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El periodo peruano de la independencia: el
debate sobre la forma de gobierno, el Congreso
Constituyente y la presidencia de José de la Riva-
Agüero (1822-1823)
Hugo Pereyra Plasencia
1
Resumen
Este artículo muestra una visión de conjunto de la vida política en el Perú durante
1822 y 1823. Sus protagonistas son los líderes peruanos que tuvieron las riendas del
gobierno en esos años, entre los que destaca José de la Riva-Agüero y Sánchez Bo-
quete, primer presidente del país. Hablamos de la etapa «peruana” de la Independen-
cia, que siguió a los años de la dominación chileno-rioplatense en tiempos de José de
San Martín, y que fue interrumpida a comienzos de 1824 con el inicio de la dictadura
de Simón Bolívar otorgada por el Congreso peruano. Dentro de este marco general, se
tratan temas especícos como el nacimiento del republicanismo peruano, las desafor-
tunadas campañas a Puertos Intermedios, la presidencia de Riva-Agüero, la actividad
política de Antonio José de Sucre como representante colombiano en el Perú, el cisma
político peruano, el plan de Riva-Agüero para acercarse al bando realista y expulsar a
los colombianos (percibidos como invasores y como una amenaza largamente mayor
a la dominación española) y el dramático nal de este primer gobierno peruano en
noviembre de 1823.
The peruvian period of independence: the debate on the form of
government, the constituent congress and the presidency of José de la
Riva-Agüero (1822-1823)
1 Doctor en Ciencias Sociales en la especialidad de Historia por la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos, Lima. Profesor del Departamento de Humanidades de la Ponticia Universidad Católica del
Perú. Miembro de número de la Academia Nacional de la Historia, y Ministro en el Servicio Diplomá-
tico de la República. Correo electrónico: a19762253@pucp.edu.pe
Recibido: 12/10/2022. Aprobado: 09/03/2023. En línea: 21/11/2023.
Citar como: Pereyra, H. (2023). El periodo peruano de la independencia: el debate sobre la forma de
gobierno, el Congreso Constituyente y la presidencia de José de la Riva-Agüero (1822-1823). Revista
del Archivo General de la Nación, 38: 55-94. DOI: https://doi.org/10.37840/ragn.v38i1.152.
REVISTA DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
Historia
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
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Abstract
This article depicts an overview of political life in Peru during 1822 and 1823. Its
protagonists are the Peruvian leaders who held the reins of the government in those
years, among whom José de la Riva-Agüero y Sánchez Boquete, rst president of
the country, stands out. We are talking about the «Peruvian” period of Independence,
which followed the years of Chilean-Rioplatense domination in the times of José de
San Martín, and which was interrupted at the beginning of 1824 with the beginning of
the dictatorship of Simón Bolívar granted by the Peruvian Congress. Within this gen-
eral framework, specic topics are discussed such as the birth of Peruvian republican-
ism, the unfortunate campaigns to Puertos Intermedios, the presidency of Riva-Agüe-
ro, the political activity of Antonio José de Sucre as Colombian representative in Peru,
the Peruvian political split, Riva-Agüero’s plan to approach the royalist side and expel
the Colombians (perceived as invaders and a much greater threat than Spanish dom-
ination) and the dramatic end of this rst Peruvian government in November 1823.
Introducción
Raúl Porras Barrenechea ha distinguido tres periodos dentro de la etapa de la historia
peruana conocida como la Guerra de la Independencia. En primer lugar, se encuentra
el periodo rioplatense (que él llama «argentino»), dominado por la gura de José de
San Martín, que va desde el desembarco en Paracas hasta la partida de esta personali-
dad del Perú (1820-1822). En segundo lugar, tenemos el «periodo peruano, represen-
tado por la acción del Congreso Constituyente y de Riva-Agüero, con las campañas a
Intermedios» (1822-1823). Por último, hallamos «el periodo colombiano, dominado
por la gura de Bolívar y las campañas de Junín y Ayacucho» (1823-1824) (Porras,
2018: 243). Sin duda, esta distinción se reere solo a la nacionalidad de los líderes que
estuvieron al frente del bando patriota en el Perú entre 1820 y 1824 porque, aunque
en número variable, hubo presencia activa de población nacida en el Perú en los tres
periodos.
En general, es importante destacar que, hasta la fecha, los procesos de independen-
cia de la América española —en particular el proceso internacional— han sido re-
construidos en base al uso privilegiado y masivo de fuentes originadas en actores e
instituciones no peruanas. Esta armación es válida, dadas las enormes dimensiones
de la producción historiográca hispanoamericana y mundial sobre la Independencia
(sobre todo en torno a las guras de San Martín y de Bolívar), incluso si considera-
mos —por el lado peruano— el emprendimiento de Manuel de Odriozola con los
diez volúmenes de sus Documentos históricos del Perú (1863-1877), y con los once
de la colección de Documentos literarios del Perú (1863-1867). Otro logro local de
envergadura, esta vez en el plano de la reexión historiográca, fue el Diccionario
histórico-biográco del Perú (1874-1890) de Manuel de Mendiburu, editado en ocho
volúmenes (Romero de Valle, 1966: 226, 204). En cuanto a otros trabajos académicos
peruanos, también hay que tener en cuenta el esfuerzo realizado en la década de 1970
con la publicación de la Colección documental, dada a luz en el contexto del sesqui-
centenario de la independencia del Perú.
El periodo peruano de la independencia
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Esta circunstancia de comparativa escasez de fuentes nacionales sobre la Independen-
cia, (tanto de pensamiento historiográco como de fuentes primarias) frente a las que
produjeron otros centros en Hispanoamérica y en el mundo, puede haber inuido en
los investigadores que se han interesado en el tema en el sentido de oscurecer, e inclu-
so deformar, la percepción peruana. Pese a esta dicultad, como señala Porras (2018:
249), es preciso hacer un esfuerzo para «establecer el punto de vista peruano frente a
los intereses extranjeros que inuyeron en la independencia […]». Este es el sentido
de las líneas que siguen a continuación. La idea es, también, aproximarse a este objeto
de estudio desde una amplia perspectiva hispanoamericana y planetaria.
En una primera parte, el presente artículo tendrá como hilo conductor las discusiones
sobre las formas de gobierno aplicables al Perú y el proceso que condujo a la adopción
de un régimen republicano. El núcleo del trabajo en su conjunto será el estudio del ci-
tado periodo peruano de 1822 a 1823, con énfasis en la actividad del primer Congreso
peruano y del líder Riva-Agüero.
El marco previo: panorama de los acontecimientos de 1820 a 1821, y del
Protectorado
El 8 de septiembre de 1820, la Expedición Libertadora liderada por José de San Mar-
tín desembarcó en Paracas, cerca de Pisco, al sur de Lima. De manera coincidente,
nueve días después, el virrey Joaquín de la Pezuela hacía proclamar y jurar la Cons-
titución de 1812 en Lima por órdenes del nuevo gobierno liberal que desde ese año
regía en España (García Camba, 1916: 446; Hernández, 2012: 51). Con anterioridad
a la llegada de San Martín, y por lo menos a partir de 1819, cuando ya la ota chilena
rondaba por las costas peruanas, en Lima había un importante ambiente de conspira-
ción a favor de la Patria. Activos participantes de estas actividades revolucionarias
eran personajes como el ya mencionado Riva-Agüero, Remigio Silva, el Conde de la
Vega del Ren y Manuel Pérez de Tudela (Guerra, 2016: 53-55, 58 y ss.; Silva, 1921).
En los meses que siguieron, tuvieron lugar las Conferencias de Miraores, la pro-
clamación de la independencia de Guayaquil, y la captura en el Callao de la fragata
española Esmeralda (septiembre-noviembre de 1820). Más adelante, San Martín se
instaló con sus fuerzas en el valle de Huaura, el batallón Numancia decidió pasarse
a las fuerzas patriotas, y Juan Antonio Álvarez de Arenales llevó a cabo una exitosa
incursión en la sierra central (diciembre). Grandes porciones del país aceptaron la
invitación de San Martín a sumarse a la independencia. Precedido por Lambayeque,
entre el 28 y 29 de diciembre, la ciudad norteña de Trujillo y el intendente marqués
de Torre Tagle se pronunciaron a favor de la Patria. Lo mismo iba a ocurrir después,
en enero de 1821, con Piura y Cajamarca. Muchas gacetas circulaban por entonces en
Lima, con proclamas de San Martín anunciando la libertad (Anna, 2003: 225; Lynch,
2009: 187; Bulnes, 1888: 9, 21; Riva-Agüero, 1965: 434 y ss., 440; de la Puente,
2013: 163-168; Mitre, 2011: 560-563; y Pereyra, 2014: 88, 100).
En Huaura, San Martín recibió la adhesión de algunos soldados nacidos en el Alto y
Bajo Perú que habían servido hasta entonces en las fuerzas realistas. Ellos fueron los
coroneles Agustín Gamarra y Andrés de Santa Cruz, y el joven ocial Ramón Castilla:
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los tres iban a llegar a ser, años después, presidentes u hombres fuertes en el Perú.
También se unieron a San Martín en Huaura José de la Torre Ugarte (futuro autor de
la letra del himno nacional del Perú) y un adolescente de trece años llamado Feli-
pe Santiago Salaverry (Bulnes, 1888: 39 y ss.; Porras, 1950: 23; Lynch, 2009: 191;
Tauro, 2001: 1822, 2581). Por otro lado, hay que destacar que, entre 1820 y 1821,
varias montoneras fueron armadas y protegidas por los patriotas limeños. Se trataba
de guerrillas originarias de Canta, Huarochirí y Yauyos, que estaban dirigidas por lí-
deres indígenas como Ignacio Quispe Ninavilca y Gaspar Alejandro Huavique. Estas
guerrillas cumplieron un rol muy importante en el cerco y bloqueo de Lima (Bulnes,
1888: 64 y ss.)
2
. En Lima, las fuerzas de San Martín tuvieron siempre enlaces secretos
que proporcionaban información, como ocurrió en el caso del patriota Manuel Pérez
de Tudela (Guerra, 2016: 60). En otro orden de cosas, apareció en el campamento de
Huaura el periódico El Pacicador del Perú, publicado por las fuerzas de San Martín,
cuyo primer número fue del 10 de abril de 1821 (Bulnes, 1888: 64; Villanueva, 2016:
242; Basadre, 1978: 193).
En el campo realista, el 16 de diciembre de 1820, el Ayuntamiento y los vecinos no-
tables de Lima (entre los que se encontraban los futuros constituyentes peruanos Hi-
pólito Unanue y José Gregorio Paredes) pidieron al virrey Pezuela una «capitulación
honoríca», considerada como un «avenimiento amistoso», con San Martín (García
Camba, 1916: 472-474; Riva-Agüero, 1965: 435). El 29 de enero del año siguiente,
quizá como una consecuencia de estas presiones a favor de un entendimiento con los
patriotas, así como de la percepción que transmitía sobre su poco dinamismo en el
terreno militar, Pezuela fue depuesto por un grupo de altos jefes españoles de orien-
tación liberal reunidos en el campamento de Aznapuquio, convirtiéndose José de la
Serna en el nuevo virrey (Anna, 2003: 226-228). Este general imprimió un estilo mu-
cho más dinámico que su antecesor, lo que comenzó a reanimar la alicaída conanza
de los realistas (Bulnes, 1888: 74).
El 2 de junio, San Martín se entrevistó con La Serna en la hacienda Punchauca, pero
las conferencias no tuvieron éxito. El virrey canceló una propuesta monárquica de San
Martín para declarar la independencia y unir los ejércitos patriota y realista, como iba
a ocurrir en México más o menos por esa época (Bulnes, 1888: 105-129; Mitre, 2011:
582). Resulta extraño que San Martín no haya involucrado en las negociaciones de
Punchauca a los patriotas limeños encabezados por el activo José de la Riva-Agüero,
el cual lideraba un sector liberal de la elite peruana que buscaba la independencia y se
había visto implicado en la conjuración de Quirós y Pardo de Zela, en la de Gómez y
en la de 1819, llegando a estar preso en 1820.
Cuando San Martín desembarcó, organizó con los demás patriotas limeños las gue-
rrillas en las inmediaciones de la capital (Riva-Agüero, 1971: 167). Existe una carta
dirigida a San Martín en 1820, y atribuida a Riva-Agüero en donde este, con el ánimo
2 En un folleto de 1869, titulado Anotaciones a la historia del Perú independiente de Mariano Felipe
Paz-Soldán, el entonces anciano Francisco Javier Mariátegui, quien había sido integrante del grupo
de patriotas limeños que desplegaron gran actividad para apoyar a San Martín, denunció que este his-
toriador había pasado por alto este importante esfuerzo de agrupar y apoyar a las guerrillas del centro
(Riva-Agüero, 1965:439).
El periodo peruano de la independencia
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de ubicarlo en la realidad, y excluyendo al grupo patriota que él dirigía, mencionaba
la cierta tibieza que había por la causa de la Patria en varios sectores de Lima (Lynch,
2009: 191; Basadre, 1929: 16). El propio Riva-Agüero declaró alguna vez que llegó
a enviar a San Martín el plan de campaña que este siguió en el Perú (Riva-Agüero,
1828: 50 y ss.). También se sabe que visitó a San Martín en Huaura a comienzos de
julio de 1821, luego de las conferencias de Punchauca (Riva-Agüero 1971: 167). Todo
esto hace incomprensible la actitud de distancia que San Martín mostró frente a los
patriotas locales
3
. Esta situación iba a traer secuelas en los meses siguientes.
El 7 de junio de 1821 tuvo un enfrentamiento La Serna con el Ayuntamiento de Lima,
el cual lo conminó a celebrar un acuerdo de paz con San Martín, a lo que el primero se
negó (Peralta, 2013: 75). Luego de la evacuación de la capital por las fuerzas realistas
el 6 de julio (Anna, 2003: 233), San Martín ingresó a Lima y proclamó la independen-
cia el 28. El 3 de agosto instauró el régimen del Protectorado, poniéndose a la cabeza
de él (Basadre, 2005: 37; De la Puente, 2013: 169-171, 180).
La solución monárquica de San Martín no solo respondía a un intento de adecuarse
a la realidad del Perú, sino también, según aparece en sus cartas particulares, a pro-
fundas convicciones suyas, aplicables a Chile y a su propia tierra, que destacaban la
escasa cultura civil y la poca práctica de autogobierno de las poblaciones americanas.
En una carta personal a Bernardo O´Higgins, suscrita el 30 de noviembre de 1821,
San Martín le confesaba la imposibilidad de constituir a cualquiera de estos países «en
república». No obstante, se ha sugerido también que San Martin veía a la monarquía
como una fórmula de transición y que era partidario de esta solución por «imposicio-
nes del ambiente» (Porras, 1950: 30; Mitre, 2011: 658-661; Bulnes, 1888: 378-385).
Es probable también que San Martín hubiese estado pensando que una monarquía
podría dar más estabilidad al nuevo país y, asimismo, a sus relaciones con los estados
vecinos.
En su edición publicada en Barranca, el 20 de julio de 1821, el periódico El Pacica-
dor del Perú difundió un texto que —sin duda— preparaba el terreno para el estable-
cimiento de un régimen monárquico. Había sido redactado por Bernardo Monteagu-
do, auditor de guerra del ejército, quien aparece mencionado por primera vez en este
relato (Bulnes, 1888: 64). Este personaje se perlaría en los meses siguientes como el
más cercano asesor político de San Martín. Este texto, que parece haber sido motivo
de rechazo por parte de los patriotas peruanos, ansiosos de tomar las riendas de su
país, y entre los que se encontraba el famoso Francisco Javier Mariátegui (Villanueva,
2016: 100), hablaba del propósito del nuevo régimen de «conceder» la libertad «con
sobriedad, para que no sean inútiles los sacricios que se han hecho por alcanzarla».
Se mencionaba también la supuesta necesidad de despojar nuestras instituciones y
costumbres de todo lo que fuera «español» (Mitre, 2011: 622 y ss.)
En conexión con lo anterior, y como ya hemos comenzado a ver, San Martín venía
mostrando «cierta indiferencia hacia el nacionalismo peruano» aun desde antes de
entrar en Lima, en una actitud que se prolongó durante todo el Protectorado (Lynch,
3 El único historiador que dice que San Martín planteó a La Serna en Punchauca un gobierno provisional
integrado por dos miembros, uno propuesto por el virrey y otro «para los peruanos», es el británico John
Lynch (2009: 194), lo cual parece a todas luces un dato inexacto.
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2009: 208). En ese tiempo, no solo Riva-Agüero sino Pérez de Tudela y otros ilus-
tres patriotas peruanos fueron marginados por San Martín de los puestos importantes
(Guerra, 2016: 60 y ss.). Por ejemplo, a Riva-Agüero se le dio un cargo menor como
«presidente» (especie de prefecto) del departamento de Lima (Riva-Agüero, 1971:
167)
4
. La gran paradoja es que, a diferencia de lo que ocurría en otras partes, el pa-
triotismo peruano comenzó a modelarse en oposición a los extranjeros americanos, y
no tanto frente a los españoles peninsulares (Lynch, 1986: 268). Añade el historiador
canadiense Timothy Anna:
Los decepcionantes errores del régimen independiente —sobre todo su in-
capacidad para dar lugar a la participación de los peruanos— convencieron
gradualmente a muchos de que realmente tenían más en común con los espa-
ñoles que con los rapaces chilenos, argentinos, esclavos y mulatos que ahora
parecían estar en control de su país (Anna, 2003: 280).
El viajero inglés Gilbert F. Mathison (1971: 287-288), quien visitó Lima entre abril
y mayo de 1822, pudo constatar que, en efecto, la población local había perdido sus
ilusiones frente al Protectorado:
[…] bajo el nombre de la libertad y el patriotismo, el gobierno existente ejer-
citaba el más despótico poder, y era obedecido más por miedo que por amor
o respeto verdadero. Era mantenido un completo sistema de espionaje; y, en
lugar de conversar libremente sobre temas políticos con el espíritu de los repu-
blicanos, la mayor cautela y reserva eran observadas en todas partes.
La Sociedad Patriótica
En términos formales, desde el 19 de enero de 1822, San Martín entregó el mando
supremo del Perú al marqués de Torre Tagle con el título de Supremo Delegado. No
obstante, aunque solo era un miembro de su gabinete de ministros, no cabe duda de
que era el hábil Monteagudo quien dominaba la política general. Ya hemos visto a este
personaje en su calidad de auditor de guerra del ejército de San Martín. Pero, ¿cuál
había sido su trayectoria? Dice John Lynch (2009: 221 y ss.):
En los primeros años de su carrera política en [el Río de la Plata], Monteagu-
do había sido un agitador radical […] Ahora, sin embargo, aseguraba haber
abandonado su pasada inclinación por la democracia extrema como una abe-
rración mental. Lo cierto, no obstante, era que su «democracia» nunca había
sido tan extrema como para incluir a los sectores populares o a quienes eran
analfabetos. Él seguía considerándose un liberal, pero uno al que la experien-
cia le había enseñado la necesidad de imponer límites a la libertad. Miraba
4 El historiador John Lynch (2009: 178) armó que los «liberales peruanos […] no crearon un movimien-
to independentista» y que, prisioneros «de su sociedad, no exigían otra cosa que reformas políticas e
igualdad para los criollos dentro del marco colonial». No obstante, el testimonio del patriota Francisco
Javier Mariátegui, protagonista de los sucesos de 1820 y 1821, contenido en sus Anotaciones a la His-
toria del Perú Independiente de Mariano Felipe Paz-Soldán de 1869, desmiente de manera categórica
esta armación cuando habla de la clara voluntad no sólo de los liberales sino, también, del «pueblo
peruano» por la «libertad», en los días en que San Martín entró en Lima (Villanueva, 2016: 113).
El periodo peruano de la independencia
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con desdén las «nociones generales acerca de los derechos del hombre» y la
idea de igualdad absoluta, conceptos que en su opinión pocos americanos
entendían. La base social de esta argumentación era que los peruanos, condi-
cionados por el sistema colonial, no podían aspirar a la democracia debido a
sus tradiciones jerárquicas, respeto a la autoridad, falta de educación, distri-
bución desigual de la riqueza y estructura social. [El] Perú necesitaba un go-
bierno fuerte que evitara la anarquía y ofreciera una guía entre los extremos.
La mejor forma de gobierno para el país era una monarquía constitucional, y
el mejor ejemplo de eso era la Constitución inglesa porque preservaba tanto
el orden como la libertad.
Al malestar que ocasionaban las tropas independentistas, y el estilo autoritario de
Monteagudo, se añadía la incertidumbre sobre la forma de gobierno que iba a tener el
nuevo país (Basadre, 1978: 213 y ss.). En el momento en que comenzó a funcionar la
llamada Sociedad Patriótica, como foro académico para que los peruanos de la elite
pudiesen discutir sobre la forma de gobierno que convenía al nuevo país, Monteagudo
ya no era auditor de guerra pero tenía el poderoso cargo de Ministro de Estado y Rela-
ciones Exteriores, en reemplazo del neogranadino Juan García del Río, después de ha-
ber sido Ministro de Guerra y Marina. A propósito, San Martín había dispuesto enviar
a García del Río, junto con Diego Paroissien, a una misión condencial en Europa.
Además de gestionar un préstamo para el joven estado, se los instruyó para conseguir
un príncipe dispuesto a aceptar el trono de un hipotético reino peruano independiente.
Así de seguro estaba el líder rioplatense, y también el propio Monteagudo, sobre el
proyecto de constituir una monarquía en el Perú.
En efecto, mientras tenía lugar incontable número de tropelías y de saqueos en la
capital, Monteagudo utilizó a la Sociedad Patriótica como medio para imponer su
punto de vista monárquico, que era visto con simpatía por la clase noble de Lima. Fue
establecida el 10 de enero de 1822, como Sociedad Patriótica de Lima y comenzó a
funcionar el 12 de febrero en un local de la Plaza de la Inquisición, que tenía un audi-
torio y una «barra» desde la cual las personas que no formaban parte de la institución
podían observar el debate. La elección de Monteagudo como su presidente le dio a la
institución crédito ocial
5
.
Tanto la composición de la Sociedad, como la presión política que se ejercía sobre
ella, hicieron pensar en un comienzo que una opinión favorable a la monarquía era el
camino que mejor se perlaba. Con lo que no contó Monteagudo, como veremos, fue
con el dinamismo, el valor y la decisión de un pequeño grupo de partidarios del sis-
tema republicano, que terminó dando un rumbo inesperado a la situación. Dice Jorge
Basadre (1978: 196) que el grupo «republicano» era, en general,
5 Estuvo integrada por cuarenta personalidades, siendo Hipólito Unanue su vicepresidente; Francisco
Javier de Luna Pizarro, José Cavero, Francisco Valdivieso y Manuel Pérez de Tudela, fueron censores;
Antonio Álvarez del Villar, contador; Diego de Aliaga, tesorero; y Francisco Javier Mariátegui, secre-
tario. Entre sus miembros se contaban, también, José Gregorio Paredes (como «director de prensa»),
José de la Riva-Agüero y el venerable Toribio Rodríguez de Mendoza, de ilustre nombre asociado al
Convictorio de San Carlos. Como era previsible, hubo también nobles en la Sociedad, tales como los
marqueses de Torre Tagle, de Valle Oselle y los condes de Torre Velarde, de Casa Saavedra y de Villar
de Fuentes (Guerra, 2016: 77, 81 y ss.; Basadre, 1929: 21; Basadre, 1978: 194).
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[…] un conglomerado heterogéneo y contradictorio. Cabe identicar a varios
grupos. En el más alto nivel estaban egresados del Convictorio de San Carlos,
del Colegio de San Fernando y aun del Seminario de San Jerónimo de Arequi-
pa, planteles educacionales todos ellos de nivel universitario. En esas aulas se
había hecho, a través de muchos años, intensa prédica a favor de la teoría del
Derecho Natural y de sus lógicas consecuencias. Había también sacerdotes sin
alto rango eclesiástico convertidos a las nuevas ideas. No faltaban agitadores y
demagogos de la pequeña burguesía, estrato social poco desarrollado entonces.
Prominente lugar ocupaban también aquí el caudillo limeño Riva-Agüero en la
etapa inicial de su vida pública y los numerosos prosélitos que había llegado a
tener en la capital el «Niño Pepito»
6
.
Los temas principales planteados para ser tratados en el seno de la Sociedad fueron
las causas del retraso de la Independencia del Perú, la necesidad de mantener el orden
público para terminar la guerra y perpetuar la paz, y la forma de gobierno que conve-
nía al nuevo país, siendo este último el más importante y el que más pasiones desató.
Todo hace pensar que Monteagudo montó todo un tinglado para favorecer una opinión
favorable al sistema monárquico. Ello pudo apreciarse desde el mismo planteamiento
de la pregunta inicial (que sin duda había sido formulada por él) y que fue expresa-
da el 1º de marzo en el discurso que pronunció el doctor y presbítero José Ignacio
Moreno, natural de Guayaquil, en la sesión inaugural de los debates en la Sociedad
Patriótica: Así lo rerió el reporte que apareció días después en el periódico El Sol del
Perú, órgano de difusión de dicha entidad:
Mas contrayéndose luego al estado de la cuestión que debía especialmente ven-
tilarse sobre cuál es la forma de gobierno más adaptable al estado peruano
según su extensión, población, costumbres, y grado que ocupa en la escala de
la civilización, preparó su resolución advirtiendo que el gobierno toma distin-
ta forma según se difunde el poder político, comunicándose por los primitivos
pactos sociales a uno, a algunos, o a todos los miembros del estado. Bajo de
cuyo supuesto asentó primero esta proposición general: la difusión del poder
político está en razón directa de la ilustración y civilización del pueblo, y en
razón inversa de la grandeza del territorio que ocupa (Tauro, 1971a: 359).
Aplicados tales principios al Perú, Moreno concluía que al nuevo Estado peruano le
convenía la forma monárquica de gobierno, puesto que su extensión era enorme y
donde muy pocas personas tenían un buen nivel educativo. Se trataba de una línea
tomada del pensador francés barón de Montesquieu (1689-1755), autor del célebre li-
bro L´esprit des lois (El espíritu de las leyes), publicado en 1748. Por otro lado, decía
Moreno que, habiendo salido el Perú del «oscuro caos» en que acababa de estar «por
la mayor parte bajo la dominación española», podía considerarse como en «la infancia
de su ser político». En otras palabras, el nuevo país empezaba a «abrir sus ojos a la
luz» y esta no podía «comunicarse en un momento a toda las clases de ciudadanos».
No obstante, admitía que había «un depósito de luz en esta capital del Perú, y aun en
6 Como veremos, Riva-Agüero cambiará más tarde su postura hacia una posición monárquica, aunque
siempre sobre la base de la independencia.
El periodo peruano de la independencia
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las ciudades subalternas que forman el estado, pero que se halla en manos de un corto
número de hombres ilustrados». Añadía que el resto, que se componía de la «gran
masa de la población, tanto en la parte alta como en la baja del Perú», yacía «en las
tinieblas de la ignorancia». El poder, pues, debía ser puesto «en manos de uno solo»
(el monarca) quien, «ayudado de las luces de los sabios, y moderado bajo el imperio
de las leyes fundamentales que establezca el congreso nacional, lo gobierne y con-
duzca al alto punto de grandeza, prosperidad y gloria a que puede y debe aspirar». En
la primera parte de su discurso, Moreno también insistió en un tema que consideraba
crucial:
[…] la heterogeneidad de los elementos que forman la población del Perú com-
puesta de tantas y tan diversas castas, cuyas inclinaciones y miras han sido has-
ta ahora tan opuestas, como los diversos matices del color que las señala, para
deducir de este principio el inminente riesgo de la discordia si se establecía un
gobierno puramente popular (Tauro, 1971a: 360).
Se trataba, decía, de un peligro que en el Perú era «mayor que en los demás puntos de
la América» (Basadre, 1929: 23 y ss.; Guerra, 2016: 85; Contreras y Cueto, 2010: 60).
A juzgar por ciertas concordancias estilísticas con el texto que difundió Monteagudo
en los albores de la llegada de San Martín a Lima, y que tanto parece haber irritado a
liberales como Mariátegui (donde se decía, por ejemplo, que: «Todo pueblo civilizado
está en aptitud de ser libre; mas el grado de libertad que goce debe exactamente ser
proporcionado a su civilización»), lo más probable es que el discurso inicial de More-
no en la Sociedad Patriótica haya sido escrito, o por lo menos corregido, por Bernardo
Monteagudo. Hay también un cierto parecido entre la idea sobre la supuesta conve-
niencia de «conceder» la libertad «con sobriedad» que planteaba Monteagudo, en ju-
lio de 1821, y el concepto expresado por Moreno sobre la inconveniencia de «comuni-
car» la luz de la política «a todas las clases de ciudadanos». También podría sugerirse
un parecido entre la posibilidad de «anarquía» mencionada por Monteagudo, en caso
no se optase por una «monarquía constitucional», y el «riesgo de discordia» citado por
Moreno. ¿Actuó Moreno por convencimiento, o amedrentado por Monteagudo?
7
Pasó
luego al examen de los usos, costumbres y opiniones de los pueblos del Perú:
[… donde] jamás se ha conocido otro gobierno que el monárquico: el pueblo
se ha habituado por la serie de tantos siglos a la obediencia de los reyes y a
la marcha y giro de los negocios, peculiar de la administración monárquica;
está habitado a las preocupaciones del rango, a las distinciones del honor, a
la desigualdad de fortunas, cosas todas incompatibles con la rigorosa [sic] de-
mocracia. Esta habituación es común a todas las clases del Estado; mas en los
indígenas es más radicada, como sube a la más remota antigüedad de un impe-
rio que les es siempre querido. No hay uno entre ellos todavía que no refresque
7 En un artículo que publicó en el periódico limeño El Vindicador en enero de 1823, un año después de
su célebre discurso inaugural de corte monárquico en la Sociedad Patriótica, Moreno defendió a San
Martín pero se declaró enemigo de Monteagudo. Manifestó, entonces, que este último había actuado por
cuenta propia contra el sistema representativo anhelado por los pueblos (Basadre, 1978: 216). Aunque
presenta a un San Martín respetuoso de la voluntad popular, estos comentarios pueden sugerir, por otro
lado, que Moreno pudo haber actuado bajo coerción cuando presentó la posición monárquica en la
Sociedad Patriótica.
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
64
continuamente la memoria del gobierno paternal de sus Incas, de esos hombres
extraordinarios que hasta en las conquistas de las provincias de que se formó
el Tahuantinsuyu, no se proponían sino la mira benéca de hacer felices a los
habitantes, sacándolos de la clase de bestias, para elevarlos a la dignidad de
hombres. Pretender, pues, planticar entre ellos la forma democrática, seria
sacar las cosas de sus quicios […] (Tauro, 1971a: 360).
En su alusión a la benignidad mítica de los Incas (que fue un tópico de la literatura
independentista), Moreno parece abrevar aquí de los Comentarios Reales del Inca
Garcilaso de la Vega, texto que fue considerado subversivo por la administración vi-
rreinal luego del levantamiento de Túpac Amaru y, por lo tanto, y de manera inversa,
digno de ser referido aunque sea de manera indirecta en tiempos de la Patria.
Con relación al tamaño de los estados, Moreno remató su argumentación con un cri-
terio histórico, sosteniendo que la democracia había surgido en países pequeños, por
ejemplo, en la antigua Roma, que había superado esta forma en cuanto sus conquistas
militares agrandaron su territorio en proporciones antes impensadas (Basadre, 1929:
23 y ss). De hecho,
[…] solo el poder de un monarca, que es tan fuerte y activo por la reunión de
todas las voluntades y brazos del Estado en sola su persona, puede alcanzar a
obrar en grandes distancias, mientras que el poder de la democracia, hacién-
dose tanto más lento cuanto más se comunica, no puede dar impulso sino dentro
de muy cortos límites (Tauro, 1971a: 361).
Moreno alertó en su discurso sobre la «voluntad representativa» porque en la verda-
dera democracia el sufragio es siempre personal y no delegado, como lo había sido
«en Atenas y en Roma». Concluyó su disertación, según el estilo de la época, de una
manera efectista, aludiendo a la Ilíada: « […] y el amor sincero y ardiente de la Patria
levanta su voz para decir con Ulises al tiempo de reunir este a los griegos delante de
las murallas de Troya: no es bueno que muchos manden, uno solo impere, haya un
solo rey» (Tauro, 1971a: 362).
Llama la atención que los argumentos monárquicos expresados por Moreno
hayan sido sociológicos, pues destacaban las costumbres, hábitos, datos demo-
gráficos y territoriales. En pocas palabras, enfatizaban los hechos (Contreras
y Cueto, 2010: 62).
La primera respuesta a las ideas de Moreno fue realizada por Manuel Pérez de Tudela
en la sesión del 8 de marzo de 1822
8
. Fue un ataque claro a las ideas monárquicas,
aunque en un comienzo bastante cauto, pues sin duda se sentía la presión de Montea-
gudo. Pérez de Tudela partió de la idea del «contrato social» del lósofo, escritor y
teórico político francés Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), quien precisaba dónde
radica la libertad. Sugirió, asimismo, que había un problema con la monarquía:
[…] el monarca aspira siempre a extender su autoridad y limitar la de los cuer-
pos; y estos a extender la suya y coactar la del monarca. La balanza se inclina
alternativamente de uno y otro lado, sin quedar a los pueblos otro consuelo que
8 El discurso de Pérez de Tudela fue publicado en El Sol del Perú el jueves 4 de abril de 1822.
El periodo peruano de la independencia
65
el sostén de las leyes fundamentales, cuya alteración llevaría tras sí a la ruina
del Estado (Tauro, 1971a: 364).
Pese a la cautela del fraseo, la crítica al sistema monárquico era bastante clara. Se
sugería que no era estable y que no podría jamás lograrse un equilibrio entre el mo-
narca y los «cuerpos» (Contreras y Cueto, 2010: 61). Otras ideas cruciales de este
discurso fueron el rechazo a la idea de Moreno de que «no había luces en el Perú», la
armación de que el sentimiento de libertad era universal en todos los seres humanos,
y la importancia de ciertas personalidades claves para orientar al pueblo, como había
ocurrido en el caso de la independencia de los Estados Unidos
Un pueblo no es libre porque quiere serlo, sino porque puede serlo. Cierta can-
tidad de hombres examinan todas las relaciones de su situación, las estudian
y gradúa[n] según el tiempo y circunstancias que sabe aprovechar, y hace un
pueblo libre continuamente sin él y a las veces a su pesar. Fue así libertada
la América del Norte. No giró su emancipación sobre la voluntad del pueblo,
sino sobre las meditaciones de Franklin, Washington. Adam[s]… (Tauro, 1971a:
366).
No obstante, Monteagudo ordenó retirar la edición de la circulación y sustituirla por
otra con texto diverso (Guerra, 2016: 87)
9
. No fue el único exabrupto protagonizado
por el arbitrario ministro. Monteagudo había impedido ese mismo día 8 de marzo la
lectura de una carta de El Solitario de Sayán, seudónimo de José Faustino Sánchez
Carrión, quien no había sido incluido como miembro de la Sociedad Patriótica pero
que defendía con gran elocuencia el sistema republicano (Basadre, 1929: 25; Guerra,
2016: 85).
En ulteriores presentaciones, Pérez de Tudela manifestó que al Perú le convenía un
gobierno popular y representativo, con un ejecutivo por tiempo determinado, propio
de ideas avanzadas, lo que motivó un enorme entusiasmo y júbilo en las galerías,
ante el desconcierto de los miembros del bando monárquico. Además, señaló que esta
forma de gobierno debía ser semejante en todas las naciones de América para que la
confederación entre ellas fuese posible en caso de un nuevo ataque de parte de Espa-
ña o, en general, a n de formar en el momento oportuno un cuerpo común (Guerra,
2016: 83-90; Basadre, 1929: 25)
El tribuno que continuó la línea marcada por Pérez de Tudela fue Mariano José de
Arce. En tono irónico, armó que había percibido que el discurso de Moreno había
sido digno del siglo de Luis XIV y, en particular, del obispo francés Jacques-Bénigne
Bossuet (1627-1704), gran defensor del sistema monárquico y una de las bestias ne-
gras de la tradición liberal ulterior. Arce llegó a decir que «los argumentos de More-
no» eran «idénticos a los que muchas veces oyó para sostener el cetro de Fernando»,
lo que motivó risas y mofas a Moreno en la barra, por haber aludido a un impensable
retorno al pasado virreinal reciente. Abundando en el argumento, Arce se extrañaba
que se quisiera delegar el poder en un solo hombre cuando la ciencia política de su
época proclamaba la división de los poderes, y el gobierno de la nación solo podían
9 Meses después, el discurso fue publicado en el periódico La Abeja Republicana, en sus números 8 (29
de agosto, pp. 85-90), 9 (1º de septiembre, pp. 93-99) y 10 (5 de septiembre, pp. 101-108).
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
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ejercerlo los representantes de la nación reunidos en un Congreso Constituyente. En
general, los republicanos señalaban que el poder debía estar en el Congreso, lo que de-
jaba al ejecutivo en situación subordinada. Por último, Arce armaba que la invención
del sistema representativo refutaba la idea de que el sistema republicano correspondía
a estados con territorios pequeños, y el monárquico a los que tenían gran extensión, y
que era adaptable a ambos tipos de países. Aludía de manera elíptica a las bondades
del modelo de los Estados Unidos (Basadre, 1929: 26 y ss.; Guerra, 2016: 86, 88;
Contreras y Cueto, 2010: 62).
A diferencia de los argumentos monárquicos, se puede apreciar que los de corte repu-
blicano fueron losócos y enfatizaban las ideas «de libertad e igualdad intrínsecas al
ser humano» (Contreras y Cueto, 2010: 62), cuyas raíces se encontraban sin duda en el
pensamiento de la Ilustración y de las revoluciones francesa y norteamericana. Jorge
Basadre (1929: I, 27) habla del «teoricismo político conado e infalible» exhibido, no
sin poca presunción, por Arce.
En otro pasaje de los debates, los monárquicos, en la persona de Mariano Aguirre (29
de mayo), contraatacaron señalando que el modelo de los Estados Unidos no podía
aplicarse aquí, puesto que el régimen político de dicho país se había formado a partir
de colonos libres que formaron municipios políticamente autónomos. No era el caso
del Perú, donde no existía ninguna experiencia de este tipo (Bulnes, 1888: 389). Por
otro lado, sostuvieron que si bien admitían que la monarquía se había vuelto detesta-
ble por el abuso del poder de los reyes, lo que había que hacer era moderarlo mediante
un parlamento donde la nobleza, el clero y el «estado llano» tuvieran representantes.
Los monárquicos recogían aquí la idea del «poder moderador», tomada del novelista
y escritor político franco-suizo Benjamin Constant (1767- 1830) (Contreras y Cueto,
2010: 62).
En cuanto al pensamiento republicano, y aunque no formó parte de la Sociedad, José
Faustino Sánchez Carrión tuvo una enorme presencia a través de la difusión de sus
ideas, que circularon en forma clandestina dentro del grupo republicano. El Solitario
de Sayán dio un crucial argumento adicional: que no se trataba de perpetuar rasgos
culturales arcaicos, asociados a tradiciones monárquicas. De lo que se trataba era de
transformarlos en una línea ilustrada. Por el carácter blando y dócil de los peruanos,
«un trono en el Perú sería más despótico que en Asia» (Contreras y Cueto, 2010: 63).
Veamos a continuación un cuadro que resume los argumentos monárquicos y los re-
publicanos:
Cuadro esquemático de los argumentos a favor de la monarquía o de la república
en las sesiones de la sociedad patriótica
A favor de un sistema monárquico y contra uno republicano:
Ampararse en los hábitos daría estabilidad.
Una monarquía podía «moderarse».
La extensión del Perú impedía aplicar un sistema republicano
En el Perú había un bajo nivel de educación y gran heterogeneidad social y racial.
Nunca se había conocido en el Perú otro gobierno que el monárquico.
El periodo peruano de la independencia
67
No había experiencia peruana en lo que se reere al funcionamiento de municipios políticamen-
te autónomos, como había ocurrido en Norteamérica.
Las soluciones representativas eran insucientes.
A favor de un sistema republicano y contra uno monárquico:
Las monarquías tendían a acrecentar su autoridad y no daban estabilidad.
El sistema representativo era adaptable desde el estado más pequeño hasta el más grande.
El espíritu de libertad lo tienen todos, pese a la heterogeneidad social y racial.
Solo eran necesarios algunos hombres de luces.
El régimen republicano de los Estados Unidos podía ser tomado como modelo por haber sido
muy exitoso.
Los argumentos monárquicos eran arcaicos.
Convenía una forma de gobierno popular y representativo, con un ejecutivo por tiempo deter-
minado.
El poder soberano debería radicar en el Congreso y el ejecutivo quedaría en posición subordi-
nada, dentro de un marco de separación de poderes.
El establecimiento de una monarquía en el Perú no iba a ser bien visto por los estados vecinos
del Perú, que habían adoptado un sistema republicano.
[Como ya se dijo en el texto, fuera de las sesiones de la Sociedad Patriótica, José Faustino Sán-
chez Carrión, añadía que, dadas las condiciones del nuevo país, y la herencia de subordinación
y autoritarismo, una monarquía sería muy despótica en el Perú. Además, de lo que se trataba
era de no apoyarse en los hábitos, sino de generar una chispa de cambio en la mentalidad de la
gente]
Es evidente que entre los republicanos pesaron siempre dos argumentos vinculados
a la vida internacional. En primer lugar, no era conveniente que el Perú fuese una
monarquía, porque todos los países vecinos ya estaban enrumbados hacia la senda
republicana. En segundo lugar, se destacaba la solidez del sistema político estadou-
nidense, su crecimiento (pese a las casi inabarcables dimensiones del espacio que
los estadounidenses de entonces tenían frente a ellos en su propio territorio), y, en
particular, el legado democrático y republicano de George Washington, considerado
puro y ejemplar. A diferencia del Brasil, donde desde octubre de ese año, 1822, se iba
a establecer un régimen imperial, las ideas republicanas de origen estadounidense,
así como las originadas en la Revolución Francesa, habían calado por ese tiempo en
los países de Hispanoamérica (Guerra, 2016: 77). En ese sentido, debe mencionarse
un artículo suscrito el 1º de marzo de 1822 por el Solitario de Sayán destinado, en un
inicio, para el Correo Mercantil Político y Literario pero que terminó censurado por el
régimen tiránico de Bernardo Monteagudo. Con gran probabilidad, se trató del mismo
cuya lectura en la Sociedad Patriótica fue también impedida por el ministro, según se
ha referido antes. Comenta aquí El Solitario que, ante este embate dictatorial, tanto
él como el editor del Correo «tuvimos que encomendarnos al ángel de la guarda y a
san Juan Nepomuceno». Todas estas ideas aparecen claras en el siguiente pasaje del
artículo, donde son citadas palabras textuales de Washington:
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
68
Pero, amigo mío, gurémonos por un instante el régimen monárquico [para
el Perú] ¿Podrá agradar esta conducta a los demás estados independientes?
Colombia se ha constituido en república. Chile y Buenos Aires están al con-
solidarse bajo igual sistema. […] ¿Se dirá, pregunta el célebre Washington al
dimitir segunda vez el supremo mando de los Estados-Unidos, ¿se dirá que un
«gobierno compuesto de tantas y tan diversas partes, y que abraza un espacio
casi inmenso, difícilmente puede subsistir? A la experiencia toca solucionar
este problema; y sería un crimen autorizarse con puras teorías para repeler un
ensayo. Debemos creer que un gobierno central sostenido por la concurrencia
de gobiernos locales, y sabiamente combinado con ellos puede ser adecuado
para nosotros, hagamos francamente la prueba.» Los votos de este padre de
su patria [continúa El Solitario] se han cumplido, y con sola la consideración
de que en 1790 la población de aquellos países [sic] llegaba escasamente a
3.000.000, y que según el mismo censo pasa de 9 millones y medio, son mani-
estas las ventajas de su gobierno. Los ingleses del Norte América [sic] fue-
ron colonos como nosotros, aspiraron a su Independencia, y la consiguieron;
asentaron felizmente las bases de su constitución, y son libres. En cuanto a lo
primero, hemos conseguido la victoria; nos resta jar establemente lo segundo
con la ley fundamental (Tauro, 1971b: 58, 59-60)
10
.
Cabe observar que, por lo menos en este texto, El Solitario de Sayán no incluye a los
indios y negros como aspirantes a un gobierno republicano, sino solo a los «colonos»
de origen europeo como él, equivalentes hispanoamericanos de los colonos de origen
inglés que llegaron a lo que serían después los Estados Unidos.
Podríamos añadir un tercer elemento del entorno internacional. No fueron solo consi-
deraciones doctrinarias y teóricas las que nutrieron la fobia de los republicanos por la
monarquía. Aunque esta circunstancia no aparece explicitada en la documentación de
la época, inuyó mucho en los republicanos una experiencia traumática: el recuerdo
del retorno de la monarquía absoluta en 1814, que interrumpió de manera brutal los
avances de la modernización política en España y en ultramar que habían sido con-
seguidos durante la lucha contra Napoleón. Ello explica también la desconanza que
muchos patriotas tuvieron frente al llamado Trienio Liberal, que tuvo lugar entre 1820
y 1823, cuando los constitucionales españoles, encabezados por Rafael del Riego,
impusieron a la fuerza la Constitución de Cádiz al absolutista Fernando VII. Pensaban
(como de hecho ocurrió) que una reacción absolutista no estaba descartada y que, por
ello, era mucho más seguro conseguir las libertades a través de la independencia del
Perú.
Cuando Mariano José de Arce señaló, en una de sus intervenciones, que los argumen-
tos favorables a la monarquía de Moreno eran «idénticos a los que muchas veces oyó
para sostener el cetro de Fernando», se estaba sin duda reriendo a su propia biografía
personal: en 1815 tuvo que huir de su natal Arequipa, sumida en un estado policial
luego del retorno de Fernando VII, por haber sido partidario de desconocer al monarca
y de adoptar la Constitución de Cádiz (Tauro, 2001: 203). En Arce había, pues, un
componente de rencor y amargura personal. En las sesiones de la Sociedad, el propio
10 Originalmente, en: La Abeja Republicana de 15 de agosto de 1822.
El periodo peruano de la independencia
69
monárquico Aguirre había hablado del abuso del poder que habían hecho los reyes, en
más que probable alusión a los desmanes de Fernando VII.
Con el propósito de esclarecer este punto, podemos introducir un argumento contra
fáctico: si, en vez de un monarca autoritario y obtuso como lo fue Fernando VII,
hubiera existido en 1814 un rey con una amplia visión liberal que hubiese gobernado
con tolerancia y ofrecido la autonomía (o incluso la independencia dentro de un régi-
men real) a los habitantes de América, otra muy distinta hubiera sido la imagen de la
monarquía en Lima o en las otras capitales del continente en los años que siguieron
a 1814 y que terminaron siguiendo un rumbo rebelde como clara reacción. En base a
esta experiencia, que sin duda marcó a fuego a los que más tarde serían los republi-
canos peruanos, había la convicción, no siempre apegada a la realidad, de que la mo-
narquía era siempre, por naturaleza, cruel y autoritaria y que la experiencia había (de
manera supuesta) mostrado a partir de 1814 que todo intento por darle un cariz más
moderno, como fue el caso del establecimiento de la Constitución de Cádiz en 1812,
era inútil y engañoso. Debe destacarse que, entre el traumático año 1814 (que marcó
el retorno al absolutismo y al estado policial) y las sesiones de la Sociedad Patriótica,
mediaron tan solo ocho años. Como se ha dicho, esta convicción de los republicanos
peruanos de 1822 no fue atenuada ni siquiera por la existencia, en esos días, de un
régimen liberal en España que había puesto límites al poder absoluto de Fernando VII.
Sin duda se trató de un sesgo, porque —como lo creía Monteagudo con indiscutible
lucidez— la monarquía constitucional había probado ser un sistema político que había
funcionado en otras partes del mundo, en especial, en el caso del Imperio Británico.
Aunque, como se ha visto, los republicanos esgrimieron varios argumentos pode-
rosos como compartir la convicción «políticamente correcta» de que la Monarquía
era de por sí detestable. Llama la atención el extremo clima de ideologización liberal
que imperaba en el seno del bando republicano. Siguiendo consideraciones teóricas e
ideológicas tomadas de pensadores y de situaciones ajenas al Perú, eran partidarios,
con un aplomo suicida, de rebajar el poder del Ejecutivo frente al Legislativo donde,
según ellos, debía residir la fuente última del poder. Se trataba de una posición absur-
da en un joven país que requería de un liderazgo individual, con una población que
había estado acostumbrada durante siglos a la concentración de las decisiones al más
alto nivel. Este desapego con la realidad y esta alergia a todo lo que signicaba con-
centración del poder (que tenían la tendencia de considerar siempre como «tiranía»),
iba a tener graves consecuencias en el futuro. Sin duda, este fue el punto débil de la
propuesta republicana.
El desenlace de las sesiones de la Sociedad desagradó mucho a Monteagudo. Quizá
conó demasiado en la ecacia de su dialéctica y en el poder de su posición ocial. De
hecho, las polémicas de la Sociedad se hicieron conocidas: provocaron discusiones y
disensiones profundas que dividieron al cabo a los mismos miembros de la Sociedad,
y provocaron, en denitiva, una verdadera agitación social una vez que las delibera-
ciones trascendieron al público. A lo que añade el eminente Raúl Porras Barrenechea
(1950: 32): «Al desmayado y caduco anhelo de la nobleza, se sobrepuso el vigoroso
impulso de los profesores y profesionales a los que la Universidad había imbuido
secretamente las enseñanzas de su siglo».
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
70
Visto el giro a favor de la República, y el desborde de la polémica hacia la opinión
pública, la Sociedad comenzó a languidecer desde el 8 de mayo de 1822 (Guerra,
2016: 88). Tuvo su última sesión el 12 de julio (Bulnes, 1888: 386). El rechazo a
Monteagudo dio origen a la formación de una logia republicana en la que sobresalían
personajes, muchos de los cuales ya hemos citado, tales como como Sánchez Carrión,
Luna Pizarro, Mariátegui, Ferreyros, Pérez de Tudela, Pedro José Méndez Lachica,
Arce y Rodríguez de Mendoza. Como veremos, esta logia tuvo activa participación en
la caída de Monteagudo (Guerra, 2016: 90).
La convocatoria al Congreso Constituyente
Antes de llevarse a cabo las sesiones de la Sociedad Patriótica, San Martín había
convocado el 27 de diciembre de 1821 un Congreso Constituyente, destinado en un
inicio para instalarse el 1º de mayo del año siguiente. ¿Cuál era la imagen física del
Perú que brotaba de los textos de la convocatoria? Según el reglamento emitido el
26 de abril de 1822, en tiempos de Torre Tagle y de Monteagudo, la elección de los
diputados debía hacerse de acuerdo con la población que guraba en el censo de 1795
(Basadre, 2005: 37). Las antiguas intendencias eran llamadas ahora «departamentos».
Eran los de Lima, la Costa (formada por Santa y Chancay), Huailas, Tarma, Trujillo,
Cuzco, Arequipa (que iba entonces hasta Tarapacá), Huamanga, Huancavelica, Puno,
Maynas y Quijos
11
. El reglamento habla de un total de 79 «propietarios» y de 38 «su-
plentes», aunque estos números se modicaron después, al instalarse el Congreso, en
70 y 21, respectivamente (Pons Muzzo y Tauro, 1973, 1: 9, 95). Los departamentos
con mayor número de representantes fueron, en este orden: Trujillo, Cuzco, Arequipa,
Lima y Huaylas.
El 27 de abril de 1822, la comisión encargada de elaborar el reglamento de elecciones
del Congreso prorrogó su instalación para el 28 de julio de ese año. Por diversas razo-
nes, el Congreso se instaló recién, como veremos, en septiembre.
El detonante del triunfo republicano: la política represiva de
Monteagudo frente a los aristócratas y comerciantes españoles de Lima
San Martín nunca había dejado de ser consciente del sombrío cuadro general de
la situación en el Perú y, muy en particular, de las dicultades que había para
acabar la guerra contra los realistas, apertrechados de manera casi inexpugnable
en la sierra. Desde nes de 1821, el virrey La Serna había pasado a residir en
el Cuzco, convertida en nueva capital realista, y sus fuerzas tenían también una
mano rme sobre el Alto Perú (Mitre, 2011: 677; Anna, 2003: 277-278). En vista
del entrampamiento estratégico, en julio de 1822, San Martín tomó la decisión de
11 Joaquín Mosquera, entonces ministro plenipotenciario de Colombia en Lima, protestó contra la convo-
catoria para elegir diputados en Maynas y Quijos argumentando que en la Guía de Forasteros de Lima
de 1797 no aparecían formando parte del Perú y que, más bien, eran territorios de Colombia, acordes
con la Constitución de ese estado. Mosquera sabía de la existencia de la Real Cédula de 1802 que había
restituido Maynas y Quijos al Virreinato del Perú, pero ocultaba de manera astuta esta información
(Denegri Luna, 1996: 63).
El periodo peruano de la independencia
71
viajar a Guayaquil a entrevistarse con Simón Bolívar, el caudillo que por entonces
había conducido con éxito la liberación del norte. Por otro lado, desde la primera
mitad de 1822 tuvieron lugar episodios dramáticos que afectaron a la numerosa
población peninsular residente en Lima.
Desde octubre de 1821, San Martín había autorizado a Monteagudo a dar pasos con-
cretos para adoptar una política dura contra los españoles residentes en la capital. Ese
mes, fue creado un tribunal especial para juzgar a los españoles partidarios del bando
realista, fuesen estos emigrados o fugitivos. Monteagudo era un convencido de que la
revolución de la independencia solo tendría éxito si los españoles eran erradicados. Lo
extraño es que, en su caso, esta suerte de jacobinismo contra los españoles coexistía
con una concepción monárquica semejante a la de San Martín. La actitud de odio ex-
tremo a los españoles (que Bolívar también había puesto en práctica en el norte en las
fases iniciales de la guerra) correspondía a contextos y regiones diferentes del Perú,
y terminó chocando, como tantas otras actitudes foráneas, con la mentalidad local.
Con esta actitud, Monteagudo se ganó el odio tanto de los republicanos como el de
los nobles y los comerciantes españoles (Basadre, 1978: 195). Esta paradoja puede
tener una explicación. Con relación a estos últimos, anidaba todavía en personajes
como Monteagudo el pavor que había dominado a los rioplatenses revolucionarios en
tiempos no muy lejanos, luego de las aplastantes derrotas de Huaqui (1811), Vilcapu-
gio y Ayohuma (1813) y Sipe-Sipe (1815) a manos de ejércitos donde casi no hubo
soldados nacidos en la península sino más bien oriundos del Perú (Pereyra, 2014:
60-64; Rabinovich, 2017). De hecho, Monteagudo fue de los rioplatenses que corrie-
ron despavoridos en Huaqui (experiencia traumática que no se puede olvidar) ante la
enérgica acometida de los soldados cuzqueños, arequipeños y puneños realistas del
criollo José Manuel de Goyeneche. Dichas fuerzas habían sido nanciadas por medio
de préstamos y contribuciones de los comerciantes españoles avecinados en la capital
del Virreinato, lo cual no se olvidaba en los lares rioplatenses. Hacia 1821 y 1822, el
recelo y el rencor con relación a esos episodios traumáticos eran todavía muy claros
entre muchos de los integrantes del ejército que había llegado con San Martín. Por
ejemplo, se sabe que en Lima Monteagudo no dudó en vejar de manera personal al
hermano de Goyeneche, el mencionado vencedor de Huaqui, sosteniendo que debía
«expiar» los pecados de su familia (Anna, 2003: 272).
El paroxismo de esta política llegó el 7 de abril de 1822, luego de la derrota de las
fuerzas patriotas en Ica, la cual desencadenó semanas después una represión en Lima:
cerca de seiscientos españoles fueron aprisionados en sus domicilios la noche del 2
de mayo y embarcados en el Callao con rumbo a Chile, de una manera brutal. Las
escenas de este drama conmovieron no solo a los sectores acomodados, sino también
al pueblo limeño. El impacto práctico de esta política fue que, en poco tiempo, los
diez mil españoles residentes en Lima antes de la proclamación de la independencia
se redujeron a seiscientos, cosa que el propio Monteagudo destacó alguna vez con
orgullo sádico (Mathison, 1971: 307-311; Anna, 2003: 243, 257, 270-274; Bulnes,
1888: 440). Muchos expulsados llegaron a España, pero un importante número de
ellos permaneció en Río de Janeiro a la espera de un cambio en la situación política
del Perú. El efecto de este drama humano no fue solo psicológico sino que vino apare-
jado, en gran parte, con la ruina económica del Perú, que se vio privado en pocos me-
ses de gran parte de su elite y de sus cuadros administrativos. El valor de la propiedad
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
72
conscada a los españoles y criollos realistas en la costa central ascendió a unos dos
millones de pesos, suma muy importante para la época. Ello contribuyó a aumentar
el malestar del pueblo, que veía a Monteagudo husmeando en las notarías, saqueando
con sus secuaces la riqueza privada e, incluso, robando los tesoros de las iglesias.
Probablemente fueron criterios de seguridad para Chile y el Río de la Plata los que
fueron considerados de manera prioritaria por Monteagudo para expulsar a los espa-
ñoles. Ellos explican la razón por la cual, como se dijo antes, aquel terminó cargando
con el odio de todos, desde republicanos y nobles, hasta españoles, lo que ha sido con-
siderado hasta ahora como una paradoja
12
. Los propios testigos peruanos de la época
tuvieron alguna consciencia de esta situación cuando decían que las medidas anti
españolas de Monteagudo no habían sido tomadas contra los enemigos de la libertad,
sino contra los intereses de la nación. A juzgar de estos mismos testigos, ello quedaba
claro, por ejemplo, cuando grandes sumas de dinero eran tomadas a los españoles aun
en los casos en que estos tenían mujer e hijos americanos.
Este ambiente de malestar, además de la represión y del espionaje generalizado, fue la
oportunidad que les llegó a los republicanos como maná del cielo para deshacerse de
Monteagudo. Y aquí entra en escena por primera vez en nuestro relato un personaje
muy pintoresco: Mariano Tramarría, liberal limeño (dedicado al expendio de tabaco
y de papeles impresos en su local situado a poca distancia de la Plaza de Armas) que
había sido viejo amigo de profesores y estudiantes del convictorio de San Carlos y, en
tiempos de la crisis de la monarquía española, lo fue de los movimientos delistas y
de las Cortes de Cádiz. Fue uno de los muchos peruanos que sufrieron en forma calla-
da la reacción absolutista y, en 1821, uno de los primeros rmantes de la declaración
de Independencia, aprobada con gran entusiasmo en el cabildo abierto del 15 de julio.
Aunque Tramarría fue asociado a la Orden del Sol, manifestó abierta oposición a los
proyectos monárquicos de Monteagudo. Como reacción defensiva ante una posible
proscripción suya, en medio de la represión de ese tiempo, «preparó un memorial con-
tra el poderoso gobernante, rápidamente logró que lo suscribieran numerosos patrio-
tas [y que lo] aprobara la Municipalidad» (Tauro, 2001: 2591). Ese fue el detonante
de la rebelión popular. Personaje violento y turbulento, el entonces republicano Tra-
marría, operador en el terreno de su indiscutido líder José de la Riva-Agüero, atizó al
pueblo para que reclamara la caída de Monteagudo. Todo el bando republicano estuvo
detrás de esta operación. Una multitud enfurecida avanzó hacia el Palacio y el Cabildo
de Lima, el 25 de julio de 1822, reclamando la caída del ministro Monteagudo quien
terminó, en efecto, despojado de todos sus cargos por el marqués de Torre Tagle. Ri-
va-Agüero fue uno de los atizadores del motín y a su pluma se debió el folleto Lima
justicada, publicado ese mismo año, en donde explicó con su habitual elocuencia lo
que había ocurrido (Riva-Agüero, 1858, 2: 19; Riva-Agüero, 1971: 167).
12 Dice John Lynch (1986:187), sobre la actitud de San Martín: «Su severidad hacia los españoles era
necesaria por intereses de seguridad, en un tiempo en que el ejército realista no había sido todavía
vencido» (traducción del autor). Por su parte, el historiador Alfonso Quiroz (2008: 86) comenta que
sin haber conseguido el régimen de San Martín asegurar la independencia del nuevo país, su principal
operador Bernardo Monteagudo «contribuyó al objetivo principal de erradicar la amenaza española»,
«a cualquier costo, incluyendo la ruina económica del Perú», en benecio de «La Plata y Chile indepen-
dientes» (traducción del autor).
El periodo peruano de la independencia
73
Una de las consecuencias de la caída de Monteagudo, libre la sociedad del sistema
policial implantado por el detestado rioplatense, fue el orecimiento de la prensa. Es-
timulado por su rol en el levantamiento, Tramarría editó el célebre periódico La Abeja
Republicana, el cual fue animado —según Jorge Basadre— también por Santiago
Negrón. Dicho medio había nacido ocho días después del motín contra Monteagudo
y poco más de un mes antes de la instalación del Congreso Constituyente (Basadre,
1978: 197 y ss., 201 y ss.) La prensa, sobre todo la de corte republicano, tuvo una
activa participación en la escena política durante las semanas que siguieron. En cierta
medida, preparó el ambiente para un acontecimiento que se aguardaba hacía meses: el
inicio de las funciones del Congreso Constituyente.
Inauguración del Congreso Constituyente y partida de San Martín
Sin haber conseguido apoyo de Bolívar para la continuación de su campaña, San
Martín se topó a su retorno de Guayaquil con la noticia de la destitución de Mon-
teagudo por Torre Tagle, con innumerables problemas militares y administrativos,
y con una opinión pública peruana ya volcada del todo en su contra. El 20 de
septiembre de 1822, San Martín renunció al cargo de Protector, y entregó el poder
al primer Congreso peruano que, como hemos visto, ya había convocado antes.
Mandó publicar un elocuente documento de despedida que decía entre otras cosas,
con aire profético: «Peruanos, os dejo establecida la Representación Nacional. Si
depositáis en ella una entera conanza, cantad el triunfo; si no, la anarquía os va
a devorar». Al día siguiente, San Martín abandonó el Perú con rumbo a Chile (De
la Puente, 2013: 183).
Como una de sus primeras medidas, el Congreso peruano dio pasos para inaugurar un
sistema republicano. Retiró su apoyo ocial a la misión García del Río en Europa en
lo referido a la búsqueda de un monarca para el Perú, y mantuvo una de las tareas pre-
vistas, consistente en negociar un empréstito en Europa por un monto de 1.2 millones
de libras esterlinas al 6 % de interés anual que fue, en efecto, acordado en octubre de
1822. Se trató de la primera operación de deuda del Perú, la cual fue concertada en el
próspero mercado de valores de Londres (Quiroz, 2008: 92).
Durante los primeros meses de funcionamiento del Congreso Constituyente, y en pa-
labras de Jorge Basadre (1978: 197), fue fundamental la «elevación doctrinaria» del
periódico El Tribuno de la República Peruana, que se editó entre el 28 de noviembre
y el 26 de diciembre de 1822. Los acalorados debates en la Sociedad Patriótica habían
preparado el ambiente para la adopción de un sistema republicano por parte del Con-
greso. Debe destacarse que ello no ocurrió «por móviles de clase o casta» (Basadre,
1978: 196), sino por decisión de una elite culta de «nobles y burgueses» (Guerra,
2016: 79). No obstante, era un Congreso sin una total desconexión con el pasado
pues, a nivel de profesiones, predominaban los eclesiásticos y los abogados, evidente
rezago del régimen virreinal (Pons Muzzo y Tauro, 1973, 1: 95).
El 19 de diciembre de 1822 fue publicado el Maniesto de José Antonio Andueza,
Gregorio Luna y José Faustino Sánchez Carrión, a propósito de la adopción y
juramento de las Bases para una constitución republicana (Basadre, 1978: 195).
Dice Gonzalo Bulnes que, de todos los actos del Congreso en esos días, destacó
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
74
el dictado de una serie de decisiones que, sin ser todavía una Constitución, debían
servirle de base:
Este notable documento es un resumen de las ideas políticas en boga […] y está,
en general, empapado de un espíritu avanzado y tan liberal como lo permitía
el tiempo en que se dictó. La Constitución declara que el gobierno del Estado
es el popular representativo; que la soberanía reside en el pueblo, que delega
esa representación en un Congreso compuesto de dos Cámaras, una de Dipu-
tados y otra de Senadores, elegidos estos de a dos años por cada provincia. El
Poder Ejecutivo es responsable de sus actos sin diferencia de categoría, lo que
maniesta, en este caso como en el anterior, la inuencia de la Constitución
norteamericana en los legisladores peruanos. Empapado el Congreso en la
doctrina jurídica que puso a la moda Montesquieu […], creyó que la garantía
de la libertad se halla en el contrapeso de tres poderes, el ejecutivo, el legisla-
tivo y el judicial. Hizo al ejecutivo responsable, al legislativo irresponsable e
inviolable, y al judicial vitalicio. Tuvo la sabia precaución de establecer que el
poder ejecutivo no podría durar por la vida y menos ser hereditario.
Concedió al Congreso las facultades que le son propias en todos los países
que se gobiernan por el régimen representativo, como era: decretar las con-
tribuciones, determinar el modo de repartirlas y señalar cada año el monto de
la fuerza pública. Mandó que la justicia criminal se administrase por jurados,
que se pronunciarían sobre el delito, dejando a los jueces la jación de la pena.
Reconoció que la sociedad debe [asegurar] la instrucción en sus varios grados
a todos sus miembros y que está obligada a proteger a los desgraciados.
Los derechos que reconocía a los ciudadanos peruanos eran la libertad de im-
prenta, la inviolabilidad de la propiedad y de la correspondencia; la igualdad
ante la ley, sea para los derechos civiles o para el reparto de las contribuciones;
la abolición de la conscación de bienes, de las penas de maniesta crueldad,
de los privilegios hereditarios, y la supresión del comercio de negros.
Aunque la única manera racional de apreciar una Constitución es poniéndola
en relación con el estado social del pueblo a que se aplica, sin embargo, juzga-
da teóricamente, deja una favorable impresión y se la puede estimar como un
adelanto político considerable en un país que acababa de sacudirse del despo-
tismo colonial (Bulnes, 1897: 32 y ss.).
Labor gubernativa del Congreso hasta febrero de 1823
Como una de sus medidas más importantes, el régimen peruano ordenó la realización
de una Campaña a Puertos Intermedios», tarea que fue encomendada al general Ru-
decindo Alvarado, oriundo de Salta y hermano de uno de los miembros de la Junta
Gubernativa. El plan había sido diseñado por San Martín antes de su abrupta partida,
quien ya desde entonces había pensado en Alvarado para esta operación. Se trataba de
un intento por penetrar las defensas realistas acantonadas en la costa y en la sierra a la
altura de los puertos intermedios del sur (en particular entre Ilo, Arica e Iquique) y de
modicar esa suerte de empate estratégico que existía con las fuerzas patriotas, ven-
El periodo peruano de la independencia
75
ciendo a las tropas realistas en su reducto más fuerte. En ese entonces, toda la sierra
sur, desde el valle del Mantaro hasta el Alto Perú e incluso Salta estaba bajo control
de las fuerzas realistas. Recordemos que, luego de abandonar Lima en 1821, el virrey
La Serna escogió al Cuzco como nueva capital del virreinato, donde se instaló a nes
de ese año. A falta de recursos que pudieran ser enviados por mar, por estar el Pacíco
bajo control de la ota patriota, la sierra sur fue desde entonces el bastión principal del
régimen virreinal. No cabe duda de que el virrey y sus generales hicieron prodigios
en esos días para sostener la causa de la monarquía con el apoyo de vastos sectores de
la población originaria del país. La combinación entre ociales españoles y criollos
partidarios del rey con tropa india acostumbrada a una resistencia sobrehumana en los
peñascos de los Andes había resultado ser formidable. Dice Gonzalo Bulnes:
[…] resalta el mérito inmenso de los generales españoles y el de [Gerónimo]
Valdés, que fue con el virrey y Canterac, el alma de esa prodigiosa organiza-
ción. Se hicieron maestranzas en la sierra, donde se reparaban los fusiles viejos
con el hierro arrancado de las rejas de las ventanas; se fabricaron con el mismo
recurso lanzas para la caballería; el género que servía de vestuario se tejía en
los obrajes de los indios con la lana de sus ganados; los víveres se obtenían por
requisición [] (Bulnes, 1897: 221).
Contra lo que dictaba el sentido común, el Congreso Constituyente decidió entregar
el poder ejecutivo a una comisión integrada por tres diputados (separados de forma
temporal del Congreso) que llamó Junta Gubernativa del Perú Por esos días, José
Faustino Sánchez Carrión justicó esta decisión diciendo que «tres no se unían
para oprimir» y —en otro comentario sesgado por la ideología de moda— que «la
presencia de uno solo en el mando me ofrece la imagen del rey, de esa palabra que
signica herencia de la tiranía». Los elegidos fueron Manuel Salazar y Baquíjano,
José de La Mar y Felipe Antonio Alvarado. De ellos, solo el primero, quien era un
antiguo noble limeño (conde de Vista Florida), había nacido en el territorio del viejo
virreinato peruano. Quien se dio cuenta con claridad de este error fue Simón Bolí-
var, permanente observador externo de lo que pasaba en el Perú, quien en una carta
dirigida a Francisco de Paula Santander, el 11 de octubre de 1822, comentó que el
Congreso peruano era «el que mandaba» y el hecho que hubiera «veinte cabezas
para deliberar» lo hacía prever «funestísimas consecuencias de un principio tan vi-
cioso» (Basadre, 2005: 45). El hecho es que la opinión pública terminó viendo a la
Junta Gubernativa como una marioneta del Congreso, en particular, del inteligente
Luna Pizarro (Bulnes, 1897: 23).
Tal era el formidable enemigo que iba a enfrentar el salteño Alvarado con sus vario-
pintas fuerzas. La expedición a Intermedios se embarcó entre el 1º y el 17 de octubre
de 1822, en medio de un ambiente de gran optimismo. Estuvo integrada por un total
aproximado de tres mil ochocientos efectivos peruanos, chilenos y rioplatenses que,
desde el comienzo, mostraron poca cohesión y solidaridad entre sí, anunciando el
desastre que iba a sobrevenir. En la capital se quedó un ejército de unos cuatro mil
hombres al mando del general Álvarez de Arenales con la misión de penetrar por la
sierra hacia Huancayo aunque, por diversas causas, esta operación nunca se realizó. El
ejército de Alvarado llegó primero a Iquique y luego a Arica, a donde arribó a nes de
noviembre. Presa de la falta de decisión de su jefe, y de las dicultades logísticas por
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
76
las que su ejército atravesó (además de las rencillas nacionalistas ya mencionadas),
las fuerzas patriotas tendieron a la inmovilidad y a la falta de iniciativa durante largas
semanas. El desenlace no se haría esperar (Miller, 1975: 4, 10; Basadre, 2005: 47 y
ss.; Bulnes, 1897: 25, 59 y ss., 71).
En Lima, en ese último trecho de 1822, el entusiasmo que los dirigentes peruanos
habían puesto en esta ofensiva, así como una excesiva conanza en un triunfo de
Alvarado, que se consideraba seguro, armaron un ambiente de rechazo y de frialdad
frente a una posible ayuda que podía venir de Colombia. Recordemos que el congre-
sista y miembro de la Junta Gubernativa, La Mar, así como el legislador José Joaquín
de Olmedo, habían nacido fuera del virreinato del Perú, en Cuenca y Guayaquil, res-
pectivamente, habiendo escapado ambos de su tierra de origen cuando Bolívar decidió
incorporar a la fuerza a Colombia este último territorio, el 13 de julio de 1822, sobre
el cual el Perú tenía aspiraciones más que fundadas, además de contar con la simpatía
de la población local (Porras y Wagner de Reyna, 1981: 114 y ss.; Basadre, 2005: 53).
Ahora, como es lógico, formaban junto con otros un bando anti colombiano en el seno
del Congreso.
Con relación a los antecedentes de esta situación, recodemos que en el contexto de
la entrevista de Guayaquil, y preocupado por la situación en el Perú (que ponía en
peligro a Colombia), Bolívar acordó con San Martín el envío de cuatro batallones as-
cendentes a poco más de dos mil hombres, que arribaron al Perú en julio de 1822 bajo
las órdenes del general Juan Paz del Castillo. En octubre de 1822, más o menos por los
días de la partida de la expedición a Intermedios, y entre otros muchos requerimientos
hechos en tono conictivo referidos a la falta de atención que se daba a sus fuerzas,
este jefe comenzó a exigir que las bajas de los soldados colombianos fueran llenadas
con peruanos, en lo que se conoció por entonces como la política de los «reempla-
zos»
13
. Paz del Castillo se opuso a la participación de su contingente en la campaña a
Intermedios, quizá por estar dirigido a la distancia por Bolívar, quien no veía muchas
perspectivas de éxito a esta operación.
La agria discusión que tuvo lugar entre Paz del Castillo y las autoridades peruanas,
hacia noviembre y diciembre de 1822, en un marco de «explosión de nacionalismo
contra las tropas extranjeras» por parte del Congreso (como reere Bulnes) hizo que
el jefe colombiano solicitara medios para volver con sus tropas a su país. Ello ocu-
rrió el 8 enero del año siguiente, ante la negativa peruana de acceder a sus demandas
sobre los «reemplazos» (Bulnes, 1897: 48-54; Basadre, 2005: 62). Antes de dicho
desenlace, el 25 de octubre, el Congreso se había ocupado de una nota de Bolívar,
fechada el 9 del mes anterior, donde este ofrecía cuatro mil hombres adicionales a los
que entonces dirigía Paz del Castillo en el Perú. Era tal el ambiente anti colombiano
en el Congreso que, durante esos días, Luna Pizarro había llegado a decir en una se-
sión donde se trataron los derechos peruanos sobre Jaén que «ni siquiera Lima estaba
13 El objetivo del sistema de «reemplazos” era la conservación del número inicial de soldados que confor-
maban las unidades venidas desde Colombia. Desde el punto de vista de las autoridades de este último
Estado, las bajas sufridas ya sea por deserción, enfermedad o acción de armas, debían ser cubiertas por
peruanos, con el objeto de que las unidades no ralearan o desaparecieran. No obstante, desde el punto
de vista peruano, este sistema obligaba a aceptar que los pobladores del país fueran reclutados incluso
contra su voluntad en los cuerpos colombianos, lo que equivalía a una especie de prisión.
El periodo peruano de la independencia
77
libre de ser conquistada por el Libertador». En este marco, con un aire despectivo, el
Congreso respondió la nota de Bolívar solicitando solo fusiles, que iban a ser pagados
a su debido precio. En otro orden de cosas, el Congreso dispuso que los empleos va-
cantes del ejército y la armada fueran ocupados, en adelante, por peruanos lo cual sin
duda creaba un gran problema debido al carácter multinacional que entonces tenía el
ejército. Durante el debate de esta moción, el diputado Pérez de Tudela dijo: «¿Has-
ta cuándo existirá el Perú bajo la tutela de esas tropas auxiliares?» (Bulnes, 1897:
34-36). Diversas circunstancias morigeraron, y hasta transformaron, este sentimiento
patriótico en los meses que siguieron.
No fue fácil obligar a los comerciantes ingleses radicados en el Perú, y sujetos a sus
leyes, a que contribuyeran con el esfuerzo de guerra. En palabras de Paz-Soldán, era
muy lógico pensar en ellos, pues constituían el «único grupo que en las épocas cala-
mitosas había sacado provecho de todos modos» (Paz-Soldán, 1870: 16).
Dos cambios cruciales: el golpe de estado de Riva-Agüero y el llamado a
Bolívar para venir al Perú
El hábil general realista Gerónimo Valdés inigió, en Torata y Moquegua (19 y 21 de
enero de 1823, respectivamente), dos terribles derrotas a la expedición a Intermedios.
Los restos de las fuerzas de Alvarado huyeron a Ilo, embarcándose desde allí hacia
el Callao. La noticia cayó como un baldazo de agua fría al conocerse en Lima entre
el 3 y el 5 del mes siguiente, conmocionando a todo el país. Presas del pánico, las
personas acaudaladas comenzaron a embarcar sus fortunas o a llevarlas al Callao,
endureciéndose asimismo las medidas contra los españoles, al estilo de las que había
empleado Monteagudo antes de su caída. No podía ser más dramático el contraste
entre las orgullosas tropas que se habían embarcado en octubre de 1822 y los harapos,
y la desmoralización, de los cuerpos que llegaban, de a pocos, desde el escenario del
desastre en el sur (Paz-Soldán, 1870: 61; Basadre, 2005: 53; Mitre, 2011: 918-924;
Bulnes, 1897: 91, 101)
14
. Reere Bulnes en una de sus típicas estampas históricas:
[…] la movediza opinión, fascinada por el éxito, aplaudió el triunfo de las ar-
mas españolas. Los Cabildos se hicieron órganos de los pueblos, y Valdés re-
cibió felicitaciones de los de Tacna, Locumba, Sama, Arequipa, Candarave. La
derrota retrotrajo la causa de la independencia del Perú a una situación peor
que la que tenía el día del desembarco de San Martín […] (Bulnes, 1897: 95).
Este desenlace iba a tener dos consecuencias muy importantes en la política peruana:
la caída de la Junta Gubernativa y un cambio sustancial de la opinión pública, y o-
cial, con relación a la necesidad no solo de solicitar la ayuda militar de Colombia sino,
también, la venida de Bolívar al territorio peruano.
En cuanto a lo primero, la noticia de la grave derrota en el sur soliviantó a las
fuerzas militares que permanecían en Lima a cargo del general Álvarez de Are-
nales y atizó, también, el descontento del populacho. Dirigidas por el general
14 Bulnes (1897: 96) precisa que el parte de Alvarado fue publicado en la Gaceta del Gobierno de Lima
del 5 de febrero de 1823.
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
78
Andrés Santa Cruz, quien era segundo en el mando militar y, a nivel popular,
por el agitador Mariano Tramarría (conocido desde los días de la revuelta contra
Monteagudo de julio de 1822) las voluntades de ambos convergieron en un solo
objetivo: conseguir la caída de la Junta y la ascensión al poder de José de la Ri-
va-Agüero. Personaje carismático, inquieto y ambicioso que se había sentido pos-
tergado en tiempos del predominio de la argolla durante el Protectorado, creyó
llegada su oportunidad para tomar el poder, incluso por medios alejados del cauce
constitucional, a la vista del enorme desprestigio de la Junta de Gobierno. Cabe
destacar que el turbulento Tramarría dirigía uno de los periódicos más inuyentes
del momento, La Abeja Republicana y, según el historiador Paz-Soldán, cumplió
un papel clave en movilizar a los cuerpos cívicos que apoyaron el motín militar
(Paz-Soldán, 1870: 62; Basadre, 1978: 201-203).
Las ruedas de la maquinaria de la conspiración, que representaron el primer golpe
de Estado en la historia peruana, comenzaron a moverse el 26 de febrero de 1823.
Ese día, el ejército envió una nota al Congreso exigiendo se disolviera y entregara
el gobierno a Riva-Agüero. En este momento decisivo, Álvarez de Arenales se hizo
a un lado y optó por dejar el ejército bajo las órdenes de Santa Cruz. Como no hubo
una respuesta clara por parte del Congreso, al día siguiente, 27 de febrero, Santa Cruz
movió sus fuerzas en tono amenazador hacia la chacra de Balconcillo, en las afueras
de Lima. A estas alturas, comenzó en el Congreso una agria pugna entre dos grupos,
uno de ellos liderado por el valiente Luna Pizarro, quien salió en defensa de las prerro-
gativas del Congreso contra la prepotencia militar, y otro, más bien contemporizador,
encabezado por un débil Hipólito Unanue. El 28, este último terminó aceptando una
fórmula formal que salvaba las apariencias de la dignidad del Congreso pero que se
orientaba, en pocas palabras, a aceptar la imposición de Riva-Agüero como manda-
tario bajo presión de las bayonetas del ejército. En gesto de protesta, Luna Pizarro se
retiró del Congreso y partió en auto exilio a Chile (Bulnes, 1897: 102-106).
Añade Jorge Basadre que una «bulliciosa muchedumbre, azuzada por Mariano Tra-
marría, se había reunido en los alrededores de local de la Universidad en el que sesio-
naba el Congreso y apoyaba la acción militar». Considerados los pros y los contras,
el hecho es que Riva-Agüero se convirtió en el primer presidente peruano. El 4 de
marzo, el Congreso otorgó a este personaje el grado de Gran Mariscal, habiendo sido
su anterior rango el de coronel de milicias (Basadre, 2005: 55, 59). Pese a lo turbio
que había sido su ascenso al poder, Riva-Agüero dio inicio a un gobierno muy diná-
mico. Dice Basadre que
[…] reorganizó la marina al ponerla bajo el comando de Jorge Guise; ganó
respetabilidad con la llegada del ministro chileno Campino y con la del repre-
sentante de Estados Unidos, Prevost; pidió auxilios a Chile y Argentina; inició
una política más benigna con los extranjeros; derogó el decreto de la Junta Gu-
bernativa, expedido en las postrimerías de su gestión, que ordenaba un sorteo
de esclavos para aumentar el ejército; atendió la conservación del puerto del
Callao; buscó renta para el erario; procedió a recoger el papel moneda cuya
amortización mediante pagos al Tesoro o adjudicación de ncas quedó señala-
da; fundó la Academia Militar; dispuso el adiestramiento de las milicias en toda
la República; elevó la fuerza armada a un número que antes no tenía; ordenó
El periodo peruano de la independencia
79
la creación de batallones, como el cuarto escuadrón de Húsares formado por
Ramón Castilla en el norte, y decretó la efectividad de bloqueo de las costas
enemigas.
Al mismo tiempo, Riva-Agüero se dirigió personalmente al virrey para pedirle
primero la regularización de las operaciones bélicas y amenazando con la gue-
rra a muerte. Luego le ofreció un armisticio de dos meses, en el que conservaría
cada ejército sus posiciones, mientras se enviaban diputados al cuartel de cada
uno de los beligerantes para formalizar un tratado de paz en el cual el Gobierno
del Perú aceptaría el regreso de los españoles expulsados y concedería toda
clase de garantías y facilidades a los intereses peninsulares. El virrey rechazó
estas propuestas.
La contratación en Londres, por los comisionados Diego Paroissien y Juan
García del Río, que había enviado San Martín, de un empréstito de un millón
doscientas mil libras esterlinas, permitió que el Gobierno contara entonces con
cuantiosos fondos (Basadre, 2005: 63).
En sus Memorias, Guillermo Miller sostiene que «los pasos y actividad de Riva-Agüe-
ro fueron productivos e infatigables». En lo que quizá fue su medida más controver-
tida, y como una manera de paliar la impresión de desastre que todavía dominaba el
ánimo de la población, además de otra motivación que consideraremos más adelante,
dispuso la organización de una segunda expedición a Intermedios. Como había ocu-
rrido en la operación anterior, el conjunto de las tropas era heterogéneo e incluía,
esta vez, participación colombiana, además de chilena y rioplatense en respaldo de
las tropas peruanas. Se llamó Ejército Expedicionario Libertador del Sur y partió
del Callao entre el 14 y el 25 de mayo de 1823 con poco más de cinco mil efectivos,
donde predominaban los soldados peruanos. Estaba al mando del general Santa Cruz
(Miller, 2011: 44 y ss.).
Con relación al cambio de actitud frente a la ayuda colombiana, surgió en el Congreso
un partido muy poderoso que la reclamaba de manera insistente y considerando la
llegada de Bolívar como imprescindible para salvar la situación. Sin duda, motivaba
a este bando la sensación de inseguridad que había acarreado la noticia de las derrotas
de Torata y Moquegua. Similar ambiente comenzó a cuajar en la opinión pública. Pese
a que Riva-Agüero manifestó siempre, en el fondo, reticencias a la llegada de Bolívar,
pues temía ver su poder disminuido o recortado, terminó sumándose, al menos en lo
aparente, a esta corriente. A muy poco tiempo de asumir el poder, cuando estaba con-
cibiendo la segunda expedición a Intermedios, Riva-Agüero envió a Colombia al ge-
neral Mariano Portocarrero para solicitar el envío de cuatro mil soldados y, también,
la presencia del Libertador en el Perú. Habiendo previsto con su habitual clarividencia
el desastre de la primera expedición a Intermedios, Bolívar se había dedicado por esos
meses a juntar y adiestrar tropas, sobre todo de las regiones de Guayaquil y Asuay, con
el objeto de enviarlas al Perú, adelantándose a la solicitud de socorro. Debe recordarse
que se trataba del segundo ofrecimiento de Bolívar luego del desaire que el Congreso
peruano le había hecho en octubre de 1822.
Bolívar envió a Luis Urdaneta a Lima para hacer un ofrecimiento por seis mil hombres,
pero dicho diplomático colombiano se cruzó en el mar con Portocarrero sin tomar con-
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80
tacto con él. Haciendo sumas y restas, esta doble gestión diplomática representó para el
Perú el concurso de seis mil colombianos, pero las autoridades peruanas debieron ce-
der, a la postre, en lo referido al delicado asunto de los «reemplazos», que condenaba a
los peruanos que fuesen reclutados a la fuerza en los cuerpos colombianos a abandonar
su país cuando la guerra terminara. La parte más numerosa de las tropas colombianas
salió de Guayaquil entre el 13 de marzo y el 14 de abril de 1823, arribando al Perú en
medio de un entusiasmo popular que pareció compartir el mismo presidente (Bulnes,
1897: 110-114.) En forma respectiva, los días 1º de marzo y 9 de abril, Riva-Agüero
dirigió sendas cartas a Bolívar preparando el terreno para su venida, aunque todavía
con un carácter informal (Paz-Soldán, 1870: 70; Bulnes, 1897: 114).
Sucre en Lima: se agudiza la lucha entre peruanos
Hacia principios de mayo de 1823, el general Antonio José de Sucre llegó como mi-
nistro plenipotenciario ante el gobierno peruano asumiendo en los hechos, asimismo,
el mando de la división auxiliar colombiana. Y aunque declaraba que no se iba a meter
en los asuntos peruanos, todo hace sospechar que intervenía, en realidad, en estrecha
coordinación con el coronel colombiano Tomás Heres. Ambos comandantes eran los
ojos y oídos de Bolívar en el Perú, y tenían la misión de preparar su llegada (Basadre,
2005: 64). Bolívar no deseaba la presencia de algún líder peruano que le hiciera som-
bra o disminuyera su poder cuando llegara al país. En efecto, Gonzalo Bulnes (1897:
168, 177 y 181) ha hablado de la «guerra sorda» que los colombianos hacían al pre-
sidente peruano: «Sucre, que vivía con un ojo puesto en Palacio, aprovechaba todas
las faltas del presidente [Riva-Agüero] en favor de Bolívar y minaba, con habilidad y
constancia, el terreno que pisaba».
Con gran habilidad, Sucre se vinculó a un sector del Congreso que se mostraba ene-
migo de Riva-Agüero, en el marco de las facciones enfrentadas que estaban formán-
dose. En una carta dirigida a Bolívar, fechada entre el 7 y el 10 de mayo de 1823, el
recién arribado Sucre le comentaba que «el voto de los pueblos y del ejército» estaba
«pronunciado por su venida como el único medio de salvar al estado», señalando no
obstante que a nivel del «partido ministerial» había oposición a su llegada porque
temían «un desfalco a su inujo y a su autoridad». En el Congreso, Sucre veía las
opiniones divididas y añadía que muchos de los partidarios del arribo de Bolívar lo
hacían «por molestar al ejecutivo», es decir, a Riva-Agüero, lo cual es una evidencia
elocuente del escandaloso y reprobable divisionismo que reinaba. Con relación a la
oposición congresal a los planes de llegada de Bolívar, decía: «Los celos causados
por la conducta de los auxiliares que ha habido en el Perú han jado sobre los hijos
del país una desconanza de que aún no pueden desprenderse y de la cual creo que
participamos todos nosotros».
En general, y a raíz de sus contactos en el Congreso, Sucre no solo tuvo una impresión
de recelo, sino de inminente desastre. Le decía a Bolívar el 9 de mayo: «Si Vd. no viene,
esto no lo compone nada» (Sucre, 1995: 100 y ss., 107). Se contrarió mucho cuando
supo que Riva-Agüero había dicho que Bolívar ya había sido invitado y que, si no venía,
era «porque no quería». Por esa razón, se dirigió al presidente peruano diciéndole que
Bolívar no iba a venir sino «con la dignidad y el carácter correspondiente al Libertador
El periodo peruano de la independencia
81
de Colombia y con las facultades necesarias para dirigir la guerra con entera amplitud».
Sucre se empeñó en un activo lobby en el Congreso para allanar la llegada de Bolívar.
Sus gestiones dieron fruto: el 14 de mayo informó que el Congreso peruano había emi-
tido un decreto implorando a Riva-Agüero para que favoreciera, ante el Congreso de
Colombia, la «pronta venida [de Bolívar] al territorio», pese a que había sido invitado
«repetidamente». Riva-Agüero aceptó, aunque Sucre (1995: 105) pensaba, con gran
lucidez, que lo hacía «por necesidad y no por gusto». Desde Guayaquil, con fecha 25
de mayo, Bolívar aceptó la invitación para desplazarse al Perú (Sucre, 1995: 112; Pons
Muzzo y Tauro, 1975, 3: 153, 165; Basadre, 2005: 64; Bulnes, 1897: 169-172).
Entre junio y julio de 1823, aprovechando el desorden en el campo patriota y la par-
tida del grueso de las fuerzas peruanas hacia el sur, los realistas ocuparon Lima otra
vez, generando una emigración masiva por terror a las represalias. En este ambiente
de zozobra, La Abeja Republicana tuvo su última edición el 7 de junio (Basadre,
1978: 198) y una importante facción del Congreso acusó a Riva-Agüero del desastre.
Las engreídas fuerzas del general José de Canterac ingresaron a Lima el 18 de junio,
con un total de «nueve batallones, nueve escuadrones y catorce piezas de artillería,
formando en todo nueve mil hombres bien equipados, bien disciplinados y hermosí-
simas tropas» (Miller, 1975: 46). Pese al desconcierto de la población, no dejaron de
producirse acciones en claro respaldo de la Patria, siendo quizá el más notable el caso
del humilde pescador chorrillano José Olaya Balandra: «Llevaba Olaya correspon-
dencia de los patriotas entre Chorrillos y el Callao. Apresado, no reveló sus secretos
y fue fusilado y degollado en la Plaza de Armas de Lima (29 de junio de 1823)» (Ba-
sadre, 2005: 68)
El 19 de junio, el Congreso se trasladó de urgencia al Callao. En ese contexto de apre-
mio, según aparece en una carta de Sucre a Bolívar de ese día, el Congreso dispuso el
envío de dos diputados «a suplicar a Vd. que se encargue de salvar el Perú» (Sucre,
1995: 126). Ellos fueron José Faustino Sánchez Carrión y José Joaquín de Olmedo. El
Congreso dispuso también, contra la voluntad de Sucre, investirlo con el mando mili-
tar, en claro desmedro de la autoridad de Riva-Agüero (Basadre, 2005: 65). La guerra
civil fue declarada el 23 de junio cuando, desde su refugio en el Callao, el Congreso
«exoneró del gobierno» a Riva-Agüero y dispuso la emisión de su pasaporte «para
que pueda retirarse del territorio de la República» (Pons Muzzo y Tauro, 1975, 3:
169). El Congreso nombró después, con el concurso de Sucre, al ciudadano José Ber-
nardo de Torre Tagle (marqués de Torre Tagle) como encargado del mando supremo,
quien ya desde entonces se perlaba como apasionado archienemigo de Riva-Agüero.
El 26 de junio, una parte de los miembros del Congreso, partidarios de Riva-Agüero,
emigraron a Trujillo junto con él, entre ellos algunos diputados como Manuel Pérez
de Tudela, Hipólito Unanue y Mariano José de Arce, aunque el apoyo de estos dos
últimos al presidente peruano solo fue temporal
15
.
15 El del diputado por Arequipa Mariano José de Arce fue un caso especial porque, aunque emigró a Tru-
jillo con Riva-Agüero, «se opuso al golpe de estado que este intentó efectuar contra el propio Congreso
y contra la presencia de Bolívar» y fue embarcado, por ello, a Lima. En lo que se reere a Hipólito
Unanue, aunque Riva-Agüero lo designó para ocupar el Senado en Trujillo, «se abstuvo de incorporarse
y regresó a Lima” (Tauro, 2001: 203, 2640).
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
82
De manera sorprendente, quien ayudó a Riva-Agüero en su escape fue el propio
Sucre quien, una vez disminuido el poder del presidente, consideró que no había
que ayudar al Congreso a eliminarlo porque podría serle útil a Bolívar cuando este
llegara al Perú (Bulnes, 1897: 194). Desde Trujillo, Riva-Agüero se declaró en re-
beldía, continuó asumiendo funciones presidenciales junto con su grupo de leales
y, el 19 de julio, disolvió el Congreso, sustituyéndolo por un «Senado» compuesto
por diez exdiputados. Ya el día 13, había «declarado nula y atentatoria contra la
soberanía del pueblo peruano [a] esa reunión de criminales», como calicaba al
Congreso (Bulnes, 1897: 252 y ss.).
Desocupada Lima por los realistas, el 6 de agosto fue restablecido el Congreso en
la capital por el encargado del mando Torre Tagle. Semanas atrás, el 19 de julio, el
Congreso de Lima publicó en la Gaceta una orden para perseguir a Riva-Agüero y
capturarlo «vivo o muerto», considerando a quien lo aprehendiere como benemérito
de la patria por librar al país de un «tirano». A tal punto de ebullición habían llegado
las pasiones entre los peruanos. Parece fuera de duda que, por lo menos, parte de la
responsabilidad en este caos la tuvieron las intrigas colombianas de Sucre y de Heres.
Como expresó el propio Bolívar en una carta que dirigió por ese tiempo a Joaquín
Mosquera:
Es preciso trabajar para que no se establezca nada en el país y el modo más
seguro es dividirlos a todos. La medida adoptada por Sucre de nombrar a Torre
Tagle embarcando a Riva-Agüero con los diputados y ofrecer a este el apoyo de
la división de Colombia para que disuelva el Congreso, es excelente. Es preciso
que no exista ni simulacro de gobierno y eso se consigue multiplicando el núme-
ro de mandatarios y poniéndolos todos en oposición. A mi llegada, el Perú debe
ser un campo rozado para que yo pueda hacer en él lo que convenga (Basadre,
2005: 72).
Como aparece muy claro en las cartas condenciales de Sucre a Bolívar, más que
la «voluntad de estrechar las relaciones de pueblos hermanos» (como expresaba por
doquier el venezolano) lo que se perseguía era el interés de garantizar la seguridad
de Colombia. Decía en una carta del 7 de mayo de 1823, a poco de su llegada: «[…
los peruanos] todavía no están penetrados de nuestras miras francas de solo alejar la
guerra de Colombia, por fruto de nuestros trabajos en el Perú» (Sucre, 1995: 100). En
otra misiva, del 19 de ese mismo mes, decía que una posible ruina del Perú amenazaba
«al sur de Colombia” y que sería una «retrogradación de la causa de América” (Sucre,
1995: 123). En esta línea, como hemos visto en las propias palabras del Libertador,
lo más probable es que la discordia entre los hombres públicos del Perú, en especial
entre Riva-Agüero y Torre Tagle, haya sido atizada en forma deliberada, lo que no
parece algo descabellado si consideramos la arbitraria absorción de Guayaquil por
los colombianos apenas un año antes. Entre otros recursos, estos agentes de Bolívar
promovieron el desorden en el Perú haciendo uso de la prensa local, como ocurrió en
el caso del Correo Mercantil.
Al margen de las causas superciales y profundas que condujeron a esta situación, y
pese a la alergia anti colombiana que existía en muchos círculos peruanos, lo cierto es
que el apoyo colombiano y la llegada de Bolívar habían sido pedidos de manera ocial
El periodo peruano de la independencia
83
por el Perú. Más tarde, como veremos, Riva-Agüero iba a terminar considerando al
líder caraqueño como una amenaza mucho más grave de lo que ya había imaginado.
El desenlace de la segunda expedición a Intermedios
Mientras Santa Cruz operaba en el sur, Sucre se desplazó a esa parte del Perú con las
fuerzas colombianas. El sesgo nacionalista que impregna las fuentes primarias, y las
interpretaciones de los historiadores hispanoamericanos, hacen muy difícil compren-
der cuál fue la relación que establecieron Sucre y Santa Cruz durante esta campaña.
En algunos documentos, trasluce la intención de Santa Cruz de evitar juntar ambas
fuerzas con el objeto de acaparar para sí los méritos de un supuesto triunfo. Ello pese
a que Sucre era, por lo menos de manera nominal, cabeza del Ejército Unido y, por
lo tanto, superior de Santa Cruz. Otras fuentes señalan que, siguiendo la línea que le
había dado Bolívar de no comprometer sus fuerzas en algún encuentro que no tuviera
visos de éxito, habría sido Sucre quien optó por no unirse a Santa Cruz con el objeto
de boicotear sus esfuerzos asumiendo una actitud pasiva.
Basadre dice que la «división auxiliar colombiana se demoró en viajar y no llegó a
participar en la lucha», pero no hay claridad sobre lo que ocurrió en la realidad (Basa-
dre, 2005: 74; Bulnes, 1897: 272). En una carta que Sucre dirigió a Bolívar, fechada
en Arequipa el 7 de septiembre, aquel se mostraba reacio a seguir la línea establecida
por Santa Cruz (O´Leary, 1919: 112-116). Lo que sí tuvo lugar fue una equivocada de-
cisión de Santa Cruz de iniciar su ofensiva dividiendo sus fuerzas: una parte, dirigida
por Agustín Gamarra partió en pos de Oruro, en tanto Santa Cruz marchó con la otra
hacia La Paz (Miller, 1975: 49 y ss.).
El 25 de agosto de 1823, operando en el Altiplano, Santa Cruz sostuvo en Zepita un
encuentro contra fuerzas realistas y, aunque quedó dueño del campo, el militar paceño
no tuvo la suciente sagacidad como para sacar fruto de esta situación y aprovechar la
temporal dispersión de las fuerzas del virrey, que no tardaron en unirse con su habitual
celeridad. Santa Cruz terminó maniobrando a la defensiva y optó, a la postre, por huir
hacia la costa con lo que quedaba de sus fuerzas, en medio de una enorme dispersión.
Por eso, los realistas llamaron esta campaña, en tono jocoso, como «del talón». Santa
Cruz llegó a Moquegua con algunos restos de sus tropas y dio inicio de inmediato a
la operación de retorno. Dice Bulnes que de «los 5,000 y pico de hombres que sacó
a campaña, volvieron de 600 a 700. El enemigo hizo, según su versión, 4,000 pri-
sioneros, y [el historiador realista García Camba agregó que] la mayor parte de ellos
‘ingresaron en las las de los leales’» (Bulnes, 1897: 275).
Fue tal la sensación de desmoralización que cundió en el ejército patriota que, con
fecha 28 de septiembre, un grupo de ociales reunidos en Arica, entre los que se
encontraban Martín Jorge Guise y Luis José de Orbegoso, dirigieron una carta a San
Martín, entonces residente en Mendoza, para invitarlo a volver al Perú. El Libertador
rioplatense respondió que la única alternativa era reconocer la autoridad del Congreso
y deponer las luchas internas con el propósito de que «desaparezcan los españoles del
Perú». Añadía: «[…] después, matémonos unos con otros, si este es el desgraciado
destino que espera a los patriotas» (Paz-Soldán, 1870: 133; Basadre, 2005: 74).
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
84
El choque entre Riva-Agüero y Bolívar
Llamado desde el Perú mientras Santa Cruz maniobraba en el sur, Bolívar se embar-
có en Guayaquil el 7 de agosto y arribó al Callao el 1º de septiembre de 1823 en el
barco Chimborazo, apenas días después del desastre de la segunda Expedición a Puer-
tos Intermedios. Años después, Bolívar evocó así este episodio: «La impresión que
conservo de Lima es de que era una ciudad grande, agradable y que había sido rica;
parecía muy patriota […] las calles lucían muchas banderas, centenares de banderas
nacionales» (De la Puente, 2013: 192).
Al día siguiente de su llegada, el Congreso peruano se reunió para pedir a Bolívar
que terminase con la rebelión de Riva-Agüero, quien permanecía en el norte. Bolívar
comenzó, en efecto, a dar pasos para acercarse a Riva-Agüero instándolo a reconocer
al Congreso peruano y deponer su actitud. El 10 de septiembre, en tácita degradación
de la autoridad de Tagle, quien quedaba reducido a la gura de un jefe del Ejecutivo
formal, el Congreso peruano otorgó a Bolívar el título de director, con poder militar y
político, ordinario y extraordinario, lo cual equivalía a una dictadura sin ese nombre
(Bulnes, 1897: 404 y ss.). De cara al público y a los medios, y merced a su extraordi-
nario carisma y capacidad oratoria, Bolívar aparecía en términos epidérmicos como el
líder admirado en quien los habitantes de una deslumbrada Lima estaban depositando
su conanza para el logro de la independencia. No obstante, una lectura más atenta
y fría de las fuentes permite vislumbrar que, en privado, Bolívar buscó desde el co-
mienzo avasallar e intimidar a los miembros del Congreso y a todas las autoridades
peruanas en general con el objeto de concentrar el poder en el plazo más breve.
¿Desde cuándo tuvo Riva-Agüero la idea de rebelarse contra Bolívar y denunciar la
presencia de las tropas colombianas como un peligro para el Perú? Una interpretación
simplista señala que su distanciamiento tuvo lugar cuando el Libertador le negó su
apoyo en la lucha que mantenía contra el Congreso. Con fecha 4 de septiembre de
1823, Bolívar lo instó a reconocer la representación nacional que radicaba en Lima,
y le dijo también que su actitud rebelde era «la mancha más negra» que tenía la re-
volución (Hernández García, 2019: 148 y ss.; Basadre, 2005: 75; Bulnes, 1897: 399).
No obstante, dicha versión no toma en cuenta los evidentes recelos, ya referidos,
que Riva-Agüero tuvo siempre con relación a la venida de Bolívar. De hecho, no es
exagerado armar que Riva-Agüero vio siempre al Libertador y a los colombianos
como una amenaza, y que se había visto obligado a aprobar el llamado ocial al cara-
queño apremiado por el Congreso, y por la opinión pública, durante los días confusos
e inciertos que siguieron a la noticia de la derrota de la primera campaña a puertos
Intermedios, la cual borró el optimismo, lindante con la ingenuidad, que había pre-
dominado hasta entonces en las secciones libres del Perú. Además, Riva-Agüero no
encontraba la forma de terminar la lucha contra los realistas.
Por otro lado, en evidente conexión con lo anterior, ¿cuándo comenzó Riva-Agüero a
pensar en comunicarse con el virrey La Serna para negociar una independencia perua-
na a través de España? La historiadora Elizabeth Hernández (2019: 152) sostiene que
Riva-Agüero estaba buscando tratos con el bando realista desde antes de la llegada
de Bolívar al Perú, y así lo hemos visto en las primeras acciones de gobierno de este
presidente, solo que sin calibrar la profundidad de sus intenciones políticas. Atenién-
donos a la evidencia documental, Riva-Agüero envió de forma secreta una comunica-
El periodo peruano de la independencia
85
ción a La Serna el 8 de septiembre de 1823
16
, por medio del coronel Remigio Silva y
del capitán Francisco de los Heros (Bulnes, 1897: 399). Allí le proponía —siguiendo
a Basadre (2005: 75)— «la celebración de un armisticio de dieciocho meses mientras
se arreglaba en forma denitiva la paz con España, comprometiéndose a despedir a
las tropas auxiliares; en el caso de que estas o sus jefes se resistiesen, los ejércitos
españoles y peruanos las obligarían por la fuerza a abandonar el país».
Debe destacarse que, cuando Riva-Agüero envió a ambos ociales con el mensaje
para el virrey, todavía no había llegado a su conocimiento la propuesta de Bolívar
contenida en su ya citada carta del 4 de septiembre (donde le negaba su apoyo en
su pugna con el Congreso), porque los emisarios enviados por el Libertador al norte
para tomar contacto con el presidente peruano, José María Galdeano y Luis Urdane-
ta, todavía no habían arribado a su destino. Por otro lado, Riva-Agüero desconocía
también por entonces el rumbo desastroso que había tomado la segunda expedición
a Intermedios y, por lo tanto, no descartaba la posibilidad de contar con el apoyo de
las fuerzas de Santa Cruz, cuya victoria sobre los realistas se aguardaba con ilusión
(Bulnes, 1897: 398-400). Quien sí estaba muy seguro de su buena posición militar, al
conocer la iniciativa de Riva-Agüero fue el virrey La Serna, quien tuvo el propósito
de transmitir al presidente peruano que no aceptaba su propuesta pero que estaba
dispuesto a escuchar más proposiciones y a negociar. Dice Basadre que el tenor de
esta respuesta cayó «en poder de los guerrilleros patriotas y fue remitida a Bolívar».
Vista la situación desde este punto de vista y si asumimos que Riva-Agüero tuvo, por
lo menos desde que asumió el poder, la determinación de llegar a un acuerdo con el
virrey sobre la base de la independencia del Perú, es probable que hubiese concebido
la segunda expedición a Intermedios, en su mente, como un medio de presión para
hacer más dúctil la rígida posición que hasta ese momento había mantenido La Serna,
cuyas fuerzas estaban seguras y engreídas desde los triunfos de Torata y Moquegua
de enero de 1823. Y deseaba que este medio de presión fuera un ejército peruano,
prescindiendo de los colombianos. No obstante, dado que la expedición dirigida por
Santa Cruz estaba también marchando hacia el desastre, el efecto que habría estado
deseando Riva-Agüero terminó siendo el contrario: el endurecimiento de la posición
del virrey y su negativa a cualquier fórmula que no se basara en la «preponderancia de
las armas realistas» (Basadre, 2005: 75)
Por otro lado, ¿qué referencias sobre la política española e hispanoamericana de la
época tenía Riva-Agüero cuando se dispuso a escribir su audaz propuesta al virrey?
Hacia la primera mitad de 1823, el gobierno liberal de Madrid había considerado
la posibilidad de negociar la Independencia en sus antiguos dominios americanos.
Escogió como escenario el Río de la Plata de tiempos de Bernardino Rivadavia, mi-
nistro de Gobierno y Relaciones Exteriores de la provincia de Buenos Aires. Hasta
allí llegaron representantes del gobierno constitucional de España con este propósito.
El 4 de julio de 1823, las partes rmaron el instrumento que fue conocido como la
Convención de Buenos Aires que
[…] estipuló una suspensión de hostilidades por 18 meses, con las siguientes
condiciones: se restablecía el comercio entre España y sus antiguas colonias,
16 Según Gonzalo Bulnes (1897: 400), habría sido el 6 de septiembre de 1823.
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
86
sin más restricciones que el contrabando de guerra; los beligerantes del Perú
conservarían la situación en que los encontrase la tregua, y no se podrían reno-
var las hostilidades sin una noticación previa de cuatro meses.
Durante la vigencia de la suspensión de hostilidades, Buenos Aires negocia-
ría, por medio de un plenipotenciario, conforme a la ley dictada por la Junta
de Representantes, la paz denitiva ‘entre S.M.C. y los estados del continente
americano a que la dicha ley se reere’. El mismo día y junto con este conve-
nio, rmó Rivadavia un proyecto de ley y una minuta de decreto en que, por el
primero, concedía a la España liberal 20 millones de pesos para defenderse de
la invasión francesa; y por el segundo, declaraba que las tropas de los Andes
que estaban en el Perú formaban parte del ejercito permanente de Buenos Aires
(Bulnes, 1897: 143).
Rivadavia, quien creía haberse convertido —de manera bastante exagerada— en ár-
bitro de la política internacional hispanoamericana, envió al general Las Heras para
obtener el asentimiento del virrey La Serna a lo estipulado en Buenos Aires. Las Heras
tuvo una entrevista en Salta con el coronel Baldomero Espartero (de ilustre trayectoria
posterior en España), y obtuvo por respuesta que las fuerzas leales al virrey no acep-
taban nada que no hubiera sido hecho en Madrid y por el propio Rey. (Bien dice el
historiador Bulnes que el virrey y sus jefes peninsulares eran «liberales en España, pero
absolutistas en América»). La Convención de Buenos Aires quedó en nada cuando,
poco tiempo después, Fernando VII volvió al trono absolutista en España ayudado por
tropas francesas, y desbancó a los liberales. No obstante, fue un documento que circuló
mucho por América (Bulnes, 1897: 143, 399). Cuando Riva-Agüero se dirigió al virrey
en septiembre de 1823 no hizo sino calcar la primera parte de los acuerdos estipulados
en la Convención de Buenos Aires (sobre todo lo relativo a la duración de la suspensión
de hostilidades) a lo que añadió su propuesta de deshacerse de los colombianos. Con
fecha 3 de noviembre de 1823, mientras continuaban los tensos contactos de su gobier-
no con Bolívar, Riva-Agüero envió una segunda propuesta al virrey:
Planteó allí el establecimiento del reino del Perú colocando en el trono un prín-
cipe español designado por el monarca de la antigua metrópoli; se establecía de
inmediato una regencia bajo la presidencia de La Serna y aceptando la Consti-
tución española. La igualdad de derechos entre españoles y peruanos debía ser
una de las normas básicas del nuevo Estado. El comercio de España tendría
carácter privilegiado por un tratado especial (Basadre, 2005: 75).
En cuanto a las referencias históricas que Riva-Agüero tenía en mente, se trataba esta
vez y en líneas generales, de la misma propuesta que San Martin había hecho a La
Serna en Punchauca, la cual partía del reconocimiento de la Independencia del Perú
(Hernández, 2019: 157). Bolívar mostró la respuesta de La Serna a la primera pro-
puesta de Riva-Agüero, capturada por los guerrilleros, al coronel Antonio Gutiérrez
de la Fuente, nada menos que comisionado del presidente peruano para el arreglo de la
contienda intestina
17
. La idea de Bolívar era manipularlo presentando a Riva-Agüero
como un traidor.
17 Hernández (2019: 161) sostiene que el «17 de noviembre, Gutiérrez de la Fuente tuvo acceso a una
correspondencia entre Riva-Agüero, Remigio Silva y Ramón Herrera en la que constaban las negocia-
ciones con el virrey».
El periodo peruano de la independencia
87
El 25 de noviembre de 1823, en Trujillo, Gutiérrez de la Fuente apresó en forma vio-
lenta a Riva-Agüero en un operativo dirigido también contra sus partidarios, el cual
fue coordinado por el joven sargento mayor Ramón Castilla (Basadre, 2005: 78). El
tarapaqueño La Fuente actuaba de manera traidora y sobre terreno seguro porque,
para entonces, era de todos conocido que el ejército de Santa Cruz, que hubiera podi-
do sostener a Riva-Agüero, ya había sido deshecho en el sur a manos de los realistas.
En otras palabras, Riva-Agüero era entonces una autoridad desarmada. No obstante,
se negó a cumplir la orden de Torre Tagle de ejecutarlo a él y a sus partidarios como
traidores. En una carta, haciendo gala de su típico y monstruoso estilo, Bolívar le
comentó a Torre Tagle la molestia que había sentido frente a la desobediencia sobre
la ejecución aunque, un año después, felicitó al militar peruano por su «caballeresca
dignidad» (Hernández, 2019: p. 160, 163 y ss.; Tauro, 2001: 2581; Bulnes, 1897: 413
y ss.). Posteriormente, Gutiérrez de la Fuente (1824, 1829) intentó justicar su actitud
en dos maniestos impresos. De más está decir que hizo una provechosa carrera mi-
litar a la sombra de Bolívar.
Escapado a duras penas de la furia de Bolívar por acción espontánea de Martín Jorge
Guise, jefe de la marina peruana, quien liberó a Riva-Agüero de su prisión en Gua-
yaquil a donde había sido llevado en las condiciones más injuriosas, el presidente
peruano depuesto terminó en el exilio a comienzos de 1824 (Basadre, 2005: 74-81).
Por su noble lealtad a su antiguo jefe, Guise se ganó el odio de Bolívar, quien parece
haber presionado en más de una ocasión, siempre en forma verbal y reservada, para
conseguir la ejecución de Riva-Agüero (Paz-Soldán, 1870: 308-312).
¿Por qué dio Riva-Agüero este paso de hacer negociaciones con el virrey? Este
líder no era, ni de lejos, el único patriota peruano que consideraba a Bolívar y a sus
colombianos como invasores del suelo peruano, y no como liberadores. Hemos visto
que varios miembros del Congreso, militares y funcionarios del Estado acompañaron
de manera permanente a Riva-Agüero a Trujillo en junio de 1823
18
. El líder peruano
tenía otros muchos partidarios incondicionales en el país: pensemos, por ejemplo, en
Remigio Silva, el correo que Riva-Agüero envió a la sierra con su primera propuesta
para el virrey de septiembre de 1823. Silva era un viejo patriota, había sido uno de los
contactos de San Martín en el Perú en 1819, cuando se organizaba la Expedición Li-
bertadora, por lo cual arrostró grandes riesgos para su vida. Silva no era ni por asomo
el personaje turbio que pintaron historiadores como Gonzalo Bulnes. Quizá se pueda
decir que conspiró contra Bolívar siendo leal a su presidente, pero de ninguna manera
que fue traidor a su patria peruana. Silva pagó la delidad a sus ideas con un penoso
exilio y solo pudo retornar al Perú en 1828 (Silva, 1921).
Otro caso lo constituyó el viejo liberal Mariano Tramarría, el operador en el terreno
del levantamiento del 25 de julio de 1822 contra Monteagudo y también del golpe de
Balconcillo del 26-28 de febrero del año siguiente, que encumbró a Riva-Agüero en el
poder. Según el historiador Alberto Tauro, y pese a sus antecedentes turbulentos, Tra-
marría fue uno de los partidarios de Riva-Agüero que estuvo dispuesto, más o menos
18 Los principales fueron: José María Novoa, Manuel Anaya, Toribio Dávalos, Ramón Novoa, Ramón
Herrera, José de la Torre Ugarte (autor de la letra del himno nacional) y el distinguido Manuel Pérez de
Tudela (Basadre, 2005: 78; Guerra, 2016: 62; Hernández, 2019: 163).
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
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por el tiempo en que este entró en conicto con el Congreso, «a una reconciliación ne-
gociada con la corona española», razón por la cual fue desterrado a Guayaquil (Tauro,
2001: 2591). También, según dicho autor, el partidario de Riva-Agüero Manuel Pérez
de Tudela llegó a aprobar en Trujillo «un entendimiento con los españoles, a base del
reconocimiento de la Independencia» (Tauro, 2001: 2028).
Muchos otros, provenientes incluso del sector indígena (y no solo los aristócratas),
compartieron sus temores frente a Bolívar como, por ejemplo, en el caso del gue-
rrillero de Huarochirí Ignacio Quispe Ninavilca (Rivera Serna, 1958: 142 y s.; Ro-
dríguez, 2005: 397 y ss.)
19
. Además de su tono aristocrático y de sus contactos con
la elite limeña, Riva-Agüero llegó a ser, en efecto, un líder con arraigo tanto entre
la población de origen africano de la capital
20
como entre los montoneros de Lima
y de otras provincias de los Andes Centrales a los cuales había organizado en 1820.
En ese dramático momento histórico, Riva-Agüero parece haber encarnado la idea
de que los asuntos y los intereses del Perú debían ser tratados por los naturales del
país, y no por extranjeros (Rodríguez, 2005: 397 y ss.; Aljovín, 2000: 239; 258 y
ss.). Con estos antecedentes, no es extraño que Bolívar haya escrito el 16 de marzo
de 1824 lo siguiente al presidente colombiano Francisco de Paula Santander: «El
Perú está dividido en tres partidos: primero patriotas anti colombianos; segundo,
godos españoles, y tercero, godos de Torre Tagle y Riva-Agüero» (Fisher, 1984:
467).
¿Cuál había sido la visión política de Riva-Agüero? Según Elizabeth Hernández
(2019: 153, 155):
Riva-Agüero quería la independencia del Perú sin la ayuda de las tropas co-
lombianas, y cuando luego llegó Bolívar y le negó reconocimiento, buscó con
mucho más ímpetu una independencia sin su cooperación. ¿Qué signicaba eso
según las ideas de Riva-Agüero? Que la alianza con el virrey supondría con-
seguir a largo plazo la independencia, legitimarse como presidente del Perú,
eliminar al Congreso de Lima y eliminar a Bolívar en el proceso nal. […] José
de la Riva-Agüero va más allá de un posible acuerdo con el virrey La Serna;
quiere asegurarse por todos los medios posibles la ligazón con la metrópoli. Al
parecer, a estas alturas desde la perspectiva política tiene claro que el camino
para conseguir separarse de España tiene que ser a través de la propia metró-
poli; un camino similar al que México había atravesado.
19 En 1823, el guerrillero Quispe Ninavilca hizo públicas las siguientes palabras: «Colombia ha venido
a invadir nuestros hogares y saciar su ambición con el fruto de nuestro trabajo. ¿Cómo es posible per-
mitir que esta raza aventurera nos subyugue y aniquile nuestra sangre? […] A ese monstruo [Bolívar],
paisanos, que pretende llevarnos a esclavizar en sus pueblos en Colombia y traer acá colombianos […]
lo apoyan en Lima y sostienen su crueldad cuatro aduladores […] solo Riva-Agüero es quien ha de
salvarnos de las uñas de estas eras”.
20 Riva-Agüero tuvo siempre grandes contactos con este sector. Una imagen recogida por Paz-Soldán,
que data del 7 de septiembre de 1821, siendo prefecto de Lima en tiempos del Protectorado, lo mos-
traba como una especie de tribuno del pueblo de tumultuario genio: «[…] por todas partes se le veía
perorando al pueblo y entusiasmando a la gente de color, que obedecía ciegamente a su niño Pepito; y
que hubiera ido gustosa al sacricio guiada por el tribuno que conocía desde la cuna […]» (Paz-Soldán,
1870: 66 y ss.).
El periodo peruano de la independencia
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En otras palabras, aunque tarde, Riva-Agüero comprendió que la Independencia del
Perú debía realizarse a un ritmo propio, con un plazo mayor, sin presiones de los paí-
ses vecinos ansiosos por garantizar su seguridad. Asimismo, desde su punto de vista,
era muy importante mantener un fuerte vínculo con España y con sus tradiciones, en
lo que rompía con el estilo de patriotas como Monteagudo, O´Higgins, o el propio
Bolívar, que vivían suspirando por Gran Bretaña o los Estados Unidos.
La caída de Riva-Agüero marcó el n del periodo peruano de la Independencia, y dio
paso a una etapa dominada por la gura de Simón Bolívar. También fue la última vez
que se planteó una fórmula monárquica para la Independencia del Perú.
Balance sobre el periodo peruano
Es indudable que la herencia perdurable del periodo peruano de la Guerra de la In-
dependencia fue la adopción del modelo republicano y —junto con la creación del
Estado que representó el Protectorado— el primer esbozo de la organización de lo
que iba a conocerse en los años siguientes como «República Peruana». Queda claro
que, entre los peruanos ilustrados, hubo una tendencia a aborrecer el régimen monár-
quico, que era rechazado no solamente por consideraciones académicas e ideológicas
sino, también, por el amargo sabor que había dejado en muchos la brusca ruptura del
régimen liberal en 1814, cuando Fernando VII retornó a España desde su cautiverio en
Francia e implantó un régimen represivo tanto en la península como en los territorios
americanos. En cuanto a consideraciones intelectuales, que fueron un poco desape-
gadas frente a la realidad, el sector culto de los peruanos optó de manera mayoritaria
por un régimen de tipo republicano, inspirado sobre todo en los Estados Unidos y en
el liderazgo de George Washington, como ejemplos de transición exitosa desde un
régimen monárquico.
Por otro lado, el periodo peruano fue también el semillero de muchos líderes civiles
y militares nacionales que tuvieron protagonismo constructivo no solo durante las
campañas de la Independencia sino en los años posteriores. En verdad, la enorme
complejidad de ese tiempo, con sus éxitos y frustraciones, fue una lección de vida para
muchos personajes que más tarde, en tiempos de la pavorosa anarquía que duró hasta
comienzos de la década de 1840, y del ulterior renacimiento del Perú, iban a tener un
desempeño muy importante, como ocurrió en los casos de Francisco Javier de Luna
Pizarro, José Gregorio Paredes, Manuel Pérez de Tudela y, con proyección un poco
mayor, Ramón Castilla.
El negativo desenlace político del periodo peruano podría llevar a muchos a sostener
que San Martín tuvo razón cuando desconó, antes de abandonar el país, de la capa-
cidad de los peruanos para autogobernarse, en claro contraste con la actitud que había
mostrado cuando liberó Chile entre 1817 y 1818. No cabe duda de que un componente
del desastre fue la falta de experiencia —tanto militar como gubernativa— que se hizo
evidente entre los peruanos dirigentes desde la instalación del Congreso en septiem-
bre de 1822 y la caída de Riva-Agüero en noviembre del año siguiente.
Lo que no suele destacarse es que, además de esta falta de experiencia y del espíritu
de bandería que dominó entre los peruanos, el propio San Martín contribuyó de ma-
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90
nera directa o indirecta, en el tiempo previo del Protectorado, a desprestigiar la causa
patriota en el Perú en medio de actos despóticos, pillajes sobre la propiedad pública
y privada, expulsiones arbitrarias, y una pésima y corrupta administración, que ter-
minaron encendiendo la mecha del motín popular limeño de los días 24 y 25 de julio
de 1822 contra el detestado Bernardo Monteagudo. Hemos visto que este movimiento
fue atizado en buena parte por los peruanos del bando que abogaba por la instalación
de una República. Los únicos puntos a favor de San Martin fueron el hecho mismo de
la proclamación de la independencia, así como la convocatoria del Congreso Consti-
tuyente, aunque la instalación de este último fue forzada por las circunstancias luego
de su retorno de Guayaquil. En todo caso, sin quererlo, San Martín terminó abriendo
el camino para un rumbo republicano.
Es muy probable que, además del mal gobierno y de la corrupción, el régimen del
Protectorado —y esta vez la responsabilidad recae sobre todo en Monteagudo—
haya dado pasos como la marginación y la búsqueda de un debilitamiento político
de peruanos patriotas como Riva-Agüero, y la expulsión de miles de comerciantes
españoles ancados en el Perú, con el norte de garantizar la seguridad de los paí-
ses independientes del sur del continente, en especial de las Provincias Unidas de
Sud América, que habían nacido en 1816. Estas expulsiones representaron un golpe
terrible para la generación de una clase dirigente coherente, que tanta falta hizo
durante los primeros años de la vida republicana. En la mente de rioplatenses como
Monteagudo, la línea de acción era obvia: la pavorosa contrarrevolución que se
había originado en Lima entre 1810 y 1815, que había sacudido desde sus cimientos
a Buenos Aires, no podía repetirse. Como ya se ha dicho, estas consideraciones de
seguridad, que se inscriben dentro del gran panorama de la vida internacional de
Hispanoamérica, explican la aparente paradoja de por qué Monteagudo se ganó
enemigos mortales tanto entre los republicanos peruanos como entre los comercian-
tes españoles y la nobleza local. La razón es que sus prioridades parecen haber ido
mucho más allá de la política interna peruana y del objetivo del bienestar del nuevo
país.
Pero lo que en verdad causó el desmoronamiento del Protectorado, y de los poste-
riores esfuerzos peruanos para concluir de manera autónoma el proceso de la inde-
pendencia, fue la conuencia de dos factores vinculados al azaroso desarrollo de la
guerra, ocurridos tanto fuera como dentro del Perú. Por una parte, hay que reparar en
el enorme desbalance que existió, desde 1822, entre las arrinconadas fuerzas que diri-
gía San Martín en el Perú y las poderosas y victoriosas tropas de Bolívar en Colombia,
que cernían una sombra sobre el confuso panorama peruano como una posible fuente
de ayuda para salir del entrampamiento militar. Por otra parte, existía la realidad del
aanzamiento de las fuerzas realistas del virrey La Serna desde ese mismo año 1822
como último, pero sólido, bastión de la Monarquía en el área andina.
Se trataba de un desenlace que llegó de manera inesperada, teniendo en cuenta la de-
bilidad y la falta de proyección estratégica que habían mostrado las fuerzas realistas
durante el primer año y medio de la presencia en el Perú del ejército patriota de San
Martín, desde septiembre de 1820. Aunque hubo muchísimos patriotas peruanos que
lo fueron desde antes de la llegada de San Martín y que mantuvieron con solidez sus
convicciones en las circunstancias más adversas, también hubo peruanos que eran, en
El periodo peruano de la independencia
91
el fondo, realistas o que tenían un patriotismo tibio, y que se pasaron al bando de San
Martín entre 1820 y 1821, cuando creyeron que el poder militar realista estaba a punto
de ser derrotado, sin imaginar su extraordinario fortalecimiento en la sierra sur entre
1822 y 1823. En el primer grupo estuvo Riva-Agüero; en el segundo, Torre Tagle.
Hay que destacar que ninguno de los dos tuvo suciente experiencia militar. Además,
de manera independiente de su patriotismo extremo o débil, ambos tenían, por razo-
nes sociales y familiares, estrechos vínculos con los sectores realistas y peninsulares
locales, y con la misma España (O´Phelan, 2001: 391). Riva-Agüero fue un patriota
convencido, pero jamás abjuró de la tradición cultural española (Hernández, 2019:
153, 155), como sí lo hicieron de manera explícita personajes como Monteagudo.
Por otro lado, ¿hubo, en general, mala fortuna en el aspecto del liderazgo peruano?
Por ejemplo, ¿debió haber sido José Baquíjano y Carrillo (conde de Vista Florida) el
gran líder de la revolución peruana en tiempos de la constitución de Juntas en His-
panoamérica, durante el gobierno del virrey Abascal, cuando aquel personaje gozaba
de gran popularidad en Lima? El destino quiso que Baquíjano muriera recluido de
manera oscura en España (1817), en tiempos de la reacción absolutista, que barrió
con los esfuerzos de modernización política contenidos en la Constitución de Cádiz.
Por supuesto, se trata de una especulación, aunque no hay que dejar de mencionar ella
fue hecha por los propios liberales que vivieron los azarosos días de la Independencia,
quienes no dejaron de mencionar —con tono amargo— esta posibilidad frustrada,
que habría retardado en años la Independencia del país naciente (Basadre, 1978: 204;
Tauro, 2001: 296).
En todo caso, el desenlace del periodo peruano de 1822-1823 canceló toda posibili-
dad de obtener la independencia de manera autónoma, sin la intervención esencial de
fuerzas extranjeras.
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