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La clase alta y sus altas apuestas: la ación por los
juegos en la Lima ilustrada (siglo XVIII)
Henry Eduardo Barrera Camarena
1
Sumilla
El artículo analiza la ación por los juegos que tuvo la clase alta limeña y lo contra-
dictorio que resultó su discurso de reformar la pasión por el juego cuando se trataba
de un jugador con un importante cargo o estatus. La Lima ilustrada del siglo XVIII se
convirtió en una verdadera “Ciudad de los Juegos” por la cifra inmensurable de juga-
dores de toda condición social. En una época donde la introducción de los preceptos
ilustrados se reejó en el cuestionamiento de la existencia de costumbres contrarias al
postulado del ideal de una sociedad civilizada, la persistencia del hábito de derrochar
dinero era opuesto a ello.
Palabras clave: Juego, Ilustración, clase alta, discurso.
The upper class and its high stakes: The love for games in the
illustrated Lima
Abstract
The article analyzes the liking for the games the Lima high class had and their contra-
dictory speech of reforming the passion for the games when it came to a player with
an important position or status. The illustrated Lima of the eighteenth century became
a true “City of the Games” due to the immeasurable number of players of all social
status. At a time when the introduction of the illustrated precepts was reected in the
questioning of the existence of customs contrary to the postulate of an ideal civilized
society, the persistence of the habit of wasting money was opposed to it.
1 Licenciado en Historia, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima. Actualmente labora en la
Biblioteca Nacional del Perú. Correo electrónico: henrybarrera20@gmail.com
Recibido: 15/06/2020. Aprobado: 20/05/2023. En línea: 21/11/2023.
Citar como: Barrera, H. (2023). La clase alta y sus altas apuestas: la ación por los juegos en la
Lima ilustrada (siglo XVIII). Revista del Archivo General de la Nación, 38: 37-54. DOI: https://doi.
org/10.37840/ragn.v38i1.151.
REVISTA DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
Historia
Revista del Archivo General de la Nación 2023; voluen 38
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Key words: Game, Ilustration, upper, class, speech.
Introducción
El juego fue una manifestación social extendida a lo largo y ancho del virreinato pe-
ruano. Los primeros españoles lo empezaron a practicar sin llegar a imaginar que, con
el pasar de los años, sería un elemento nocivo para la sociedad por la falta de límites
claros. Para mediados del siglo XVIII no había calle, plaza, tienda, casa, alameda o
lugar donde no se jugara. Es más, se llegó a términos “de no tenerse por hombre al que
no jugaba, y jugase fuerte” (Núñez y Petersen, 1971: 28).
La Ilustración fue una corriente losóca nacida en Europa occidental pero no exclu-
sivamente en el siglo XVIII, como tradicionalmente se plantea: ya estaba oreciendo
desde años atrás al tener sus primeros brotes en los aportes de humanistas y cientícos
como Isaac Newton, Galileo, René Descartes, entre otros. El afán por conocer empí-
ricamente la realidad, aunque todavía inuenciado por ideas religiosas, lo caracterizó.
Los llamados ilustrados, de manera análoga a sus antecesores humanistas, fueron por-
tadores de valores culturales y morales con los cuales responder a las exigencias de la
sociedad laica que se estaba formando, y de la cual eran parte.
El hombre ilustrado, con su fe en el progreso, no aceptaba pasivamente la realidad,
creyendo que podía cambiarla (Álvarez, 2001: 160). Precisamente, la reforma de las
costumbres, por encima de la supercialidad de la moda, es un proceso necesario en la
aspiración de alcanzar el modelo ideal de individuo y de sociedad (Escobar, 1984: 90).
En la Europa del siglo XVIII, la identidad colectiva se veía reforzada periódicamente
por estas, procesiones, recepciones y otras formas de celebración pública (Munck,
2001: 62). En países como Francia se empleó la estrategia de educar a la población a
través de las diversiones y los juegos, inculcándoseles los patrones sociales que de-
bían de tener. La élite también se entretenía, pero de manera diferenciada y recatada,
muy distinta al pueblo.
En Lima sucedió un hecho similar: en plena época ilustrada se había vuelto un hecho
universal que toda persona juegue sin distinción de sexo, edad, ocio, casta, estatus o
puesto administrativo. Cada uno, a su manera y posibilidad, jugaba a cualquier hora y
momento del día. La llamada plebe en las populares casas de juego
2
, mientras que la
nobleza prefería desatar su ación en pueblos a las afueras de la urbe, o encerrarse en
sus residencias convocando a familiares y amigos.
2 Francisco García solicita licencia para continuar con la apertura de una casa de juegos en la esquina de
la Moneda, barrio de Santa Ana. Archivo General de la Nación (AGN), Cabildo, Gobierno de la Ciudad,
Recreación y Festividades, leg. 31, c. 4, 1787. José Cáceres solicita licencia para abrir una casa de
juegos de bolos en la esquina de San Sebastián. Ibídem, c. 14, 1809. Santiago Vidalón, vecino de Lima,
solicita licencia para abrir una casa de bolos, bolas y bochas en la calle nueva, en las inmediaciones de la
plaza de Acho. Ibídem, c. 17, 1810. Ramón García solicita licencia para abrir una cancha de bolas en un
sitio que arrendó en la esquina de la Peña por la calle del Rastro. Ibídem, c. 15, 1810. Juan Portocarrero
solicita una licencia para abrir una casa de boliches en la calle de la Encarnación. Ibídem, c. 16, 1810.
Simón Suarez solicita licencia para abrir una casa de bolos y bolas en la esquina de la Alameda de Acho.
Ibídem, c. 23, 1819.
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Uno y otro apostaban según su capacidad económica. El hombre del común arriesga-
ba los pocos pesos obtenidos de sus jornadas laborales, algunas veces con suerte salía
ganador de la partida, ello le alcanzaba para estar algunos días sin trabajar. En cambio,
otros no corrían con la misma fortuna, sus escasas monedas las perdían en las casas de
juego, o en los juegos clandestinos, los cuales valga precisar se caracterizaron por es-
tar al margen de la ley (Fuentes, 1866). La familia del jugador era la más perjudicada,
pues, en una sociedad patriarcal como la limeña el hombre era el sostén del hogar. Su
suerte era la suerte de su familia. Si se quedaba sin un peso se prestaba de algún ami-
go o familiar, o empeñaba sus bienes, alhajas o vestidos para “recuperar” lo perdido.
A esta pérdida económica se le suman las consecuencias psicológicas que el juga-
dor padecía. Los presentes lo despreciaban, era el centro de la burla. Ser reconocido
como un perdedor era una afrenta que le causaba impotencia, sentimientos que debía
desahogar antes que lo consuman. El infortunio del marido en el juego lo sufrían la
esposa y los hijos
3
. Era una cadena viciosa que podía terminar en hechos lamentables.
Hecha esta introducción, el artículo se centra en la ación por los juegos que tuvo,
no la plebe, sino la clase alta limeña y las principales autoridades civiles y religiosas
durante una época que se caracterizó por la presencia del pensamiento ilustrado. Los
criollos ilustrados se propusieron reformar Lima en términos sociales, desterrando
ciertos patrones de comportamiento considerados opuestos a su ideal de sociedad ci-
vilizada y moderna. Entre ellos estaba la ación por el juego, mayormente practicado
por la plebe. Sin embargo, a través del estudio de algunos personajes se podrá obser-
var lo contradictorio de dicho proyecto ilustrado, al descubrir también como reconoci-
dos jugadores a aquellos mismos que debían encargarse de su ejecución. La plebe no
era la única que jugaba, la alta clase limeña no se quedaba atrás, llevando tal situación
a la existencia de dos tipos de normas al intento de reformar el juego: uno tenue y
exible, para la alta clase limeña, y otro más bien rígido y absoluto, para la plebe.
Lima, “la ciudad de los juegos”
El gusto por los juegos es tan antiguo como la fundación de la ciudad. Desde tem-
prana fecha se visualizaba en las calles a jugadores que, en un primer momento, eran
todos españoles, lo cual no hubiese sido un problema si no fuera porque el ambiente
que rodeaba a los juegos era uno lleno de violencia, robo y fraudes. Desde España se
emitieron leyes para combatir este naciente agelo social, aunque sin mucho éxito.
En 1680, dichas leyes fueron compiladas en la llamada Recopilación de las leyes de
Indias, cuerpo jurídico que recoge las medidas tomadas por los reyes españoles en su
3 En el Mercurio Peruano se publicaron las acusaciones intercambiadas entre una esposa y su marido por
los gastos excesivos que uno y otro cometían. En respuesta a la acusación recibida por ella, responde
señalando que su esposo pasa todo el día en diversiones descuidándola tanto a ella como a sus hijos: “Yo
sola tengo que sufrir los tedios de la soledad, porque mi marido saber buscar quando quiere las tertulias
y las diversiones. No pierde concurrencia en Miraores, en la Magdalena, o en Surco; y allí juega como
un desesperado. Quando pierde (lo que sucede muy a menudo) vuelve a su casa gritando, y declamando
sobre los gastos que hago para vestir a los hijos o a las criadas. El Domingo último del mes pasado
perdió cinquenta y dos onzas; y luego me trató de pródiga y manirota porque vio arder en el candelero
una vela de bugía, queriendo que gastase las de a quartillo, y diciendo que de otro modo yo arruinaré la
familia” (Antispásia, 1791: 163).
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intento por mantener el orden en sus dominios americanos. Tal fue la preocupación
por la rápida difusión de los juegos, que las Leyes de Indias les dedicaron un apartado
exclusivo.
En la ley II, del título II, del libro VII, se recuerda que, el 10 de abril de 1609 y,
posteriormente, el 10 de noviembre de 1618, el monarca Felipe III reconocía ya lo
difundida y escandalosa que era la práctica de algunos juegos en el virreinato, debido
a la mucha gente ociosa, de vida inquieta y de depravadas costumbres que congrega-
ba. Asimismo, dejaba en evidencia que, en reiteradas ocasiones, la culpabilidad de las
mismas autoridades, “porque estas juntas, juegos, y desórdenes suelen ser en las casas
de los gobernadores, corregidores, alcaldes mayores, y otras justicias a cuyo cargo,
y obligación está el castigo, y ejemplo público, en que también se hallan notados
los eclesiásticos”
4
. Lo que agravaba el hecho era, justamente, esa complicidad entre
jugadores y autoridades. Por ello, se instaba a virreyes, audiencias y gobernadores a
que “procedan los superiores contra ellos, haciendo justicia, con particular ejemplo y
demostración”.
La ley siguiente resalta otro caso de juego excesivo. El 7 de setiembre de 1594, Felipe
II y, luego, el 5 de enero de 1609, Felipe III llegan a sostener que “algunos ministros
togados, y sus mujeres, debiendo dar mejor ejemplo en todas sus acciones, corregir, y
castigar excesos, los cometían, y consentían, teniendo en sus casas tablajes públicos,
con todo género de gentes, hombres, y mujeres, donde de día y de noche se perdían y
aventuraban honras y haciendas”
5
. No se trataba de cualesquiera jugadores, eran hom-
bres provenientes de la élite limeña, lo cual lo convertía en más escandaloso.
En el periodo colonial se desarrolló una doble moral. Por un lado, era penoso cómo
la gente del común apostaba sus pocos pesos, o más de lo permitido; mientras, por el
otro, no resultaba indecoroso ver cómo la élite limeña jugaba sin escrúpulo alguno. Si
durante los siglos XVI y XVII dicha situación fue tolerada, hacia mediados del siglo
XVIII, en plena época ilustrada, la élite limeña entró en contradicción cuando quiso
reformar la sociedad y, con ello, los excesos del juego, y darse cuenta de que eran
parte de este problema social.
El discurso ilustrado y los juegos
Las ideas ilustradas que arribaron a mediados del dieciochesco se vieron reejadas
en el cambio de percepción sobre los juegos. La Ilustración penetró en los diferentes
ámbitos de la vida humana buscando forjar al nuevo hombre acorde a los preceptos
de moralidad, virtud y recato. En ese sentido, los criollos ilustrados se propusieron
reformar la sociedad y sacarla del letargo en que estaba sumergida. Para aquellos
4 Leyes de Indias, 1681. Libro VII. Título II. “De los juegos y jugadores”. Ley II. “Que prohíbe las casas
de juego, y que las tengan, o permitan los jueces”. El cronista Guamán Poma de Ayala (2008: 481) llega
a retratar a un corregidor jugando a los naipes con un fraile doctrinero, indicando: “Como los dichos
padres de las dichas doctrinas son tan libres, asimismo el dicho corregidor, juegan a los naipes y ganan
jugando el salario, y demás de esto estando en su doctrina el dicho padre y corregidor son tan soberbio-
sos que no temen a Dios ni a la justicia”.
5 Leyes de Indias, 1681. Libro VII. Título II. Ley III. “Que prohíbe el juego a los ministros togados, y a
sus mujeres”.
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años, la cantidad de delincuentes, vagos, jugadores, mendigos y personas sin ocio
ni benecio, fue tema de preocupación y debate entre autoridades e ilustrados. Entre
los segundos, son conocidas las críticas lanzadas por algunos de sus más prominen-
tes miembros: Joseph Ignacio Lequanda y Ambrosio Cerdán y Pontero, por ejemplo,
quienes entendían la imposibilidad de alcanzar la modernidad y la civilización en
Lima, como en las más importantes ciudades europeas occidentales, sin modicar
dicho estado
6
.
El joven italiano, e ilustrado, José Rossi y Rubí (1791: 25) maniesta, en el primer
tomo del Mercurio Peruano, su sentir hacia los juegos y diversiones. Menciona “todo
lo que se llama recreo, diversión, pasatiempo no es en el fondo otra cosa que un re-
curso para huir de la presencia de sí mismo, y abstraerse de las consequencias de la
meditación”. En efecto, el sumergirse en el mundo de los juegos y diversiones es una
acción que tiene un n en sí mismo, que va acompañado de un sentimiento de tensión
y alegría, y de la conciencia de “ser de otro modo” distinto al de la vida corriente (Hui-
zinga, 1943), e implícitamente, en términos del mercurista, alejarse de la meditación
al adoptar actitudes contrarias a la moral ilustrada. Por esa razón, concluía que sólo
los hombres venturosos, aquellos que poseían una sólida virtud, uno de los máximos
rasgos religiosos, habían llegado al estado de tener poco afecto a las diversiones,
mientras que el resto no podía vivir feliz sin antes conceder a la actividad de su alma
algún descanso.
En el segundo tomo del Mercurio Peruano, se anuncia satisfactoriamente la instaura-
ción de establecimientos de instrucción y recreo público. A manera de ejemplo, se cita
la escuela de diseño abierta por Joseph del Pozo, profesor de pintura perteneciente a
la Real Academia de Sevilla:
El tiempo destinado para las lecciones facultativas es desde las siete a las
nueve de la noche, en todos los días de trabajo. De este modo no se compli-
carán las demás ocupaciones civiles de los discípulos; y los Jóvenes podrán
aprovechar unas horas, que regularmente absorben el amor, el juego, y la
frivolidad (Anónimo, 1791: 66).
Igualmente, se menciona la “academia de todo bayle” abierta el 18 de mayo de 1791
por el italiano Vicente Bertarini, profesor de baile francés
7
; y por último el taller pues-
to por el alemán Enrique Kors, fabricante de órganos y claves (Anónimo, 1791: 67)
Los juegos fueron condenados por sus prácticas comunes al margen de ley, aunque no
se llegó a la situación de estigmatizarlos negativamente de forma total. Eran conside-
rados necesarios para la distensión de la plebe luego de sus jornadas laborales, pero
moderados. No fue delito formar parte de alguna partida, el cuestionamiento aparecía
cuando esta excedía la ley, cuando lo que se perdía ya no era solo unos cuantos pesos,
sino el sustento económico de un individuo o de una familia entera. Y qué decir de la
clase alta limeña, que su ación los llevó a apostar sus propiedades (haciendas, escla-
6 Las costumbres disipadas de la llamada plebe tenían que ser reemplazadas por otras que permitieran obtener
“vasallos obedientes y conocedores de los principios morales, naturales y racionales” (Viqueira, 1987: 66).
7 La academia, ubicada en el salón de una casa en el callejón de Petateros, hacía repasos y ensayos dos
veces a la semana con una gran concurrencia. Cada asistente contribuía mensualmente con tres pesos
(Mendiburu, 1876: 42).
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vos, títulos, entre otros) atentando contra su propia condición social
8
.
Un sector de la clase alta limeña no sentía temor en desacatar la norma para realizar
grandes apuestas, tomándolo como parte de sus rutinarias vidas y bajo el entendido
que una simple jugada de cartas o dados no hacía daño a nadie. Autoridades, religio-
sos y hacendados preferían trasladarse a las afueras de la ciudad para relajarse en una
partida, contemplando la naturaleza. Los primeros en tener que mostrar obediencia y
un espíritu acorde a los principios ilustrados, estaban entre aquellos que desobedecían
lo establecido.
Los oidores ludópatas
Las principales autoridades, muchas de ellas ilustradas, gustaban de las apuestas y los
juegos de azar. El cargo político ostentado y el sueldo percibido no eran impedimento
para encontrar otras formas de obtener ingresos adicionales, aunque no jugaban preci-
samente por esa razón. Unos de los cargos más deseados en la colonia era el de oidor,
formar parte de la Real Audiencia, motivo por el cual los elegidos necesariamente te-
nían que ser personas con inuencia y poder económico. El n era expandir, o generar,
lazos comerciales, políticos y obtener así un mayor estatus.
Resultaba contradictorio que, mientras las autoridades locales buscaban combatir los
juegos prohibidos, sean precisamente algunos miembros de la Real Audiencia quienes
propiciaran o, asombrosamente, fueran conocidos por su ludopatía
9
. Valga precisar
que una práctica lúdica era considerada prohibida cuando se realizaba de manera clan-
destina o las apuestas eran excesivas. Un simple juego de cartas podía ser permitido o
prohibido dependiendo de ello.
Personajes representativos de la época eran propietarios de espacios de recreación. Un
caso ilustrativo es el de José Tagle y Bracho, oidor decano de la Real Audiencia en
1781 y conocido por su ación a los juegos quien, aprovechando su inuencia políti-
ca, solicitó al virrey Agustín de Jáuregui la elaboración y entrega, por el escribano de
cámara civil de la Real Audiencia Martín Pro León, de un testimonio sobre el título de
la licencia de una cancha para el juego de bolas que poseía en el Portal de Escribanos
en la Plaza Mayor, la cual le había sido trasferida por su ex propietario, el coronel
Pedro Flores. Presentados los papeles que vericaban su argumento, se determinó la
aceptación de su solicitud a los pocos días
10
.
Si algunos poseían canchas de juego, otros lo fomentaban en sus mismas casas. Según
8 A manera de ejemplo, está la tradición de Ricardo Palma titulada “El conde de la topada” (1983: 329-
332) respecto a una jugada realizada en la famosa diversión de pelea de gallos, en el cual estuvo en
juego un título de conde.
9 El joven aristócrata Santiago Urquizu, juez balanzario de la Casa de Moneda de Lima e hijo del oidor
de la Real Audiencia Gaspar Urquizu Ibáñez, decide en 1782 abandonar la vida retirada y de entrega al
estudio, cambiando los libros por la diversión al frecuentar, junto a un amigo, el teatro y los salones aris-
tocráticos donde se jugaba (Guibovich, 2013: 108-110). Y no es el único caso conocido del hijo de una
autoridad importante convertido era jugador: Jerónimo Torres y Portugal, hijo de Fernando de Torres y
Portugal, virrey del Perú entre 1585 y 1589, era conocido entre parientes y amigos por su cercanía a los
juegos (Escandell y Bonet, 1950: 79-80).
10 BNP, Manuscritos, C4245, 1781.
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el viajero Alexander von Humboldt, en casa del inspector Gaínza y del marqués de
Medina se reunían personas para apostar, sucediendo que dichas reuniones:
[…] solo terminaban cuando uno de los jugadores lo perdía todo. En tanto
que a hombres como Urquiza, a quien Humboldt lo consideraba el más sabio
y amable de Lima después de Mutis
11
, por tener un talento nada semejante, el
resto de los limeños no le hacían ningún caso por el simple hecho de ser un
hombre que no juega (Núñez y Petersen, 1971: 198).
Los criollos ilustrados mostraron una mirada crítica del orden social existente. No
dudaron en cuestionar aquellas costumbres o prácticas opuestas a sus postulados. La
llamada plebe limeña estaba en su mira. Basta con revisar los artículos que conforma-
ron el Mercurio Peruano para observar lo señalado a pesar de no encontrarse uno de-
dicado al juego. Entre las diversas reformas sociales postuladas en dicha publicación,
el juego no queda al margen. La razón, elemento universal de todo hombre, debía pri-
mar por encima de las pasiones o desenfrenos. Un sector lo comprendió, lo asimiló y
lo practicó, no así otro que, en cambio, tras comprenderlo y asimilarlo, no lo practicó.
El oidor más mediático, y que estuvo en la mira de la sociedad, fue el ilustrado José
Baquíjano y Carrillo, conde de Vistaorida, caballero de la orden de Carlos III y, en
su momento, presidente de la Sociedad de Amantes del País y miembro del Mercurio
Peruano, el cual ha pasado también a la historia debido a su gusto por las apuestas,
poniendo en cuestionamiento y peligro el cargo de oidor ejercido el año de 1806. Tal
era su inclinación por los juegos que una vez, jugando a las cartas con el comerciante
navarro Martín de Osambela
12
, perdió en una sola jugada la huerta de La Menacho. La
propiedad, situada en el valle de Ate y en un próspero estado, con numerosos aperos
y criados, valía unos sesenta mil pesos (Hampe, 2001: 90)
13
.
Empero, fue en 1808 cuando Baquíjano estuvo en el verdadero centro de las críticas,
situación nada honrosa para alguien de su posición social. El 23 de mayo el virrey
Fernando de Abascal escribe a España quejándose de que la mayoría de miembros
de la Real Audiencia de Lima estaban centrados en asuntos distintos al cargo que
ocupaban (Anna, 2003: 113). Provocado por las continuas quejas del virrey, la regen-
11 Se trata de José Celestino Mutis y Bosio, sacerdote natural de Cádiz y apegado a la ciencia, quien llegó
al virreinato de Nueva Granada a nales del siglo XVIII como cabeza visible de los proyectos cientí-
cos de la Corona en dicho lugar, destacando la famosa Real Expedición Botánica de 1783 (Nieto, 2007:
109).
12 Probablemente el lugar donde se jugaba era en un salón de su casa: “[…] la quinta del Sr. Baquíjano,
donde se hace el punto de reunión de todo lo más brillante de la capital” (Cosamalón, 1999: 211).
13 Osambela perdería luego la huerta debido a su condición de español emigrado, siendo afectado por la
política de conscación decretada por el libertador Simón Bolívar durante la independencia. En tal vir-
tud, la huerta de La Menacho fue concedida al prócer José Faustino Sánchez Carrión (Eguiguren, 1945:
42). El caso de Osambela es sintomático en cuanto vislumbra la importante participación de algunos
foráneos en el progreso de la sociedad limeña. En 1799, Xavier María de Aguirre, Antonio Álvarez del
Villar, Antonio Elizalde, el marqués de Zelada de la Fuente y el conde de Fuente Gonzales, por mencio-
nar solo a algunos vecinos notables de la ciudad, solicitaron al virrey Ambrosio O’Higgins licencia para
el establecimiento de “unas casas escuelas de hilar algodón, lino y cáñamo para el empleo de individuos
de ambos sexos con el n de aliviar su pobreza”. A pesar del respaldo del virrey, el hospicio tuvo una
corta vida pues la Corona determinó su pronta extinción el 5 de setiembre de 1803. AGN, Superior
Gobierno, Político-Administrativo, leg. 48, c. 679, 1799 (citado en Quiroz, 2008: 187-189).
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cia española comienza a solicitar informes secretos sobre la conducta de los oidores
a varios residentes importantes de la capital debido a la conducta, estilo de vida y
tipo de inclinaciones de aquellos. Entre los nombres que se mencionaron guraba el
de Tomás Ignacio Palomeque, caballero de la orden de San Juan, juez de provincia
en 1803, juez privativo del juzgado de la Caja General de Censos en 1807 y alcalde
del Crimen, a quien se tachó de jugador. Baquíjano fue considerado en otro informe,
elaborado el 31 de enero de 1812, a raíz del cual ordena el Consejo de la Regencia a
Abascal reprender a Baquíjano por su ación al juego, y amonestar al resto por mala
asistencia y descuido de sus deberes. Sin embargo, fue solo eso, una reprensión. Debi-
do a la situación política y social que atravesaba la ciudad, Abascal decide suspender
la acción en contra de los oidores (Anna, 2003: 115).
Pese al informe que ponía en tela de juicio su comportamiento, Baquíjano fue elegido
casi un mes después consejero del estado español. La noticia llega a Lima recién el 28
de junio, siendo recibida con inmenso júbilo, realizándose estas para conmemorar
tal acontecimiento tanto en la capital como en provincias, caso de Arequipa. José de la
Riva-Agüero (1971: 93-94) relata cómo, desde el mismo día de conocerse la noticia,
se da inicio a la interminable serie de felicitaciones por los amigos y partidarios de Ba-
quíjano, por las personas que le debían servicios y favores, por las corporaciones, los
colegios y hasta las comunidades religiosas, los cuales acudieron a congratularlo con
una efusión, un entusiasmo y un ardor sin ejemplo en la historia colonial. Tres días
después el cabildo determinó la realización de públicas demostraciones, proponiendo
el repique de campanas durante tres noches y la iluminación general de la ciudad,
eligiéndose los días 4, 5 y 6 de julio, junto a una noche de festejo en las casas de los
capitulares, además de corridas de toros en su honor
14
. El virrey Abascal mostró su
aceptación e, incluso, ofreció su presencia en las celebraciones
15
. Baquíjano es el puro
reejo de la comprensión del uso de la razón, pero no de su práctica, al menos no en
aquel ámbito de su vida.
El caso de Baquíjano también permite conocer las diferencias al momento de
castigar a un jugador, dependiendo de quién se trataba. Por un lado, la plebe
era perseguida por su ación, más aún cuando practicaba juegos prohibidos y
abandonaban sus labores. Con las autoridades no sucedía lo mismo, pues no eran
perseguidos, encarcelados ni desterrados, recibiendo a lo mucho una llamada de
atención o una amonestación
16
. De ahí que, en la práctica, hubiera dos reglamen-
14 Parecida celebración hubo en Lima ante su óbito. Las exequias por el alma del ilustrado se realizaron en
la Santa Iglesia Catedral en 1817, asistiendo las más prominentes autoridades encabezadas por el virrey
Joaquín de la Pezuela, junto a los demás cuerpos políticos. Su sobrino Manuel de Salazar y Baquíjano se
encargó de la organización de la ceremonia. Archivo Histórico de la Municipalidad de Lima (AHML),
Libros de Cabildo de Lima (LCL), n° XLIV, acta de set. 26 de 1817.
15 AHML, LCL, n° XLII, acta de jun. 30 de 1812.
16 Son innumerables los casos donde la plebe fue juzgada con severidad. Pedro y Carlos Betancourt, her-
manos, son enviados al presidio del Callao para que enmienden sus vidas disipadas e inclinación al juego
AGN, Real Audiencia, Causas criminales, leg. 58, c. 673, 1786. Causas seguidas contra Pascual Zagal y
José Tudela por vagancia y juego de dados. Ibídem, leg. 79, c. 979, 1794. Causa seguida por Francisco
de Izcue contra Pedro Rosell por delincuente y jugador. Ibídem, leg. 140, c. 1728, 1818. María Aguirre,
madre de Pedro Rodríguez, contra Miguel Flores, cajonero de la calle Fierro Viejo, por corrupción de
su menor hijo al incitarlo al juego de dados. AGN, Cabildo, Justicia Ordinaria, Causas Criminales, leg.
197, c. 190, 1780. Causa seguida por Matías de la Torre Tagle, alcalde de Lima, contra José Portales por
La clase alta y sus altas apuestas: la ación por los juegos en la Lima ilustrada (siglo XVIII)
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tos: uno para la plebe, el ocializado y sacramentado, y otro para la clase alta
limeña, totalmente tenue y sin medidas claras a tomar, entendiéndose que de incu-
rrir en el juego no se trataba de un delito y, por ende, no merecía ser severamente
castigado
17
. Esta es la explicación de por qué Baquíjano continuó en el cargo de
oidor pese a todo lo que se dijo de él
18
.
Los oidores mencionados no fueron los únicos, conociéndose algunos casos más. En
1747, luego del terrible terremoto del año anterior, el virrey José Antonio Manso de
Velasco, conde de Superunda, depositó su conanza en un grupo de limeños promi-
nentes para la reconstrucción de la ciudad. Entre ellos estuvieron Pedro José Bravo
de Lagunas y Castilla
19
y Pedro José Bravo de Rivero, ambos inuyentes oidores de
la Real Audiencia, junto a Diego de Hesles, y Francisco de Herboso y Figueroa. A
pesar de la alta estima del virrey por ellos, el arzobispo Pedro Antonio de Barroeta los
consideraba personas corruptas e inmorales, además de promiscuos –insinuación de
homosexualismo– y jugadores (Walker, 2012: 108).
Apuestas dentro y fuera de la ciudad
Al igual que con algunos oidores, la nobleza limeña también disfrutaba de los juegos
en esta época ilustrada. Los títulos de conde o marqués no constituían impedimento
alguno para apostar. En las tertulias o reuniones de salón no faltaba quien sacara de su
bolsillo unos dados o una baraja de cartas para iniciar la verdadera esta:
El juego formaba parte del círculo de comodidades y distracciones que se
trazó para la vida sociable. En las grandes casonas de Lima se jugaba con
mucha frecuencia y con inaudita temeridad. Los círculos amistosos cambia-
ban a diario de casa de recepción, derrochando fuertes sumas de dinero, ya
en moneda, ya en propiedades, muebles o inmuebles, ya en esclavos que se
apostaban, como semovientes (Valega, 1939: 342).
Si bien desde el mismo seno de la nobleza limeña se realzaban los valores propios que
los distinguían del resto de la población, valores que rearmaban su superioridad social,
por otro lado, no tenían ningún disimulo al momento de demostrar unos patrones lúdi-
cos similares a los de la plebe, costumbres que, en realidad, no eran ajenas a su estatus.
No todos se arriesgaban a asistir a las casas de juego para ser vistos por el vecindario
y convertirse en el centro del chisme, o arriesgarse a los comentarios por tal ación. El
juego no sabía de diferencias sociales, títulos, vestimenta, color de piel u ocio, pre-
riendo algunos dirigirse a lugares distintos donde entretenerse y no a las tradicionales
casas de juego. A pesar de la dicultad de encontrar documentos que muestren lo antes
vagancia; es conducido preso a la Real Cárcel de la ciudad. Ibídem, leg. 20, c. 74, 1793.
17 Pablo Whipple (2013: 58) llega a esta conclusión para la llamada “gente decente” de Lima a inicios de
la República, quienes se resistieron a acatar la reforma policial argumentando la imposibilidad de ser
medidos de la misma forma que el resto de la población debido a los valores morales que poseían.
18 Con Baquíjano se comprueba que ser, a la vez, ilustrado y empedernido jugador no necesariamente res-
taba, no logrando opacar su ludopatía la destacada participación política que exhibía. La razón, baluarte
de la Ilustración, podía convivir con costumbres opuestas.
19 Asesor del virrey y catedrático de Prima de Leyes en la Universidad de San Marcos, fue el artíce de la
reconstrucción del Real Hospital de San Lázaro luego del sismo de 1746 (Bravo de Lagunas, 1761).
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dicho, se cuenta con el testimonio de algunos viajeros que conocieron el gusto de la
nobleza por el juego. Uno de ellos es el inglés William Bennet Stevenson (1971: 165),
quien estuvo en Lima en las postrimerías del colonialismo, y señala:
El juego se ha extendido mucho en Lima, pero más en los círculos más altos
que en los más bajos. […] es muy común el juego en las estas particulares,
principalmente en las casas de campo de la nobleza y en los lugares de baño
de Miraores, Chorrillos y Lurín. Las mesas de juego aún en las casas de la
nobleza, están libres para todos y en ellas se confunden indiscriminadamen-
te, el maestro, y el esclavo, el marqués, el conde, el mecánico y el buhonero.
Algunos de los lugares convertidos en centros de diversión fueron los balnearios de
la ciudad. Respecto a Chorrillos, Stevenson (1971: 174) arma que: “[ubicado] a dos
leguas de Lima, [es] una aldea grande con una bonita iglesia, que era parroquia de
indios. Aquí la bajada hacia el mar es muy cómoda y aquellos que preeren bañarse y
no jugar visitan generalmente este lugar”
20
. La nobleza limeña no solo iba a bañarse,
también aprovechaba la ocasión para dar rienda suelta a la ación por los juegos, “hay,
no obstante, un considerable número de jugadores que se reúnen aquí, pues el juego es
entretenimiento de moda”
21
. La misma situación se vivía en el balneario de Lurín, el
cual “[…] está alrededor de siete leguas de la capital; también es parroquia de indios
y un lugar de gran atracción para las clases más altas de jugadores; la distancia impide
la concurrencia a estos lugares de las clases más bajas de la sociedad” (Stevenson,
1971: 174). A mediados del siglo XVIII, el botánico Hipólito Ruiz (1952: 50) describe
a Lurín de la siguiente manera:
Se halla en un espacioso y frondoso valle, más saludable que Lima y demás
poblaciones circunvecinas; por lo que algunos virreyes y otros caballeros y
familias de la capital pasan por varias temporadas a recrearse a este pue-
blo. Lurín es ciertamente un pueblo de recreo, y todo es un paseo delicioso y
ameno, por la multitud de ores y por la frondosidad de los árboles, arbustos
y plantas en todo aquel contorno.
Por su parte el viajero francés Julián Mellet (1971: 90), quien estuvo en Lima en 1815, apunta:
El oro que circula ahí es incalculable; los cuádruplos son tan comunes como las
piezas de un franco pueden serlo en Francia. Los dueños de cafés y los posade-
ros hacen grandes negocios, tienen siempre jugadores que gastan el dinero como
lo ganan, de manera que al n del año, ellos obtienen casi todo el benecio.
Ser un gran jugador aseguraba riqueza y un nombre. Así lo conrmaba, a nales del
siglo XVIII, el español Esteban Terralla y Landa (2011: 228-229), quien en un tono
20 En los primeros años republicanos, ir a Chorrillos era todavía una costumbre de la élite limeña a causa
de lo costoso y forzoso que era cargar todo el equipaje de una familia y trasladarlo por carretera hasta
ese balneario, además de los gastos de estadía. Resultaba, pues, difícil darse ese gusto para cualquier
otro poblador de la capital (Del Águila, 2003: 79).
21 Era un gran negocio abrir una casa de juego en pueblos como Chorrillos. El público acionado, por lo
general, era el noble limeño con ansias de divertirse libre de la presencia de la plebe que poco concurría
a estos lugares. Así lo demuestra la solicitud de Vicente Robledo, en 1812, para la concesión de licencia
para abrir una casa café, fonda y mesa de billar en el pueblo de Chorrillos. AHML, LCL, n° XLII, acta
de ene. 10 de 1812.
La clase alta y sus altas apuestas: la ación por los juegos en la Lima ilustrada (siglo XVIII)
47
satírico agrega:
Verás que si acaso ganas te hacen dos mil cumplimientos, Y por quitarte
la capa suelen quitarte el sombrero. Te salen acompañando con singular
rendimiento, Uno te alcanza la capa, otro lleva el candelero. Este el polvo
te sacude, aquel te coge el pañuelo, Y sales en procesión, como Santo en no
lloviendo.
Los balnearios no eran los únicos lugares de concentración de la clase alta de Lima pues,
como menciona Mellet (1971: 89-90) existía la aldea de Buena Vista (Bellavista):
A dos leguas de Lima y en una hermosa llanura, situada un cuarto de legua
del mar, hay una linda aldea llamada Buena Vista que ofrece toda clase de
placeres, especialmente en el verano; ahí se va a tomar baños; los habitantes
se trasladan en gran número, sobre todo las damas de Lima, que van a pasar
ahí gran parte del verano, en medio de toda clase de diversiones, y es ahí
donde se entregan con toda libertad a sus pasiones.
Para disfrutar del juego, el género era lo de menos. Las damas limeñas dejaban de
lado la estereotipada imagen patriarcal de “delicadas”, “frágiles” y ajenas a los gustos
depravados, para apostar y derrochar dinero:
Durante su estadía, su ocupación principal es frecuentar a cada rato los ho-
teles, cafés y juegos y, según su conducta y sus costumbres, se puede juzgar
los excesos a que se entregan y los gastos que hacen. El juego es extremada-
mente grande; hay bancas de un millón de francos y no se ve más que oro en
las mesas (Mellet, 1971: 90).
A través del testimonio de estos viajeros, y más allá del grado de subjetividad que
puedan tener, se reconocen algunas de las costumbres de la nobleza limeña difíciles de
encontrar en los documentos. La plebe no era el único grupo social “corrompido”, los
nobles no pudieron evitar caer en las garras del juego aunque practicándolo de modo
cauteloso, y fuera de los ojos y las críticas de los vecinos de la ciudad, se trasladaban
hasta lugares poco concurridos con el n de escapar de esa muchedumbre que solo les
generaba molestia. En una urbe como la limeña, en donde el qué dirán y la apariencia
importaban en demasía, nadie se atrevía a aceptar públicamente su condición de juga-
dor. La deshonra provocada a la familia era el primer impedimento. Salvo excepcio-
nes, y según las circunstancias, sucedía lo opuesto.
En 1763, Antonio José de Navia Bolaño Solís Vango, conde del Valle de Oselle, maes-
tre de campo del puerto del Callao, caballero de Santiago y uno de los más conspicuos
miembros de la élite limeña, aceptó ante la sociedad lo que ya era voz populis, su
ación por el juego. ¿Qué lo llevó a tomar tal decisión? En ese año fue denunciado de
pertenecer a una red de contrabando entre diversos puertos del virreinato. Es un largo
y detallado caso que ya ha sido estudiado. Lo que interesa es uno de los argumentos
vertidos en su contra, así como su defensa. El anónimo denunciante, con el n de
desacreditarlo, lo calica como alguien “suelto de lengua y boca”, y de llevar una
vida disoluta en casas de juego prestando dinero a los jugadores y haciendo trampa
en el juego. En su descargo, el conde del Valle de Oselle aceptó el frecuentar casas de
juego, pero que sólo había estado “en casas de juego a las que ningún hombre honra-
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do, por más distinguido que sea, se puede escusar de hacerlo. He divertido las noches
jugando juegos que son lícitos y honestos y que se acostumbran entre hombres de
buena sangre” (Quiroz, 1999: 47). Es un expediente valioso por ser uno de los pocos
conocidos en el cual un miembro de la alta clase limeña reconoce su ludopatía.
La fe en el juego
Si bien el clero no necesariamente formaba parte de la clase alta limeña, su evidente
vicio por el juego terminaba por demostrar que, en términos generales, todos juga-
ban. Dejaban de lado el respeto hacia Dios y la religión por mezclarse con los segla-
res descarriados del correcto camino de la salvación. Desde los primeros años del
periodo virreinal se apreciaba la desviación moral de los clérigos a causa del juego.
El 13 de mayo de 1577, el rey Felipe II decretó que los prelados se encargasen de vi-
gilar que los clérigos no incurran en algún tipo de apuesta lúdica: “Los clérigos, de
quien todos han de recibir ejemplo, deben ser muy compuestos y ocupar el tiempo
virtuosamente, por lo cual encargamos a sus prelados, que no permitan que jueguen
en ninguna cantidad”
22
.
Para el siglo XVIII la situación no mejoró y continuaron las denuncias contra los
religiosos que denigraban con sus actitudes la moderación católica, ocasionando
una especie de crisis institucional en la Iglesia, y el cual se intentó corregir du-
rante el VI Concilio Limense de 1772, en pleno auge de la Ilustración en Lima,
a causa de los abusos y delitos cometidos por algunos sacerdotes que infringían
las leyes civiles, y eclesiásticas. Los religiosos eran, en teoría, los encargados de
propagar la fe entre los indios paganos y ser ejemplo de vida, siendo así que desde
un inicio estaban prohibidos de practicar toda actividad lúdica. El mencionado
concilio era claro al momento de condenar los casos en los cuales los clérigos se
dejaban llevar por sus pasiones:
Que ninguna persona eclesiástica tenga en su casa tablaje o mesa de juego
prohibido, pena de pagar el daño que se causare, y de que no se le deba sa-
tisfacer lo que supliere para el juego, o se le quedare debiendo por él, como
más la de treinta pesos por la primera vez, y de destierro por la segunda
(Vargas Ugarte, 1952: 69).
No solo jugaban en sus moradas, también se atrevían a asistir a las casas de juego.
Algunas veces para apostar, otras como espectadores, compartiendo espacio, sea de
una forma u otra, con el vago, el tahúr, el jugador y otras personas de mal vivir. Por
esta razón, se prohibió “que entren a casas públicas de juego cualquiera que sea, y aún
de trucos, aunque no jueguen pena de doce pesos, como que es indecente a su estado
de asistencia en tales lugares” (Vargas Ugarte, 1952: 69-70). Incluso se juntaban con
algunos seculares en la misma casa de los visitadores, los cuales permitían que sus
moradas se conviertan en guarida de jugadores ávidos por dinero
23
. El hábito no era
22 Leyes de Indias (1681). Libro I. Título XII. “De los clérigos”. Ley XX. “Que los prelados no permitan
que los clérigos jueguen en ninguna cantidad.
23 Los seminarios religiosos eran otro lugar donde se jugaba. En Chile a los seminaristas del colegio de
San Francisco Javier se les castigó severamente: en su reglamento de 1724, en el artículo 19, se prohibía
las entretenciones de envite y azar “fuera de los permitidos en el colegio y a estos no pondrán dinero
sino estampas, aves marías y otras cosas devotas” (Pereira, 1947: 298).
La clase alta y sus altas apuestas: la ación por los juegos en la Lima ilustrada (siglo XVIII)
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barrera para ganar algunos pesos a costa de otros:
Por no faltar al buen ejemplo que deben los Visitadores durante la Visita
dar no consentirán que en sus casas se junten clérigos ni personas seculares
a jugar juegos de naipes ni otros prohibidos ni que se saquen barajas ni
baratos so color de cualquiera causa que sea con apercibimiento que si lo
hicieren serán suspendidos de sus ocios (Vargas Ugarte, 1952: 52)
24
.
Pero el mismo concilio se volvía tenue al momento de castigar a cada tipo de infractor.
Si por un lado se mostraba rígido en sus sanciones, por el otro, se exibilizaba hasta
llegar a aceptar los comportamientos inmorales ajenos a la virtud católica. Veamos
la siguiente disposición: “[…] tampoco jugarán dados ni juegos de envite u otros
que pendan solo del acaso y si por relajar el ánimo jugasen alguno en que se ejercite
el ingenio no puedan exceder de la cantidad de 20 pesos en un día natural” (Vargas
Ugarte, 1952: 70). Como ya se señaló, jugar de por sí no era un delito, apareciendo los
cuestionamientos cuando lo apostado era mayor a lo establecido. Un peso más o un
peso menos, era ese pequeño hilo que determinaba si se infringía la ley.
A pesar de los esfuerzos por reformar las costumbres relajadas de los clérigos,
frailes y obispos ludópatas, no se logró hacerlas cambiar. Se mostraron reacios
a alinearse a la correcta moral religiosa, a la moderación y al respeto a la túnica.
Ese es el caso de fray Esteban Piedra, quien en 1782 causó todo un escándalo en
uno de los corredores de la Real Audiencia de Lima
25
. El hecho sucedió el 21 de
agosto cuando el religioso de la orden mercedaria visitó a un preso mulato en la
Real Cárcel de Corte, solicitando lo dejen en libertad. Al denegarse su solicitud,
se exacerbó y empezó a injuriar a quienes intentaban calmarlo, gurando entre
ellos Clemente Castellanos, escribano de cámara de la Real Sala del Crimen
26
, y
Manuel Jiménez, ocial de la secretaría de cámara, a quienes el religioso acusó de
ladrón y de mestizo, respectivamente.
Castellanos levantó una denuncia contra el sacerdote, armando que éste es cono-
cido por su vida licenciosa y prostituida. Solo se ejercita en jugar juegos prohibidos
frecuentando no solo las casas privadas en que hay este ejercicio, sino también las
públicas. Jamás guarda clausura como debe ser en su convento, siempre anda prófugo
de él durmiendo como es público en casa de una mujer de baja esfera con quien tiene
trato ilícito, tampoco viste siempre el hábito de su religión, tomando muchas veces el
traje de un seglar andando así a la media noche por las calles”. Este suceso provocó
que sea castigado por sus superiores.
24 Durante el proceso independentista chileno, el capellán de la isla de Juan Fernández, fray Alonso, hom-
bre díscolo y rebelde, precursor democrático por sus sermones ardorosos contra los “empolvados y
empelucados”, fue acusado por sus enemigos “de pasar su vida de altar al juego hasta la hora de la
oración en que rezaba el rosario en la capilla. Del rosario al juego hasta la nueve y media o diez en que
también era preciso esperarlo para cenar, ocupado como estaba jugando a la primera, a la malilla o a un
sacar suyo” (Pereira, 1947: 206).
25 AGN, Varios Sótano, Real Audiencia, leg. 6, doc. 56, f. 15, 1782.
26 Castellanos era un hombre que estaba al tanto de las reuniones literarias de los miembros de la Sociedad
de Amantes del País y de la pronta publicación del Mercurio Peruano. Su nombre gura entre los sus-
criptores del periódico hacia 1791.
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El Investigador, críticas al jugador
Uno de los periódicos más inuyentes a inicios del siglo XIX fue El Investigador
(Temple, 1936: 3-5). En tan solo un año y medio de circulación, entre el 1º de julio
de 1813 y el 28 diciembre de 1814, publicó una serie de quejas y/o denuncias de al-
gunos ciudadanos que ya no toleraban la alta tasa de jugadores existente en la ciudad.
Muchos de ellos criticaron duramente la actitud de aquellos hombres llamados a ser el
ejemplo del resto. La élite limeña era el blanco de estos ataques y, aun así, era poco lo
que hacía por cambiar su imagen. En un contexto donde los aires independentistas se
sentían en cada esquina, no pasaba desapercibido este agelo social.
Los jugadores provenientes de la plebe eran perseguidos, encarcelados y procesados.
Ese era el tipo de castigo asignado. La élite limeña, en cambio, recibía un castigo no
carcelario, pero sí deshonroso: el qué dirán era la peor ofensa que podían recibir. El
murmullo del resto, los señalamientos por ser jugadores sin escrúpulos eran igual, o
peor, al impuesto a la plebe. Y fue, justamente, El Investigador uno de los medios para
atacar desde el anonimato la ación al juego de la élite limeña sin recibir represión
alguna. Lo interesante es que dichos ataques proviniesen, lo más seguro, de hombres
de misma condición social o con cierto nivel educativo.
En octubre de 1813 se publica en el periódico una nota que trataba acerca del juego,
rmada por «R.G.P
27
. El autor enfatizaba las consecuencias que afectaban al juga-
dor: no se espantaba por la presencia de vagos en la ciudad, los toleraba; entendía
la razón de ser de estos hombres, los cuales preferían dedicar sus horas libres a la
ociosidad en lugar de al trabajo, detalle que poco le importaba; su inquietud iba, más
bien, por el hombre educado y de bien, virtuoso, que optaba por jugar en sus horas
desocupadas. El juego en sí no era malo, el daño nacía cuando pasaba de ser el mero
entretenimiento de unas cuantas horas a absorber gran parte del día, sumándole las
altas cantidades apostadas.
El progreso de toda sociedad radicaba en el impulso del trabajo. La mano de obra
debía ser racionalizada para obtener de ella el máximo provecho. Hacer de Lima una
ciudad productiva era el anhelo de las principales autoridades, los ilustrados y la no-
bleza, pero en la práctica sucedía lo contrario. Tanto un sector de la plebe como un
grupo de hombres de buena reputación sobreestimaban esta ecuación y seguían jugan-
do sin la más mínima preocupación. Un efecto del juego era el enriquecimiento, pero a
costa de otro. Lo que no conseguían trabajando, lo conseguían jugando y, a diferencia
del trabajo, donde no se perjudicaba a nadie y, por el contrario, se era productivo, en
una jugada se podía dejar al contrincante sin su sustento diario. El escrito de «R.G.P
culmina de la siguiente manera:
¿Quién podrá ver sin dolor y saber sin un profundo sentimiento, que un padre
de familia arriesga a una carta o a un dado su comodidad, su fortuna, la de
su mujer y de sus inocentes hijos? Esclavo una vez de esta pasión detestable,
acostumbrado a las sensaciones y movimientos vivos y frecuentes, que
producen el interés, la incertidumbre, las alternativas crueles del terror y de
la alegría, es comúnmente un furioso a quien ninguna cosa puede convertir,
27 “Artículo comunicado”. El Investigador, Lima, nº 17, oct. 17 de 1813, p. 188.
La clase alta y sus altas apuestas: la ación por los juegos en la Lima ilustrada (siglo XVIII)
51
ni aun la perdida de cuanto posee, pues buscará dinero con impaciente ansia,
cometiendo mil bajesas hasta hallarlo con el n de desquitarse, y si no lo
logra, y antes pierde mas y mas su crédito, viene a parar en un mendigo,
llevando retratadas en su semblante, la confusión y la vergüenza
28
.
Tres meses después, en enero de 1814, una nota rmada por «El chorrillano» comu-
nica sobre la llegada, desde hace un tiempo, de jugadores de sitios colindantes, no
titubeando en señalar entre estos a nobles, clérigos, frailes, “buenos hijos de familias”
y “blancos”, a quienes calica como “bichos solapados”, “salta tapias” o “polillas
de la república”
29
. Su discurso se asemeja en esto al del ilustrado Joseph Ignacio de
Lequanda (1794: 112) sobre los vagos de Lima, en el cual lanza también calicativos
denigrantes contra aquellos hombres improductivos. Paradójicamente, dicho sector
de la nobleza limeña era atacado con los argumentos utilizados por ellos mismos. La
inclinación por el dado o el naipe podía más que su imagen social.
A pesar de que El Investigador pertenece a una etapa no netamente ilustrada, no cabe
duda de que quienes ahí publicaban, criticando el comportamiento de un sector de la
nobleza limeña, poseían caracteres ilustrados. En las páginas de la publicación cons-
tantemente se repite la palabra Ilustración. El Siglo de las Luces había pasado, pero
su inuencia había quedado, reejándose la misma en este rechazo al juego, explíci-
tamente, a su recurrencia excesiva y consecuencias nefastas. La moderación, uno de
los pilares de la postura ilustrada, era sobreestimada por aquellos que debían ser sus
adalides. El exceso, aspecto contrario a la razón, era lo que primaba.
En julio de ese mismo año, se publica el bando emitido por el virrey José Fernando
de Abascal acerca de las medidas adoptadas para combatir la alta tasa de robos en las
calles, los caminos y las casas de particulares. Entre los diversos puntos que lo confor-
man, llama la atención el octavo, pues en él se hace alusión al juego. Para el gobierno
colonial, el hurto y el juego estaban relacionados. Sin el afán de repetir literalmente
el octavo punto, sus líneas son claras al precisar que se detendría a todo aquel que se
encontrase jugando sin distinción de personas
30
. Si el gobierno buscaba hacerle frente
a ese problema no debía tener preferencia por cierto grupo social, a cuyos miembros
jugadores calicaba como deshonrados. En pocas palabras, aquellos que en su mo-
mento fueron vistos como los impulsores de costumbres civilizadas, acorde al ideal
ilustrado, educados y con nas costumbres, eran ahora parte del lastre social.
La honra y el estatus fácilmente podían dar un giro hacia un espíritu díscolo, donde
poco importaba el resto con tal de saciar las ansias de jugar. Dentro de la nobleza
limeña estaban quienes eran partidarios de una vida moderada, y aquellos que trans-
gredían las normas.
Conclusiones
Ha quedado evidenciado que la ación lúdica de la clase alta limeña fue igual a la de
la plebe. Lima, una ciudad pequeña, cobijaba a distintos grupos sociales. Las diferen-
28 Ibídem.
29 “Artículo comunicado”. El Investigador, Lima, nº 22, ene. 22 de 1814, p. 6.
30 “Bando”. El Investigador, Lima, nº 30, jul. 30 de 1814, p. 3.
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52
cias residían ya no en lo espacial; lo económico, moral, educación, eran algunos de
los elementos diferenciadores del siglo de las luces limeño. En la teoría, la clase alta
limeña intentó demostrar que su forma de jugar no traería consecuencias negativas, y
que el empleo de la razón los respaldaría. Pero ya se ha visto que no fue así.
El ocupar cargos importantes, tener vínculos sociales y políticos, o ser un intelectual
destacado, fueron la excusa para que un sector de la nobleza limeña no sea castigado
con todo el peso de la normativa. Si los llamados a reformar el juego a su vez los
fomentaban, es comprensible la escasa efectividad debido a esa contradicción en el
discurso. Se debía de corregir con el ejemplo. Esa doble moral en la Lima ilustrada
solo generó la continuidad de un mal endémico que heredaría la naciente república
peruana. Se prefería voltear la mirada ante este comportamiento de la élite criolla y no
castigarla, a menos que se tratara de un caso excepcional.
Referencias
Fuentes primarias
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