aplicación del asiento. Para concretar sus negocios,
el titular contrataba extranjeros como marineros o intérpretes, que disfrutaban así de
la posibilidad de reconocer los sitios, los puertos y las fuerzas de que disponía España
en ellos. Comunicaban estas informaciones a los enemigos que las aprovechaban para
sus propósitos bélicos. Se rerió Lemos a un caso que le parecía escandaloso e incluso
provocativo, aunque no pasaba de anécdota si lo pensamos bien, por ocupar los
ingleses desde 1655 la isla de Jamaica que habían transformado en foco de expansión
por el Caribe: “[…] y hay quien diga que paseó las calles de Puertobelo con bastón
un hijo del gobernador de Jamaica”. Si se les permitía a los factores venir así a Lima,
sería de temer que la ciudad conociese un día la misma suerte que Panamá. Aludía
el conde al saqueo en 1671, por el pirata Henry Morgan, de la capital del reino de
Tierra Firme. Fue precisamente a partir de esta fecha cuando el factor de Panamá se
desplazó a Lima (Vega Franco, 1984: 76). Fuera de estas consecuencias indirectas,
tampoco se podía pasar por alto el contrabando a que se dedicaban los factores y sus
empleados introduciendo clandestinamente mercancías compradas a los ingleses y
holandeses, en Jamaica y Curazao. Concluyó Lemos, alarmado por el Consulado,
que “introducido el comercio por los asentistas en este reino, se extenuará el de los
vasallos de Vuestra Majestad”.
Por si fuera poco, los particulares, considerando su interés, apoyaron en Lima las
pretensiones de los asentistas de no pagar alcabala ni otros derechos sobre la venta
de sus esclavizados: “[…] sólo puedo asegurar que han preferido a la conveniencia
pública la particular, pareciéndoles que de esta suerte valdrán a menos precio los negros
siendo así que si hubiesen cumplido con las condiciones del asiento introduciendo el
número de los negros que se capituló”11. Pudo comprobar, aseguró Lemos, que el
asiento de negros había puesto al reino “en lastimoso estado”, y se declaró decidido a
hacer noticar a Agustín Grillo la prohibición de volver a Lima con cargazón de negros
o de mandar a un representante suyo, “pues ni Dios ni Vuestra Majestad querrán que
se pierda en mis manos el Perú”. Más aún, estaría “siempre a la mira de no permitir
extranjeros en este reino con cuya asistencia se arriesga tanto la seguridad como tengo
11 AGI, Lima 72.
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representado”12. Huelga insistir en la determinación del virrey, basada sin duda alguna
en las quejas de los mercaderes. Sin embargo se ha de admitir que se encontraba en
grave aprieto, pero le pareció de su obligación posponer los intereses particulares
al interés superior, dando a entender al Consejo de Indias que iba de por medio el
porvenir del reino que le tocaba dirigir en nombre del rey. Este balance, corto pero
impactante, pone de realce la gravedad de las implicaciones del sistema de asiento,
y en particular las de carácter scal, que es lo que nos interesa aquí, en un contexto
internacional muy delicado debido a las ambiciones de Francia, Inglaterra y Holanda.
Pecaba de ingenuo el conde, quien no contaba con la habilidad de los asentistas para
eludir las dicultades que se oponían a sus tejemanejes.
A los once años, el 23 de abril de 1683, el Consulado de Lima volvió al ataque en
un memorial presentado al duque de la Palata con el mismo motivo, la introducción
clandestina de ropa por el reino de Tierra Firme, aseverando que a los empleados
del nuevo asiento concedido a Nicolás Porcio13 poco les importaban las medidas
virreinales. Según las encuestas vericadas por sus representantes, se enteró el
Consulado de que Porcio había imaginado una estratagema para eludirlas. Este último
mandó a un apoderado suyo a Jamaica en una balandra inglesa con el encargo de
conducir en dos embarcaciones pequeñas cierto número de esclavizados a la Isla
de Naranjos, cercana a Portobelo y al río Chagres, puerto y río que daban acceso a
Panamá. Allí les recibía un navío grande sin que, por supuesto, se pagasen las tasas
previstas. En la isla se hizo un almacén para todo lo necesario. De este modo los
ingleses conseguían introducir sus esclavizados para el mayor provecho de Porcio.
Enfatizó el consulado las consecuencias de su codicia “porque se disimula y se da
lugar a que llegue la isla de Naranjos a ser almacén público de Inglaterra y Olanda a
costa de este comercio [de Lima] que llora y siente sus pérdidas”.
Si no veía cómo reducir a pruebas el asunto, no podía menos de solicitar del virrey que
se atajase el daño que perjudicaba tanto los intereses de la Corona como los suyos14. El
duque de la Palata envió el memorial al Consejo de Indias, el cual, como respuesta, le
mandó un despacho que llegó el 22 de abril de 1687 a Portobelo en el navío Santiago.
Digámoslo de paso, extraña algo el proceso, justicado quizá por el deseo de cortar
por lo sano cuanto antes, aunque infunde alguna duda lo decidido. El documento,
leído por el duque el 6 de noviembre, exigía el nombramiento de un ministro para
intervenir en las dependencias del asiento. El mismo día, escogió el virrey al oidor
Pedro Fraso, quien, antes de publicarse la real orden, decidió el embargo de los libros
y papeles en la casa limeña del factor, posiblemente con la nalidad de encontrar las
pruebas de lo denunciado por el Consulado.
12 AGI, Lima 72.
13 Porcio, quien en 1683 había rmado un nuevo asiento con su suegro Barrozo, asumió la dirección
después de la muerte de éste. Para una mejor administración, pasó a Cartagena de Indias. Se enfrentó
muy pronto con dicultades para cobrar el producto de sus ventas, y, para evitar la quiebra, se concedió
el asiento al holandés Coymans (Scelle, 1906: 1, 652-656).
14 AGI, Lima 85.
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Sin embargo fue preciso esperar cuatro años para que, el 24 de marzo de 1692,
impartiese el Consejo de Indias órdenes más adecuadas, teniendo en cuenta los
informes anteriores relacionados con las quejas del Consulado. A ellas se rerió, el
20 de junio, el conde de la Moncloa, sucesor del duque. Desde entonces, cualquier
comprador de esclavizados, por lotes o piezas sueltas, tendría que obtener escrituras
de venta del mismo asentista. En caso de reventa, a manera de evitar el contrabando de
“los negros de mala entrada”, los adquisidores habrían de exigir en las nuevas escrituras
mención de las primeras otorgadas por el asentista. Después de la promulgación de
esta real cédula, los dueños de gente esclavizada sin escritura de compra debidamente
establecida, los perderían, abonando su valor al asentista y los derechos normalmente
exigidos a la Real Hacienda. Y, por añadidura, los tales negros podrían reclamar su
libertad. Esta vez, sí que se distinguía la medida por su carácter drástico, el cual,
sorprendentemente, no dejó de preocupar al conde. Tomó el parecer del Real Acuerdo,
quien le autorizó a avisar al Consejo de Indias sobre la imposibilidad de ejecutar la
orden. ¿Cómo explicar esta reacción, por lo menos intempestiva —que a todas luces
iba en contra de lo solicitado por los virreyes anteriores—, sino por el temor del conde
de suscitar la reprobación de un gran número de propietarios de seres esclavizados
desprovistos de las escrituras exigidas por haberles comprado de un modo ilegal? Otra
vez se impuso el interés personal al común o, más bien dicho, al de la Corona.
Este rechazo tan perentorio no convenció al Consejo, el cual reiteró la orden el 18 de
abril de 1695, exigiendo del virrey que justicase el por qué “se hac[ía] impracticable
esta ley”. Todo deja suponer que no se concretó en los hechos15. Cuando el asiento
pasó bajo control de Inglaterra (Thomas, 1988: 233 ss.), se acrecentó el temor tanto
del Consulado como de la Corona a la introducción fraudulenta de mercancías en sus
navíos16. Además, al Consejo de Indias se le había informado que ciertos mercaderes
utilizaban dichos barcos para remitir a España el producto de la venta de sus géneros,
procedimiento que, por Real Cédula de 28 de febrero de 1724, quedó proscrito bajo
pena de conscación de bienes de los infractores. En cuanto tuvo conocimiento de esta
decisión, el 14 de octubre, el virrey Castelfuerte mandó que se pregonase. Según parece,
el bando no intimidó a los mercaderes peninsulares, los cuales siguieron valiéndose de
la complicidad del factor inglés en Lima para recaudar el producto de la venta de sus
efectos, remitiéndoles sus colegas limeños apreciables cantidades de plata y de oro
que escapaban del sco real. Se comportaban de igual manera ciertos comerciantes de
Quito y de otros lugares del virreinato, trasladando el producto de sus ventas a Panamá
y luego a Portobelo, donde se hallaban con frecuencia embarcaciones del asiento de la
Real Compañía de Inglaterra. Aparentemente se había olvidado la secular enemistad
entre ambas naciones. Amén de esto, no pocos de dichos comerciantes, con motivo de
transitar a Cartagena de Indias, embarcaban en estos navíos con sus caudales, lo que
equivalía a una exportación ilícita de dichos metales preciosos hacia reinos extraños17.
15 AGI, Lima 89.
16 Numerosas pruebas de ello se encuentran en la documentación del Archivo General de Indias, que no
corresponde exponer en este trabajo (AGI, Indiferente 2783, 2785, 2786, 2807).
17 AGI, Lima 411.
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A decir verdad, los propios virreyes, tan rápidos en condenar los usos de ciertos
mercaderes, no vacilaban en incurrir en contradicción al utilizar los servicios de los
navíos del asiento inglés. El príncipe de Santo Buono, para transmitir al Consejo
el índice de sus representaciones al rey, pensó en hacerlo, el 31 de marzo de 1717,
merced a la llegada a Cartagena de Indias, según las voces que corrían, de dos navíos
de registro autorizados a llevar mercancías a las Indias. Le pidió al presidente de
la Real Audiencia de Panamá les transmitiese el correo, o, si tal no era el caso, que
acudiese a los del asiento de negros para que llegase con la mayor brevedad a la
Corte18. Claro que el procedimiento no perjudicaba de ninguna manera al sco real,
pero resultaba por lo menos impropio en materia de alta administración que solía
requerir absoluto secreto. Si la trata de negros era una fuente de ingentes provechos
para la Corona, los cuales correspondía a los virreyes defender en contra de intereses
opuestos, acabamos de ver cómo enfrentaban a menudo con situaciones incoherentes
e, incluso contradictorias, desde el punto de vista scal. Pero hay más: los esclavizados
y los africanos, o afrodescendientes libres, como individuos, se vieron sometidos a
varias tasaciones de diferente índole, pero no menos exigentes.
Nuevas tasaciones sobre esclavizados o libres
En las líneas siguientes, no se hablará de la tasa de dos pesos anuales impuesta a los
propietarios por cada uno de sus esclavizados, ni de los tributos abonados por la gente
libre de origen africano (Bowser, 1977: 368-374) so pretexto que, como súbditos de
la Corona, gozaban de la protección real, cantidad que a los empleados del sco les
resultaba a menudo muy difícil cobrar, sino más bien de otras contribuciones, muy
poco evocadas por la historiografía, a veces algo sorprendentes y aún estrafalarias.
La búsqueda de nuevos ingresos nancieros aplicados a la gente de origen africano
del virreinato tenía como justicación los compromisos en materia de defensa militar
en contra de las expediciones de los piratas, ingleses u holandeses, que saqueaban las
ciudades de la costa pacíca. Valgan los dos ejemplos siguientes.
Cuando se proyectó en Lima la construcción de una muralla, uno de los medios más idóneos
para nanciarla pareció ser la imposición de diez pesos sobre cada bozal de primera entrada
y compra. Al duque de la Palata, como indicó al Consejo el 2 de abril de 1686, no le pareció
buena idea. Lo hemos visto, no desconocía las dicultades en recaudar los impuestos de
entrada, particularmente en Paita y otros puertos del litoral. Además, no veía cómo gravar
más los precios de compra de los esclavizados, tan excesivos en la coyuntura por no haber
introducido el asentista el número que le incumbía: el año anterior cada pieza se llegó a
vender a 780 pesos. Y tampoco se podía obligarles a asumir una nueva imposición no
prevista por el asiento19. En cambio, se solicitó a los propietarios el préstamo de su mano de
obra servil para dicha construcción o, por lo menos, una contribución nanciera a modo de
pago a los jornaleros que se dedicasen a dicho trabajo. Ya había recibido instrucciones de la
Corona al respecto el marqués de Guadalcázar, el 7 de noviembre de 1623 (Tardieu, 2006).
18 AGI, Lima 410.
19 AGI, Lima 86.
19
La Real Hacienda de Lima y las tasaciones de esclavizados, y afrodescendientes, entre mediados del siglo XVII y principios del XVIII
Uno de los problemas más acuciantes planteados a la defensa de la costa contra los
piratas que saqueaban los puertos, o acechaban la Armada que salía del Callao con la
plata del quinto real y de los particulares procedente de Potosí, era sin duda alguna la
construcción de navíos en los astilleros de Guayaquil. El marqués de Castelfuerte conó
a Gaspar Pérez Buelta, scal de la Real Audiencia, la misión de estudiar su nanciación.
A su modo de ver, no había otra solución que exigir una contribución anual a todos los
componentes libres de la población del virreinato que sería la siguiente:
indios: 4 reales (=medio peso)
negros, zambos, mulatos, cuarterones y quinterones: 1 peso
españoles: 6 pesos.
La consulta no fue del agrado del marqués quien, sin embargo, informó de ella al
Consejo de Indias. En lo referido a los indios, consideraba la propuesta injusta por
hallarse estos tan gravados que se les cobraba con dicultad los tributos ya existentes.
En cuanto a los españoles, no se mostrarían unánimes dependiendo de su distancia de
la costa. Quedaban «los negros y las castas» (mulatos, zambos, etc.), pero no entendía
el virrey cómo imponerles una nueva tasa dados sus cortos alcances20. Si pasamos
del dominio militar al religioso notaremos cómo el conde de Alba, según informó
al Consejo el 9 de septiembre de 1659, prestó oídos a una consulta del Tribunal de
la Santa Cruzada. Proponía la entidad aumentar sus ingresos, parte de los cuales
pasaba a las arcas reales, imponiendo a los dueños de esclavizados la compra de bulas
de Cruzada, también llamadas “de difuntos”, a favor de sus siervos. Dichas bulas,
en España, concedían indulgencias en el más allá a cambio de contribuciones que
sirvieron, en un primer momento, para nanciar las cruzadas en contra de los ineles.
Si el sistema se justicaba por el pasado histórico de la península, con su territorio
ocupado en gran parte durante siglos por musulmanes, originó excesos denunciados,
por ejemplo, en el episodio del buldero en la novela picaresca El lazarillo de Tormes.
Se exportó el sistema a las Indias contando, no cabe duda, con la generosidad de los
hacendados y mineros, de ahí la creación de un tribunal para controlarlo. Pero lo
extraño es que no se vaciló en solicitar a los esclavizados, o por lo menos a sus amos,
pues en teoría no disfrutaban de bienes particulares. Habida cuenta del gran número de
trabajadores serviles en todos los sectores económicos, y de la inculturación religiosa
a la cual se les sometía, no era una ocurrencia descabellada desde un punto de vista
meramente nanciero. Retuvo la intención del conde, quien consultó al Real Acuerdo
y a los mejores teólogos de la ciudad, emitiendo todos un parecer negativo por ser, a
su modo de ver, «impracticable el asunto» debido a que no veían cómo imponerlo a
los amos: «[…] aunque [era] de mayor utilidad y conveniencia para las almas lo que
intentaba el Tribunal de Cruzada, no era materia sujeta a precepto».
Se contentó, pues, el virrey con encargar a los predicadores de la bula que tan sólo
aconsejasen a los amos la compra de tales para sus trabajadores, reservando al rey
ordenar lo más conveniente a su real servicio, según la fórmula de uso. El monarca dio
20 AGI, Lima 411.
20
Revista del Archivo General de la Nación 2024; 39(1); 9-24 Jean-Pierre Tardieu
el nihil obstat, dejándose convencer ciertos amos, en particular la Compañía de Jesús,
cuyos libros de cuentas atestiguan dicha compra para los esclavizados de sus fundos
agrícolas (Tardieu, 1993). Y conste que se trataba del mayor propietario de mano de
obra servil del reino, y de todas las Indias. En realidad, nunca los superiores de la
orden impusieron a los administradores de sus fundos agrícolas la compra de estas
bulas para sus trabajadores serviles, pero se la recomendaban. Los hermanos o padres
chacareros habían de explicarles sus ventajas, a saber las indulgencias que lograrían
in articulo mortis, lo cual no era un mal cálculo para granjearse la benevolencia de
los esclavizados, dada la importancia que solían conceder a la vida en el más allá sus
creencias ancestrales. Si la hacienda no tenía los recursos sucientes para adquirir
bulas para todos sus siervos, los visitadores aconsejaban hacerlo al menos a favor de
los moribundos. La de San Lorenzo de Asapa, por ejemplo, gastó entre 1688 y 1689
cuatro reales, o sea medio peso, por la compra de cada bula; en San José de la Nazca,
en diciembre de 1654, el administrador desembolsó por este motivo cuarentaidós
pesos y cinco reales. Distaban de ser despreciables las cantidades abonadas, así, por la
Compañía al comisario de Cruzada en el Perú (Tardieu, 1993: 272, 220). Pero, dado el
precio módico de las bulas, no resultaba muy ecaz el ingreso para mejorar el estado
de la Real Hacienda. Hubo que examinar otros medios21.
El conde de Santisteban, en busca de nanciación para las guerras de Chile en contra
de los indios indómitos, notó en su correo del 16 de enero de 1662 que, debido a la
disminución del tráco negrero, había bajado el producto de los derechos de entrada.
Propuso al Consejo aumentarlos hasta cincuenta pesos por cabeza de esclavo —que se
vendía en Lima a, más o menos, mil pesos— y conceder, a la vez, más asientos para el
aumento de la oferta en la feria de Portobelo y, por ende, el producto de la tasación. Se
limitaría a algunos años el aumento del impuesto que le parecía «tolerable».
A los consejeros del conde, encargados de encontrar nuevas fuentes de ingresos scales,
se les ocurrió nada menos que tasar las velorios tradicionalmente organizados, en los
corrales de las cofradías, por los negros libres e, incluso, los esclavizados en honor a sus
difuntos, en los cuales se gastaba en comida y libaciones, las «borracheras» denunciadas
a la Corona por las relaciones de seglares y religiosos, quienes no entendían el sustrato
africano de dichas manifestaciones de carácter obligatorio, según sus costumbres
ancestrales. Como iba creciendo el número de habitantes de origen africano en Lima, así
como el de sus cofradías, no era mala ocurrencia. Que sepamos (Tardieu, 1989), no se
concretó la propuesta, posiblemente por lo complicado que resultaría imponer la medida
a elementos de la población difícilmente controlables. Pero, si lo pensamos bien, decía
mucho sobre los apuros nancieros del gobierno local.
Ni cortos ni perezosos, los mismos consejeros, señaló Santisteban, optaron también
por tasar la propensión al lujo de las mulatas y negras libres, a quienes gustaba
lucir joyas y vestidos de seda y tela con guarniciones de oro y de plata, lo que solía
originar «muchos pecados públicos y hurtos». Si nos referimos a las relaciones de los
21 AGI, Lima 60.
21
La Real Hacienda de Lima y las tasaciones de esclavizados, y afrodescendientes, entre mediados del siglo XVII y principios del XVIII
primeros decenios del siglo XVII, como el Diario de Lima de Juan Antonio Suardo,
la frivolidad de las mulatas originaba muchos crímenes pasionales (Tardieu, 1993:
777). La mentalidad de la época no podía admitir que su ación por aparentar lujos
traducía su voluntad de superar el oprobio de su extracción y de medrar en la sociedad
seduciendo a jóvenes adinerados, o que parecían serlo. El conde de Chinchón había
emitido ordenanzas prohibitivas al respecto, como la siguiente:
Este día (14 de abril de 1631), la Excelencia mandó pregonar un bando en que
so graves penas, manda que ninguna mulata libre ni esclava pueda traer manto
ni vestidos de cualquier género de seda ni de paño de Castilla ni pantuos con
virillas de plata […] (Tardieu, 1993: 781).
A instancias del comercio de Lima, no se aplicaron tales propuestas aduciéndose la
baja de las tasas sobre la compra de estas mercaderías tan consumidas por estos sujetos.
La sugestión dejó escéptico al virrey, consciente tal vez de que no eran tan numerosas
estas mujeres para que la medida surtiera un efecto provechoso. Con este remedio, tan
sólo se conseguiría «alguna utilidad». No obstante, se inclinó por un término medio,
a saber, concederles el permiso de ostentar tal lujo a cambio de cuarenta pesos de
imposición al año, o de diez pesos por cada género22. Tampoco se halla prueba alguna
de la aplicación de dicha propuesta por no presentar gran diferencia con la anterior en
cuanto a su rentabilidad. Dicho esto, no se puede hacer caso omiso de las reticencias
de la «gente decente», que no compartía siempre el parecer de los moralistas. No
faltaban, efectivamente, quienes gustaban de hacerse escoltar fuera de casa por criados
serviles o libres lujosamente ataviados para realzar su prestigio (Aguirre, 2005: 75). Y
sucedía igual con las doncellas que acompañaban a sus señoras a los ocios religiosos
que marcaban su existencia social, o que les asistían en los estrados durante las visitas
que merecía su rango.
No es ninguna casualidad que el pintor quiteño Albán Vicente representara, en 1783
—no importa si la época es posterior al marco temporal de nuestro estudio—, a una
«señora principal con su negra esclava», óleo sobre lienzo ubicado hoy en día en el
Museo de América de Madrid. La doncella luce ropa y joyas (collar, pendientes) casi
tan llamativas como las de su ama. Pero no nos equivoquemos, esta preocupación de
los amos por el aparentar de sus criados de origen africano no era prueba de su afecto
sino, más a menudo, del alto concepto en que tenía su propia dignidad.
Antes de acabar con este tema, insistiremos en que el empeño de los consejeros de
Chinchón —por su falta de realismo—, patentizaba otra vez el aprieto económico
coyuntural a que hemos aludido más arriba.
22 AGI, Lima 62.
22
Revista del Archivo General de la Nación 2024; 39(1); 9-24 Jean-Pierre Tardieu
Señora principal con su negra esclava. Óleo sobre lienzo de Albán Vicente, 1783.
Museo de América, Madrid.
Reexiones nales
Las tasas vinculadas con el asiento negrero eran de suma importancia para la Real Hacienda,
pese a las dicultades en cobrarlas en territorios tan dilatados y desprovistos, por lo tanto, de
medios de control ecaz de parte del sco. De todas maneras, los asentistas se las arreglaban
para encontrar medios de escapar, siendo una de las mejores pruebas el uso de la isla de
Naranjos por Nicolás Porcio. Por añadidura, la coyuntura internacional hizo que el asiento,
imprescindible para el fomento de la economía de allende el mar, cayó en las manos del
peor enemigo de España en el pasado, cuya preocupación más que secular había sido
menoscabar su monopolio colonial en el Nuevo Mundo. Se entiende pues la inquietud de
los virreyes, los cuales se veían obligados a enfrentar contradicciones a veces insuperables,
cuando no caían en ellas por intentar, como mejor podían, satisfacer las exigencias reales.
Les resultaba sumamente arduo reducir su hiato con las realidades locales.
Tales eran las preocupaciones nancieras de las altos funcionarios de la Corona en su
tarea de cumplir a cabalidad su cometido durante los años de la secesión portuguesa,
particularmente en materia de defensa, cuando los virreyes se vieron obligados, muy a
su pesar, a contemplar proyectos de tasaciones, a cuál más estrafalaria, como las tasas
suntuarias impuestas a los negros libres, que además incurrían en obvia contradicción
con las leyes que les prohibían usar joyas y ropa de lujo, privilegio reservado a la
gente de bien. Dicho sea de paso, y como prueba su recurrencia, nunca se consiguió
imponer tal medida (Tardieu, 1984: 195-196; Bowser, 1977: 379).
23
La Real Hacienda de Lima y las tasaciones de esclavizados, y afrodescendientes, entre mediados del siglo XVII y principios del XVIII
Al n y al cabo, en el lapso de tiempo contemplado, la Corona española hizo del
ser de origen africano, siervo o libre, un pretexto para la scalización como
mercancía, instrumento de producción e, incluso, como ser humano dotado de ínfulas
compensatorias de índole religiosa o social, con la nalidad de solucionar no pocos
problemas, los más de ellos relacionados con la defensa económica y militar frente a
la codicia de las potencias extranjeras.
Además, nos preguntamos si ciertas medidas scales adoptadas a expensas de los
esclavizados y de los afrodescendientes libres, por su carácter mezquino, incoherente
e, incluso, contradictorio, no ponen de maniesto la pésima situación de la hacienda
real durante el período evocado, es decir, bajo el reinado de los últimos monarcas de
la casa de Austria y los primeros Borbones.
Referencias
Fuentes primarias
Documentos manuscritos
AGI – Archivo General de Indias, Sevilla.
Audiencia de Lima: leg. 44, 53, 59, 60, 62, 66, 67, 72, 85, 86, 89, 408, 410, 411.
Indiferente: leg. 2768, 2782, 2783, 2785, 2786, 2807.
Fuentes secundarias
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Bowser, F. (1977). El esclavo africano en el Perú colonial. Siglo XXI Editores.
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Groupe Interdisciplinaire de Recherche et de Documentation sur l ‘Amérique
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24
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