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REVISTA DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
Historia
Entre el honor y la injuria: la mujer en Lima,
1750-1800
Adolfo Tantaleán Valiente
1
Resumen
En el siglo XVIII, el honor tenía más de una connotación dependiendo de quien con-
sideraba poseerlo, o del grupo étnico e interétnico que lo reclamaba, siendo en un
factor de movilidad étnica ascendente. Lo último es consecuencia de la aparición y/o
presencia de personajes “de mérito”, “de calidad”, “de lustre” o “de respeto”, entre
otros muchos denominativos que señalaban preeminencia y jerarquía de tales hombres
en cada una de las micro sociedades de la Lima dieciochesca. En la movilidad étnica
ascendente, encontramos que la defensa del honor femenino es de suma trascendencia
para armar, rearmar o aumentar el honor masculino. En los juicios por injurias
cursados ante la Real Audiencia de Lima, o en los juicios de nulidad matrimonial, di-
vorcio o litigios matrimoniales del Archivo Arzobispal de Lima, se encuentra —entre
líneas— información que deja entrever cierta autonomía de la mujer, “autonomía” que
le permite ser considerada “recatada”, “virtuosa” u “honrada”, en resumida cuenta,
vivir y desenvolverse bajo los cánones sociales y los de la Iglesia.
Palabras clave: honor, honra, injuria, insulto, blanqueamiento, blancura, Ilustración,
mujer, distinción, valía social, virtud, decencia.
Between Honor and Injury: Women in Lima, 1750-1800
Abstract
In the 18th century, honor had more than one connotation, that depended on who
considered possessing it or the ethnic and inter-ethnic group that claimed it, honor itself
1 Universidad de Lima. Magister en Historia, Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lima, Perú.
Correo electrónico: tantaleanvaliente@yahoo.es
Recibido: 29/3/2021. Aprobado: 4/6/2021. En línea: 6/8/2021.
Citar como: Tantaleán A. (2021). Entre el honor y la injuria: la mujer en Lima, 1750-1800. Revista del
Archivo General de la Nación, 36: 99-120. doi: https://doi.org/10.37840/ragn.v36i1.122
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was a factor of upward ethnic mobility. The latter is a consequence of the appearance
and/or presence of characters “of merit” or “of quality” or “of luster” or “of respect”,
among many other words that indicated preeminence and hierarchy of such men in
each of the micro societies of eighteenth-century Lima. In upward ethnic mobility, we
nd that the defense of female honor is of the utmost importance to afrm, reafrm or
increase male honor. In the lawsuits for insults led in the Real Audiencia de Lima or
in the marital nullity, divorce or matrimonial litigation trials of the Archivo Arzobispal
de Lima we nd –between lines– information that suggests a certain autonomy of
the woman, “autonomy” that allows her to be considered “modest” or “virtuous” or
“honest”, in short, to live and function under the social and Church canons.
Keywords: honor, insult, whitening, whiteness, Illustration, woman, distinction
social value, virtue, decency.
Lima en la segunda mitad del siglo XVIII
En 1746, Lima fue devastada por un terremoto. La reconstrucción de la ciudad
conllevaba a replantear la separación urbana entre grupos étnicos e interétnicos,
es decir, zonas especícas para peninsulares, españoles “nacidos en estos reinos”
—término de la época para señalar a los descendientes de los conquistadores— y
demás castas. El nuevo diseño urbano era necesario para retratar y reproducir je-
rarquías y subordinaciones propias del orden colonial. El planeamiento urbano era
ideal, mas no real.
Los espacios urbanos reconstruidos fueron habitados por individuos de distinta
jerarquía y origen étnico, cercanía que facilitó la circulación de los valores hispanos.
El más trascendente era el honor, y fue objeto de apropiación por los distintos grupos
étnicos e interétnicos. El honor en principio solo era reconocido para los peninsulares
y “españoles de estos reinos”, pero conforme esa cercanía se volvía tenue, sujetos
de distinta procedencia étnica e interétnica desarrollaron nociones particulares
de tal elemento de diferenciación jerárquica. De allí que en los juicios por injurias
encontremos expresiones como “[aunque] no sea noble ni de la alta jerarquía […]
tengo [h]onor […]”
2
. Lógicamente, ese honor no era equivalente al que tuvieron
peninsulares o españoles de estos reinos.
El poseer honor era “pasar por blanco” o blanquearse. En el Caribe dieciochesco, el
levantamiento de información demográca se realizó sobre la base de dos categorías:
i) “todos los colores”, y ii) blancos y los “que pasan por blancos” (Cantillo y Mejía,
2013: 23-25). Aunque no se consigna a quienes se consideraba dentro de la categoría
“pasan por blancos”, se puede postular que fue para los sujetos que ascendieron étnica
e interétnicamente dentro del orden colonial. En ese sentido, el honor de los que “pa-
san por blancos” debe ser visto a partir de algunos elementos de la cultura material.
2 Archivo General de la Nación (en adelante, AGN). Cabildo, Justicia Ordinaria, Causas Civiles (CA-
JO1), leg. 95, exp. 1441, 1779, f. 25.
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En Lima ocurrió un proceso similar a lo descrito para el Caribe. A inicios del XVIII,
españoles y criollos eran grupos minoritarios en relación con el resto de grupos étnicos
e interétnicos. Sin embargo, a mediados de siglo, la proporción de peninsulares y
españoles nacidos en estos reinos tiende a recuperarse, como nos muestran la anónima
Descripción de Lima y la información demográca levantada por el coronel de milicias
Gregorio Gangas, aunque en la última se deja notar la preocupación de su autor por el
crecimiento de las mezclas raciales (Pérez, 1982: 390). En Chile, el blanqueamiento
se alejó de la pigmentación de la piel, a tal punto que se tienen noticias de “españoles
oscuros” y “mulatos blancos” (Undurraga, 2010: 345-373).
La movilidad ascendente a nivel étnico e interétnico, posiblemente, debió iniciarse a
partir de la imitación, el vestir peninsular era nota de distinción, calidad o “destaque”
de la preeminencia y valía societal; así, sujetos pertenecientes a los distintos grupos
étnicos que tuvieron a bien usar capa, espada, hebilla o medias, e incluso galopar a
caballo, denotaban haber conseguido un grado de blanqueamiento y, en consecuen-
cia, honor. El “estado”, o sea el matrimonio, era otro elemento que se debió tener en
cuenta para reconocer a un hombre de honor, e igualmente el ocio y la actividad eco-
nómica. El grado de blanqueamiento debía hacerse más patente, o blanquearse más,
si a lo antes mencionado se agregaba el “recato” (o comportamiento adecuado de la
mujer) esperado en la esposa y en todas las féminas del grupo familiar. El blanquea-
miento aumentaba en proporción simétrica al honor ganado, de allí el porqué sujetos
de distintos grupos étnicos acudieron a los tribunales civiles, incluso eclesiásticos,
para involucrarse en procesos judiciales engorrosos, prolongados y costosos con la
intención de defender un honor mancillado por la injuria de quien se considera no
tenía igual calidad o preeminencia.
El blanqueamiento masculino enfrentó, o estuvo expuesto a, diversos peligros. En
cada microsociedad, o zonas de residencia, no faltaron advenedizos o sujetos foráneos
que colocaron en entredicho el honor de las personas de respeto. La falta de un saludo,
el no realizar los gestos de reconocimiento, el tocamiento de alguna zona del cuerpo
o el cortejo a algún miembro femenino, entre otras situaciones, serían consideradas
ofensas a la calidad de todo hombre de honor y debieron ser suciente para iniciar la
querella judicial por injurias.
En el proceso de movilidad étnica ascendente, el honor de la mujer era, en última
instancia, el de más preocupación. La Iglesia consideraba a la fémina un ser débil,
fácil de engañar y propensa a la lascivia (entiéndase, deseo y actividad sexual exa-
cerbados). De allí que dicha institución de control social armase la necesidad de su
dominio, subordinación o sujeción a la autoridad masculina. En ese sentido, el honor
femenino contribuía a armar o salvaguardar el grado de blanqueamiento masculino
y, en algunas situaciones, a incrementarlo, siempre y cuando la autoridad masculina
concretase un conveniente arreglo matrimonial.
En relación al honor femenino, el presente artículo explora como era entendido por la
mujer de los diferentes grupos étnicos e interétnicos. ¿Por qué la injuria era atentatoria
contra su honor? Considerando que las diferencias sobre su origen, familia, matri-
monio, hijos —e inclusive— ocio o actividad económica se manifestarían ante las
autoridades judiciales, como tal revelarían las distancias en jerarquía entre injuriada
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e injuriante. ¿Es posible señalar que el honor femenino conllevara a armar un grado
de autonomía frente a los desarreglos, desbaratos e incumplimiento en las cargas a
las que por el sacramento del matrimonio estaba obligado todo hombre que estuviese
casado? Es lo que buscaremos abordar en las líneas siguientes.
Honor e injuria
El honor era un “bien”, una forma de distinción, algo así como un elemento de dife-
renciación jerárquica, el cual era de dominio de cada miembro de la sociedad colonial.
El “hombre de honor” era considerado “blanco”, o digno de ser tenido o reputado por
tal; blanquearse conllevaba a tener prerrogativas y fueros que otros, incluso aquellos
que pertenecían a un mismo grupo étnico, no poseían.
Los españoles (por su pertenencia a la sociedad conquistadora) y los criollos (por ser
descendientes de los primeros) poseían honor, especícamente “honor jerarquía”. La
posesión los avalaba para ejercer altos cargos en el orden político-administrativo,
la designación y su ejercicio eran vistos como una consecuencia lógica de su pree-
minencia societal. Los otros grupos de la sociedad colonial, los que se denían en
términos étnicos e interétnicos, debían “ganar” el honor. Es lo que se denomina “ho-
nor virtud”. El honor-jerarquía y el honor-virtud fueron entendidos como “honor de
los orígenes” y “honor como reputación”, respectivamente, en el Chile dieciochesco
(Undurraga, 2012).
El camino para ganar honor era diferente en cada miembro de la sociedad colonial,
aunque puede considerarse que un inicio ideal era corromper la virginidad de las -
minas. En algunos casos, el acceso sexual se conseguiría bajo la promesa de matri-
monio; en otros, el honor era obtenido con la formalización del estado matrimonial.
En cualquier caso, el honor conseguido debía consolidarse y, en el mejor de los casos,
incrementarse.
El peligro para el honor era la injuria, aquella era entendida como la acción consciente
o deliberada de dañar el prestigio, la valía, la preeminencia o la calidad de todo “hom-
bre de respeto” (Albornoz, 2003). La injuria tenía dos formas: la “de obra” y la “de
palabra”. La primera fueron agresiones físicas, no se considera la intensidad sino su
perpetración en sujetos de supuesta o reconocida calidad. En atención a la parte ata-
cada y/o dañada del cuerpo, se determinaba el grado en que fue perjudicado el honor.
La injuria de palabra representó la verbalización de la violencia, generalmente insul-
tos denigrativos, expresiones que denotan cuestiones étnicas, interétnicas, sexuales,
desarreglos, vicios u otros comportamientos socialmente no practicados por “perso-
nas de respeto”, o por “personas de calidad”. Los juicios por injurias contra el honor
fueron los que más entretuvieron el trabajo de los encargados de conocerlas, sustan-
ciarlas y determinarlas. Undurraga (2008a: 209) armó que, de cien causas cursadas
en la Real Audiencia de Chile en el siglo XVIII, un 47.43% de procesos tramitados
fueron por ofensas de palabra. Mallo (1993: 13) registró 126 casos de injurias para
la Real Audiencia de Buenos Aires, de las cuales descartó que 83, el 65.87%, fueran
resueltas como asuntos policiales.
Las injurias, como transgresoras del honor individual, denieron características rela-
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cionadas con la pigmentación de la piel o con el estereotipo del individuo, buscándose
en ese sentido no ser considerado como tal o cual por ser degradante en términos
sociales. En el reino de Nueva Granada —entre nes del siglo XVIII e inicios del
XIX— los “pardos de todos los colores” fueron mayoría poblacional. Los cruces ét-
nicos e interétnicos no restaron ánimos para la defensa del honor, pues individuos de
toda procedencia recurrieron a las instancias de justicia para defender una “blancura
imaginaria”, una “blancura de residencia” o una “blancura del mérito”.
El recurrir a los tribunales de justicia derivó en abultados gastos que colocaron a
los demandantes en “pobreza de solemnidad” o, incluso, en “mendicidad” (Garri-
do, 1997: 1-3). En el Chile dieciochesco y decimonónico, sujetos de ambos sexos
consiguieron que sus causas fuesen atendidas con rapidez —sin descuidar el celo
en el procedimiento— porque se les otorgó el privilegio de pobreza”. En el mundo
judicial, aquel privilegio era una calicación transitoria para acceder a los préstamos
concedidos por las autoridades. Los beneciarios tenían con qué solventar los litigios
contra los poderosos. En el siglo XVIII chileno, cerca de 58 procesos por injurias con-
tra el honor fueron atendidos en función de esas consideraciones legales (Albornoz,
2014: 48-85).
Honor y mujer
El 6 de julio de 1753, doña Francisca Cavero y de los Santos inició juicio de divorcio
contra don Jerónimo Muñoz de Mudarra. En la parte nal de su alegato sostuvo que:
“[…] [mi esposo] delinque contra mi fama, y [yo] solo puedo dar testimonio de mi
honradez separada de su compañía y hasiendo ver al mundo que no viviendo con [él]
[…] no tendré quien me trate […] peor que a una vil esclava”
3
.
La mujer poseía “honor” y, además, “honra”. Lo primero era posible por medio del
honor masculino, el cual se traslada a la fémina y demás miembros de su grupo fami-
liar, mientras lo último, la honra, estuvo asociado a su comportamiento, recogimiento
y al resguardo de su sexualidad (Mallo, 1993). La mujer, independientemente de su
pertenencia a determinado estamento o grupo étnico, e interétnico, defendió su honor
frente a las injurias, posibilitándole el honor —en cierta manera— relajar su sujeción
a la autoridad masculina, con lo cual socavaba las bases del patriarcalismo (Busta-
mante, 2014: 124-126).
En los documentos coloniales sobre causas de nulidad, divorcio y litigios matrimonia-
les, algunas esposas declararon que “[…ella es] el hombre y [su esposo] la mujer”
4
,
otras manifestaron el temor de que “[…] todas [mis] industrias en venecio de [mis]
hijos se conviertan en desbaratos de [mi] marido”
5
, o armaron que el mantener al
esposo es “[…] obligación mía […y además me] exige que [yo] le de plata”
6
. Estas
argumentaciones —en más de un sentidoconstituyen un cuestionamiento al papel
social del esposo, mas no es un indicador de insubordinación a su autoridad. Añada-
3 Archivo Arzobispal de Lima (en adelante, AAL). Causas de Divorcio, leg. 71, 1751-1760.
4 AAL. Causas de Divorcio, leg. 72, 1761-1771.
5 Ibídem.
6 AAL. Litigios Matrimoniales, leg. 5, 1734-1745.
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mos que las argumentaciones denotan que la mujer logró cierta visibilidad en el en-
tramado de la sociedad. La “calidad” de la mujer es de tipo “relacional” en el sentido
que esta se construyó en el día a día y como consecuencia de su decisión de asumir la
carga masculina.
En 1778, Josefa Alcocer cursó causa contra José Ascarrunz, su marido, por injurias y
maltratos. De acuerdo con la litigante el pleito se fundamentó por la “[…] excesiva
embriaguez [de mi marido], dedicación continua al juego […] vendiendo[me] para
ese n [mis] criados y cuantos bienes h[e] posehido”. La autoridad resolvió a su fa-
vor, por lo cual el esposo fue sentenciado a destierro a Chiloé y la suspensión de su
ocio por cuatro años
7
. Nuestra litigante no mencionó con qué palabras ofensivas fue
injuriada, limitándose su testimonio a señalar el hecho. La legislación colonial sobre
injurias denió que aquella dañaba la “calidad” o el honor de la persona. Bajo ese
supuesto, la esposa fue injuriada porque el esposo reconoció su calidad, valía social y
honor. La severidad de la sentencia debió corresponder con las catalogadas “injurias
atroces”, es decir, con las injurias de “puta” o de “ramera”. Los procesos de divorcio
matrimonial eran favorecidos cuando la litigante aportaba información convincente
de que fue dañada en su honor con tales expresiones. En la Argentina colonial injurias
como “puta arrastrada”, “puta alcahueta” u “oveja puta” fueron las más usadas para
ofender la honorabilidad de las esposas (Cicerchia, 1998: 73).
El Diccionario de autoridades (1726-1737, t. V) señala que “palabras mayores” son
aquellas palabras injuriosas y ofensivas, que palabra pesada” fue similar a palabra
injuriosa o sensible, usada en plural, y quien la recibe debe considerar a quien la dice
como injuriador. Por último, “palabra picante es aquella que hiere y mortica a
quien se la dice. Las deniciones nos informan sobre injurias contra el honor.
En nuestra revisión de causas de nulidad matrimonial, causas de divorcio y litigios
matrimoniales encontramos que la denunciante fundamenta su proceso en el hecho de
haber recibido “palabras denigrativas”, “palabras de pesada calidad”, “faltas contra
[su] decencia”, “descomedimiento de sus palabras”, “maltrato con malas palabras”
o armaciones similares. Las esposas maniestan que su honor, calidad, valía so-
cial, honra o virtud fueron mancillados por sus esposos. Las injurias de los esposos
contra sus cónyuges debían servir para reforzar la supuesta inferioridad de la mujer
y para avalar su sumisión a la autoridad del esposo. Líneas arriba referimos el juicio
de divorcio de doña Francisca Cavero y de los Santos, quien sostiene que desde el
casamiento:
[…] comenz[é] a experimentar […] tratamientos agenos del estilo correspon-
diente a la calidad de nuestras personas y nuestra mutua correspondencia
solo ha servido para que cada día me ultrage con toda forma de injurias tanto
de hecho como de palabra […porque] mi esposo es un hombre de un celo tan
fecundo que el celo engendra y el selo padece [… a tal extremo] que no he
tenido la libertad de salir de mi casa ni a mis negocios ni a la Iglesia si no es
acompañada de él […]
8
.
7 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 41, c. 489, 1778, f. 83.
8 AAL. Causas de Divorcio, leg. 71, 1751-1760.
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La reconocida calidad social de los cónyuges es dejada de lado cuando el honor es
puesto en cuestionamiento. La preeminencia de la esposa no debe ser igual ni mayor
a la del esposo pues, de ser así, la “valía social” del esposo entraría en conicto o
descrédito. Recordemos que es una sociedad con fuerte tendencia a centrar el poder y
la autoridad en el varón, por lo que no era aceptable que doña Francisca Cavero y de
los Santos tuviera igual, o incluso más, reconocimiento social que su cónyuge, lo que
favorecía cierta autonomía. En ese sentido, disminuir la valía social de la querellante
sería el propósito del esposo para desprestigiar el honor de la denunciante.
La situación anterior también fue vivida por doña Margarita de Luna, a quien su espo-
so, don Luis de Benavente, le entabló demanda de divorcio el 14 de febrero de 1758.
En su alegato de contestación, la querellada rerió que su cónyuge se ausentó de su
presencia por espacio de ocho años con motivo de asistir a sus padres, luego de lo cual
volvió a solicitarla para iniciar vida en común:
[… sin embargo] a los pocos meses experimentó muy malos tratamientos así
de palabras como de obras e inquiriendo la suplicante la causa de este des-
orden, averiguó la amistad ilícita que tiene el dicho su marido con Bartola
Gragea, motivo porque ha faltado enteramente a su obligación […]
9
.
El uso de cualquier expresión para esgrimir ofensas contra la calidad de la persona
es indicador de que la injuria tendía a minimizarse en el contexto del matrimonio por
el hecho de la inferioridad de la mujer, salvo que la injuria fuese vertida por indivi-
duo ajeno al vínculo conyugal. Entonces, más allá de la noción de honra, el honor
femenino era un elemento de suma importancia en la construcción de su identidad,
una construcción por negación a ser consideradas “mugeres prostituidas”, “desarre-
gladas”, adulteras o bígamas (Aresmendi, 2006).
Las ofensas de obra fueron diversas, agresiones físicas (graves o leves) y amenazas
de muerte fueron denunciadas ante los promotores scales, mientras las palabras de-
nigrativas estaban referidas a cuestiones sexuales no citas, desde el punto de vista de
la Iglesia, y de lo moralmente aceptable por toda mujer honesta. Esas injurias trasgre-
dieron “la fama”, “el buen proceder”, “la honestidad”, “la decencia” o “la quietud” de
la mujer casada. Las injurias de palabra acompañaron a las injurias de obra. La esposa
tuvo que evaluar si el conocimiento de las ofensas merecería el escándalo, notoriedad
y vergüenza para vindicar su honor en los tribunales: de ser positiva dicha evaluación,
la mujer daba a conocer las palabras denigrativas. Generalmente los testigos de la
parte denunciante son quienes revelan las ofensas de palabra proferidas por el esposo.
¿Por qué las féminas toleraron esas injurias? La principal razón fue “permanecer en
el estado” —entiéndase, continuidad del matrimonio— expresada en “mi paciencia”,
“mi decencia”, “mi quietud” y “mi obediencia”, entre otras. Para la fémina, el estado
de vida se redujo a dos posibilidades: religión o casamiento (Mejía, 1997: 57-62). La
soltería de la mujer no era ni ideal ni bien vista, denotaba imágenes negativas que
terminaban por convertirla en deshonesta, desarreglada, viciosa, escandalosa o prosti-
tuta. Así se explicaría su cuestionamiento y el que fuera vedado como modelo de vida
9 AAL. Causas de Divorcio, leg. 71, 1751-1760.
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femenina. Las mujeres casadas tuvieron que permanecer en el estado, de allí que diri-
gieran sus esfuerzos por “encaminar”, “dar quietud” o “sosiego” al compañero, o sea,
buscaron operar cambios en el cónyuge a n de conseguir una vida marital arreglada
según el discurso social y el de la Iglesia.
Mujer, ilustración y honor
A nes del siglo XVIII los ilustrados escribieron sus preocupaciones sobre el lugar
y el papel de la mujer en el imaginario nuevo orden social. Lo que implicaba asociar
honor, injuria y feminidad. El lugar escogido fue el Mercurio Peruano de Historia,
Literatura, y Noticias Públicas (1791-1795). Los escritos denotaban una función pe-
dagógica y estaban dirigidos a la mujer de élite, no a las mujeres de la plebe o de las
castas, a las cuales se consideraba inferiores, débiles, jurídicamente dependientes y
peligrosas (Arcos, 2008: 317). Los temas que capturaron la atención de los ilustrados
fueron cuerpo, embarazo, maternidad, higiene y disciplina, entre otros. La idea era
presentar diálogos cticios, escritos de naturaleza cientíca y de moral, para desterrar
hábitos no acordes con el orden social.
Los ilustrados denunciaron a la mujer por sus desmedidos gastos en lujos, adornos
personales y mobiliario. El gusto por esos objetos obligaba a la mujer a realizar ac-
tividades ajenas al espacio físico de la cohabitación conyugal. También se denunció
la presencia de “querendonas”, o mujeres condentes e inuyentes en el hogar, y se
enfatizó la necesidad de forzar a la mujer a practicar cuidados durante la gestación,
el parto y en la crianza de los hijos. Los ilustrados fueron más allá del discurso de la
Iglesia sobre el rol de la mujer y su sexualidad dentro del matrimonio: para aquellos
la mujer no estaba circunscrita solamente a la reproducción biológica, sino que recaía
también sobre su persona la reproducción cultural, es decir, era artíce de la conser-
vación del status quo.
¿Es posible que los ilustrados abordaran el tema del blanqueamiento? La respuesta
es armativa. El 19 de mayo de 1791 Acignio Sartoc —seudónimo de Ignacio Cas-
tro— publicó el artículo “Sobre la impertinente pretensión de algunas Mugeres, á
que las llamen Señoras”, referido a aquellas mujeres que no gozaban de un ilustre
nacimiento (Meléndez, 2001: 83). ¿A quiénes se refería? A nuestro entender a las
mujeres no peninsulares, ni “españolas nacidas en estos reinos”, que tenían todo el
derecho a ser consideras como tales por razón de respeto. Cabe mencionar que el
propósito de los ilustrados era germinar las bases de una identidad sobre fundamen-
tos del conocimiento del país. La modernización borbónica conllevó a que la plebe
y castas se españolizaran, es decir, que consiguieran un blanqueamiento alejado de
las nociones de pureza de sangre. Así se entendería cómo el respeto fue otra forma
de conseguir el honor.
La idea de los ilustrados era desatar polémica. Lógicamente, cada quien encontró
en mismo a su mejor rebatidor. El artículo de Acignio Sartoc tuvo respuesta. En
abril de 1792 doña Lucinda escribió una carta desde el Cuzco intitulada “Defensa del
Señorío de las Mugeres”, en la cual fundamentó el derecho de disfrutar del honor de
ser llamadas “señoras”. Para nuestra polemista, los títulos de distinción son ajenos a
los criterios españoles: no es la descendencia sino la precedencia lo que convierte en
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señoras a las mujeres de la plebe o castas. En palabras más sencillas, el honor era para
todas aquellas que tuviesen fama ajustada a las convenciones sociales, o que cumplie-
ran con las “cargas” de ser hija, esposa o madre. En ese sentido, el honor de la mujer
de la plebe o de las castas se construía en el día a día, con nota de proceder correcto
u honesto. Finalmente, el 19 de abril de 1792 Acignio Sartoc daba respuesta a doña
Lucinda en su artículo “Nuevo rasgo prosbólico contra el señorisimo de las Mugeres
remitido de la Ciudad del Cuzco”, en el cual realiza una sarcástica critica de la erudi-
ción de doña Lucinda con el n de desacreditar sus ideas (Meléndez, 2001: 83-84). La
respuesta dejó entrever que las antiguas ideas sobre la mujer, sean mestizas o de las
castas, tendrían vigencia en una sociedad gobernada por la razón.
En los litigios por injurias contra el honor, mujeres pertenecientes a las castas expu-
sieron que los(as) acusados(as) delinquieron contra su honor por atentar contra “su
fama” o “buen vivir”, de allí que recurrieran a la autoridad para salvaguardarlos o
recuperarlos. Interesa destacar que antes del advenimiento de la Ilustración se co-
menzaron a formular cuestiones que los ilustrados tomarían en consideración para
desarrollar su discurso sobre la mujer. En 1740, doña Rosa de Ballesteros, española,
mujer legitima de don Eugenio de Arzuaga, inició una causa contra Faustina Javiera
de Alvarado, zamba libre de la ciudad de los Reyes y ejercitada en vender pan, sobre
injurias
10
. La denunciante señala que los acontecimientos a que da lugar el proceso
sucedieron durante una visita a su madre en la calle Petateros. Estando en el lugar:
[…] una hijilla de la Faustina la observó y [le] dijo que miraba un cuerno […]
siendo motivo para que aquella le proriera aquellas vulgares e injuriosas
palabras que se dicen a las mujeres rameras y otras injurias tan enredadas,
preñadas y feas que no son dignas de ponerse en los libelos […]
11
.
Aunque tuvo reparos para señalar qué injurias le fueron proferidas, solicitó a la au-
toridad que su marido no sea noticiado del proceso
12
. Las féminas de las castas eran
jurídicamente dependientes, idea que es tomada por los ilustrados. Cuestión seguida,
la mujer era la depositaria del honor-virtud, su cuestionamiento afectaba a todo el
grupo familiar. En el caso que venimos glosando, a su esposo e hijos, si los tuviese.
El pedido se relacionó con su “debe ser”, es decir, con el comportamiento que social-
mente se construyó de la fémina.
La mujer fue concebida como menor de edad por su fragilidad, propensión a sufrir
engaños, tribulaciones, deseos carnales desenfrenados y otras consideraciones que se
ajustaban al discurso de la Iglesia sobre su inferioridad, por lo cual, si deseaba iniciar
un proceso judicial debía contar con la autorización o representación de su esposo.
La ausencia inesperada del cónyuge no la exoneraba de ser representada por el ele-
mento masculino, salvo que aquel no la ejerciera por orden de las autoridades ecle-
siásticas como resultado de la desobediencia a cumplir con las cargas del sacramento
(Tantaleán, 2002: 93-127). En el hipotético caso de que fuese así, la mujer casada se
encontraba obligada a guardar el recato (entiéndase, comportamiento ajustado) que
10 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 8, c. 66, 1740, f. 11.
11 Ibídem.
12 Ibídem.
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Adolfo Tantaleán ValienteRev Arch Gen Nac. 2021; 36: 99-120
el estigma social le obligaba, la menor nota de desarreglo la devolvía a la autoridad
directa de su cónyuge. Así se justicaría el pedido formulado a la autoridad judicial, o
sea, el de que su marido no sea noticiado de la causa seguida por injurias. La informa-
ción disponible en el expediente no nos permite glosar unas líneas sobre el particular.
Los testigos presentados por doña Rosa de Ballesteros señalaron que Faustina Javiera
de Alvarado armó que aquella era una “[…] puta, bruja, lavada [de] las partes por un
negro brujo [negro morillo, acusado en la Inquisición], alcagueta de su hija, [rerió]
que fueron desterradas por putas […]
”13
. Los testigos armaron que la injuriante cono-
cía que la injuriada y la hija se encontraban dedicadas a la prostitución, incluso, con la
complacencia de su esposo. ¿Era posible? Para dar respuesta es pertinente señalar que
el Diccionario de autoridades (1726-1737, t. I) dice del alcahuete que es la “persona
que solicita, ajusta, abriga o fomenta comunicación ilícita para usos lascivos entre
hombres y mujeres o la permite en su casa”. La denición presenta correspondencia
con el alegato presentado. Joseph Berni y Catalán (1759: 91) publica un estudio sobre
la legislación española postulando cinco clases de alcahuetería, entre los que se cuen-
ta: “[…] quando el ome es tan vil, que es alcahuete [de] su mujer”. Esto contribuiría a
dar abilidad al testimonio del testigo.
En otro pasaje de la declaración de testigos de doña Rosa de Ballesteros, la injuriada
agregó que “la hija es considerada doncella” a pesar de que se armó que también
ejercía la prostitución. Las gitanas, por ejemplo, resguardan su “virginidad” hasta el
matrimonio, mas los actos contra natura o anales les son frecuentes (Gamella, 2000).
Si la hija de doña Rosa se encontraba dedicada a tal ocio, aquel era realizado contra
natura con el objeto de resguardar su virginidad y de conservar sus posibilidades de
acceder al matrimonio. Otro testigo agregó que “[…] la samba armó que los fran-
ceses del Callao habían dormido con ellas […] Rosa era alcagueta de sus hijas [y]
tenía por marido a un cornudo cabrón alcahuete no solo de su mujer y de una hija que
tienen”
14
.
La “alcahueta” era la mujer de edad avanzada, frecuentemente encargada del control
de la mujer soltera, especícamente de su pureza sexual, quien convencida por el no-
vio o algún pretendiente convenía con él para que la fémina a su cuidado entregara su
virginidad
15
. En la Nueva España borbónica, las féminas que entregaron su virginidad
recurrieron a los tribunales para demandar el cumplimiento de la palabra de casamien-
to o colgaban en el cuello la promesa de matrimonio para demostrar que eran honestas
y virtuosas (Twinam, 1991: 127-171). El novio o pretendiente, luego de corromper la
pureza de la prometida, dejaba sin efecto la palabra dada para el matrimonio o des-
cartaba el compromiso por considerar que la mujer elegida no era honesta, honrada o
virtuosa. Con la consumación del hecho, el corruptor conseguía honor o el que tenía
quedaba aumentado, el medio más rápido para conseguir honor era arrebatárselo a
quien lo poseía (Undurraga, 2008b: 176). El siguiente paso era una nueva conquista,
o la búsqueda de una fémina denitiva para mujer legítima o esposa.
13 Ibídem.
14 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 8, c. 66, 1740, f. 11.
15 La Celestina, de Fernando de Rojas, es considerada la obra literaria referencial sobre la alcahueta.
109109
Entre el honor y la injuria: la mujer en Lima, 1750-1800
La vida “licenciosa” o “alegre”, o sea la prostitución, era para aquellas mujeres huér-
fanas, sin deudas o “desoradas”, término que signicaba perdida de la virginidad.
Esos fueron requisitos exigidos por las autoridades civiles para que los administrado-
res de las casas de mancebía enrolaran mujeres para ejercer el ocio (Atondo, 1992:
40-41). En nuestra tesis de licenciatura armamos que madre, tutora o curadora ejer-
cieron inuencia o presión sobre hija(s) o protegida(s) para que aceptasen el matri-
monio con el que aquellas hubiesen aprobado para esposo (Tantaleán, 2002: 2-28).
En ese sentido, es posible que doña Rosa de Ballesteros obligase a su hija para que
se dedicara a la prostitución. Faustina, la samba, y su hija mayor, las agresoras de la
demandante, fueron puestas en la Real Cárcel. En su testimonio de defensa armaron
que la denunciante injurió a su hija [menor] de “perra samba desvergozada”. Además,
aceptó que su otra hija, en reacción a las palabras denigrativas, injurió a la demandan-
te de “puta hedionda”
16
.
La hija menor de Faustina Javiera de Alvarado, la denunciada, manifestó ser don-
cella y, como tal, candidata para un enlace matrimonial supuestamente ventajoso
en términos de ascenso social y, sobre todo, respetuosa de las normas morales de la
sociedad colonial a pesar de su declarada condición étnica, lo que nos indicaría un
grado de blanqueamiento y de autonomía. Las normas morales aludidas, nalmente,
otorgaban honor-virtud a su grupo familiar, de allí que la injuria de doña Rosa de
Ballesteros ocasionara la respuesta inmediata de las detenidas. La agresión, en ese
contexto, es entendida como defensa del honor de la hija menor ante la injuria de la
demandante. En prosecución de la manifestación, las reas se rearmaron en que la
demandante inició la injuria diciéndole a la hija menor “[qué] miras puta samba mal
criada”, quien al manifestarle que le diría a su madre, doña Rosa de Ballesteros dijo
“caya la boca puta samba […] que a tu madre la voy a azotar y sacar por las calles
en un borrico”
17
.
El caso que acabamos de glosar, el de doña Rosa de Ballesteros (española) contra
Faustina Javiera de Alvarado (zamba libre), evidencia que el honor fue un aspecto de
trascendencia a pesar de la maniesta desigual de las mismas. La querellante defendió
su honor para que su calidad de esposa no fuese afectada mientras que la querellada
la injurió porque denigró la calidad de su hija doncella, quien —si bien es mulata o
de casta, digamos, más blanca que la de su progenitora— posee honor y, como tal, su
defensa no deja de ser legítima. La causa no contiene conclusión.
La mujer, independientemente de su pertenencia a tal o cual grupo étnico, debía tener
buena reputación por ser la premisa de una vida arreglada y ajustada a la convención
social, y a los discursos de las instituciones de control social, Estado e Iglesia. La
consecuencia era su posibilidad de acceder a un matrimonio, digamos, acorde con su
calidad y preeminencia social, o al convento y, en el último de los casos, de no ser
casada o monja, ser considerada mujer virtuosa, honrada, recatada u honesta en el dis-
currir de su vida. Lo último, considerando que no se concebía una fémina sin sujetarse
a la autoridad masculina.
16 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 8, c. 66, 1740, f. 11.
17 Ibídem.
110110
Adolfo Tantaleán ValienteRev Arch Gen Nac. 2021; 36: 99-120
En 1742, Juan de Albarado inició proceso judicial contra Brígida de Olivera, esposa
de Bentura de María, y María Tomasa de Merlo, natural de Lima, soltera, de 42años
y ejercitada en coser. La acusación fue por injurias, violación de domicilio y atropello
contra Lorenza de Alvarado, su hija
18
. El demandante señaló que:
[…] Lorenza de Albarado, de estado doncella, fue atacada por las [deman-
dadas…] destrozándole la ropa y proriendo contra ella injurias de puta y [a
otra] hija [nombrada] María Albarado [que es] mujer legítima de don Nicolás
Flores, le injuriaron de puta, alcagueta, mestiza […]
19
.
Los protagonistas son de distinta condición social y género. Juan de Albarado armó
ser “padre legítimo” de las injuriadas, lo que signica que aquellas fueron concebi-
das dentro del matrimonio y, como tal, formadas según los condicionamientos de la
época, poseían el honor del padre y, a su vez, al tomar estado, garantizarían el honor
del esposo y el de su descendencia. El litigante rerió que su hija es “doncella” y no
“mujer soltera”. Ángeles Vázquez (2008) señala que la diferencia entre una u otra
era que la primera era “pura” en términos sexuales y, en consecuencia, candidata a
un matrimonio conveniente, mientras la segunda no era virgen, obligando a su grupo
familiar a “disfrazar” su virtud con una unión marital desigual aunque ello implicase
aceptar un esposo fenotípicamente diferente y de menor calidad social. La nalidad
era salvaguardar el honor familiar, el descrédito no era posible.
La hija del denunciante. al ser “atacada”, (agredida físicamente y denigrada o injuria-
da), fue cuestionada en su valía social u honor y, como tal, sus posibilidades de vida
se volvieron más difíciles considerando que el deshonor fue equivalente a la muerte
social. Las demandadas, además, injuriaron a otra hija del demandante, olvidando que
era casada, y armaron que ejercía la prostitución, con lo cual el riesgo de perder el
honor familiar e individual aumentaba.
Las denunciadas consideraron su mayor jerarquía o, por lo menos, ser de igual con-
dición social que la injuriada, de allí su osadía para injuriarla, de otro modo no se
explica por qué se arriesgaron a un proceso judicial que a la larga perderían. Los
testigos aportados por Juan de Albarado para demostrar las injurias de las reas y la
calidad de sus hijas son de distinta procedencia étnica, lo que sugiere que aquel cons-
truyó su honor, y el de su grupo familiar, en la interacción con otros miembros de su
micro sociedad, por lo cual le reconocen su “calidad” u honor. Pedro de Murga, tes-
tigo de la acusación, es negro esclavo de casta terranobo y rerió que las “hermanas
injuriadas son muy honradas”
20
. Como consecuencia de sus injurias, las denunciadas
son privadas de su libertad, lo que obligó a Bentura de María, esposo de Brígida de
Olivera, a solicitar “[…] la libertad de su esposa considerando que tiene seis hijos, dos
de pechos, que requieren ser atendidos por su madre. [Agregando] que por su trabajo
es dicultoso atender la manutención de sus hijos […]”
21
. El demandante solicitó
“resarcimiento de daños”, o sea, el respeto de su honor como el de sus hijas, a través
18 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 9, c. 78, 1742, f. 25.
19 Ibídem.
20 Ibídem.
21 Ibídem.
111111
Entre el honor y la injuria: la mujer en Lima, 1750-1800
de la dación de una sentencia que sea proporcional a su calidad, así el estatus que se
asignaba —si se correlacionaba o no con su condición étnica— quedaba sancionado
judicialmente y, a partir de ese momento, el reconocimiento del honor trascendía más
allá de su entorno social inmediato. Juan de Albarado, además, exigía que las reas
asuman el pago de costas
22
.
En el desenvolvimiento de la vida femenina, la fama era un asunto de primer orden.
La menor nota de desarreglo era motivo de descrédito y deshonra, como tal de pérdida
del grado de autonomía conseguido por su honor. En 1743, las hijas herederas de don
Francisco de Escobar y Mendoza iniciaron una causa contra doña Catalina Gonzáles
y doña Bonifacia de León por injurias y provocaciones. Las demandantes exigieron
el respeto al buen nombre de su padre y de su virtud, en atención a ser consideradas
“personas de respeto”
23
. Dicha consideración las colocaba en posición de favorecer
su ingreso a un convento o de acceder a un buen matrimonio. Existía una tercera po-
sibilidad. McCaa (1991: 299-324) analiza por qué a nes del siglo XVIII había tantas
viudas en el México borbónico, concluyendo que la “mujer casadera” o en edad de
casarse, ante el avance de su edad y la reducción de sus posibilidades nupciales, resol-
vía abandonar su lugar de residencia habitual para insertarse en otro espacio urbano.
En su lugar de llegada asumía la condición de viuda, con lo que su recato y decencia
no eran cuestionadas, asegurando la posibilidad de conducirse sin caer bajo la auto-
ridad masculina
24
. Es posible que las hijas herederas de don Francisco de Escobar y
Mendoza estuviesen considerando que, de no casarse, el ser “personas de respeto” les
daba la posibilidad de no ser cuestionadas como solteras y de manejar libremente sus
vidas. La referida autonomía femenina sería solicitada, incluso, ante las autoridades
eclesiásticas. Tibursia de la Torre, en su juicio de divorcio, arma: “[…] no debo ser
depositada en ninguna parte […] [yo] he de estar en mi casa sola cuidando como man-
da la Iglesia de mis hijos y a mi libre albedrio […]”
25
.
En 1749 María de la Encarnación Chacón, esposa y conjunta persona de Vitorino
Rodríguez, recurrió a las autoridades judiciales para litigar contra Francisca Paredes
y Gerónima Castilla [pardas libres] por injurias. Las denunciadas son “pardas libres”
o sea, a su condición de exesclavas se le agregó otro condicionante, el pretender que
se les reconozca dignas de honor. La demandante exigió a la autoridad judicial que las
demandadas prueben sus injurias o que se las castigue con rigor. Armó que las de-
nunciadas expresaron que ella tiene “[…] ilícita correspondencia con cierta persona,
que un hijo del matrimonio no es del esposo sino mal habido y que la vitupearon con
voces de ramera[…]”
26
.
22 Ibídem.
23 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 10, c. 88, 1743, f. 20.
24 La legislación colonial determinó que las viudas recuperaban sus bienes dotales, ganaban la mitad de los
bienes gananciales y tenían la tutela de los hijos menores. En atención a los hijos legítimos y tutelados,
la ley les limitaba el disfrute de sus bienes, estando facultadas para usar “el quinto de libre disposición”
y el “tercio de la mejora”. Además, siendo iletradas, precisaban de algún familiar para administrar sus
bienes por lo que su supuesta “autonomía” era ambigua (Boixadós, 2000: 27-47). Cabe señalar que las
viudas acaudaladas rápidamente contraían segundas nupcias (O´Phelan, 2003).
25 AAL. Causas de Divorcio, leg. 69, 1740-1746.
26 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 12, c. 131, 1749, f. 19.
112112
Adolfo Tantaleán ValienteRev Arch Gen Nac. 2021; 36: 99-120
Los testigos de la denunciante respaldaron el testimonio sosteniendo que Gerónima
Castilla apedreó a dicha María de la Encarnación, y agregando que “[…] era una puta
serrana [...] tomó un palo y con él intentó darle al referido Vitorino […]”
27
. Otro tes-
tigo rerió que las denunciadas armaron que María de la Encarnación Chacón era:
[…] una putona que tenía maleciado a dicho Vitorino su marido para que
arrollase hijos agenos [además, el marido] era un ladrón de nuestra Señora
del Milagro y que con los robos de su limosna […] mantenía una morena libre
criolla y dicha Gerónima prosiguió diciendo que el marido la alcagueteria
quando fuese a la calle de la Trinidad donde tenía su amigo[…]
28
.
Las injurias vertidas por las denunciadas fueron graves. La injuriada fue acusada de
adulterio y brujería mientras que el marido fue señalado como alcahuete y ladrón. Desde
el punto de vista legal, el adulterio del esposo se consideraba delito solo cuando fuese
permanente y no episódico ni esporádico. En ese supuesto, el divorcio procedía si al
adulterio se agregaba el abandono de la esposa y el dejar de proveer sus necesidades
(Kluger, 2004; s. f.). De acuerdo a Gerónima Castilla, la injuriante, Vitorino mantuvo un
adulterio con una morena libre criolla tratándose, al parecer, de un adulterio episódico,
lo cual difícilmente proporcionaba prueba suciente para una solicitud de divorcio.
María de la Encarnación Chacón, esposa de Vitorino, fue acusada de adulterio, delito
sancionado legalmente con la muerte, la perdida de los bienes gananciales y demás
bienes de su propiedad (Kluger, 2004). El adulterio de la mujer casada se sancionaba,
además, moralmente. La severidad de la sociedad frente a las desviaciones morales
de la mujer casada hubiese sido más que suciente para que su entorno inmediato
buscara aislarla, en el supuesto de que cualquier cercanía con ella fuese motivo de
deshonor. ¿A qué se rerió la injuriante al manifestar que María de la Encarnación
Chacón, la injuriada en su honor, era “putona”? Adelantemos que “puta” fue una ofen-
sa generalmente usada para desacreditar a la mujer blanca o reputada por tal mientras
que “putona” y “putilla” fueron empleadas para rearmar la ubicación social de las
mujeres que estuviesen por debajo de la mujer blanca.
Según Francisca Paredes y Gerónima Castilla —injuriantes de María de la Encarna-
ción Chacón— el motivo de la “pendencia” se debía a la renuencia de la denunciante
a pagar “[…] con puntualidad el arrendamiento y por dar mala vecindad [por] que
está acostumbrada a venir a las doce de la noche […]”
29
. El alegato indica que las
querelladas eran propietarias de un inmueble, cuestión que les otorgó cierta posición
de igualdad. El imaginario colectivo señalaba como “gente ruin” —no digna de ho-
nor— a los sujetos de las castas, por lo que María de la Encarnación Chacón las debió
de considerar mujeres blancas, o que pasaron como tales, al momento de acordar el
arrendamiento. Caso contrario, ella hubiese desacreditado su superior calidad.
27 Ibídem.
28 Ibídem.
29 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 12, c. 131, 1749, f. 19. Sánchez (2003: 155-184) arma
que la destrucción de la ciudad por el terremoto de la década de 1740 no anuló el cobro de los arrenda-
mientos y que la vivienda fue uno de los problemas que desató la violencia entre la plebe. Es posible
que el retraso en el pago del arrendamiento fuera motivado por los efectos del movimiento sísmico,
pues la secuela de destrucción lógicamente debió perturbar todas las actividades económicas.
113113
Entre el honor y la injuria: la mujer en Lima, 1750-1800
El proceso judicial prosigue con la declaración de Gerónima Castilla, una de las de-
nunciadas. En su testimonio de descargo arma que es “[…] casada y que se ocupa
junto con su madre [que es] cocinera […]”. Arma que María de la Encarnación la
señaló como “puta”, a lo que respondió que más puta era ella, que siendo casada
paría hijos de otros. La injuriada también dijo que Francisca Paredes era una “[…]
puta, bruja, alcahueta, respondiéndole que más alcahuete era su marido que [a]ma-
mantaba hijos ajenos […]”
30
. Las injurias proferidas por las partes son similares, más
sus protagonistas son de diferente “calidad” o valía social, estando aquella denida
en función de su pertenencia a un determinado estamento social o casta, y es ello lo
que nalmente se vislumbrará en el proceso judicial. ¿Cuál de las partes merece el
respeto de su honor en el terreno judicial? Dependiendo de la decisión a la que arri-
ben las autoridades, una de las partes obtendrá el reconocimiento legal de su honor
al margen de su pertenencia a cualquier estamento, grupo étnico o casta. Así la causa
se presenta compleja, pues la parte acusada manifestó que fue la injuriada, a pesar de
que en la cabeza de proceso son ellas las señaladas como injuriantes, los alegatos de
defensa que sus testigos aporten a la causa serán los determinantes para la dación de
la sentencia. Recordemos que María de la Encarnación se presentó ante la autoridad
arguyendo tener mayor jerarquía social que Francisca Paredes y Gerónima Castilla,
las denunciadas, a quienes sindicó como “pardas libres”.
Los testimonios presentados por las partes litigantes rerieron que se trataba de muje-
res casadas quienes, al igual que en la causa de doña Rosa de Ballesteros, acudieron a
los tribunales a defender su honor individual porque, al verse mancillado o en entredi-
cho, la calidad de sus respectivos esposos e hijos también se hubiese visto afectada. El
desarreglo, la descompostura o la indecencia de la mujer casada eran responsabilidad
del esposo y fueron vistos como una falta en la capacidad para subordinar, sojuzgar o
someter bajo su autoridad a su cónyuge, es decir, que se puso en evidencia su carencia
o falta de idoneidad para ejercer su “papel social”. Podría decirse que, dentro de su
entorno social cotidiano, no sería considerado un varón completo, de allí que en cada
causa los testimonios producidos armen que los esposos eran “cabrones”, “marico-
nes” o “alcahuetes”, por lo que sus esposas se dedicaban a actividades alejadas de la
decencia.
El Diccionario de autoridades (1726-1737, t. IV) dene al “maricón como afemina-
do, cobarde, de poco brío […] que se deja supeditar y manejar, aun de los que son
inferiores”
31
. La signicación alude a dos aspectos: el honor y el blanqueamiento. En
relación con lo primero, uno de los tantos signicados de honor estuvo relacionado
con la hombría, la fortaleza física, la valía y el lustre, cuestión ajena a todo aquel que
fuese señalado como maricón o afeminado. Lo segundo debe entenderse en el sentido
de la jerarquía-subordinación, el maricón —aunque fuese blanco— no era visto como
tal por dejar que su entorno lo considerase cercano a ser mujer. Las referidas ofensas
de palabra —“maricón” y “cabrón”— fueron formuladas para aquellos “varones en
30 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 12, c. 131, 1749, f. 19.
31 En el número 94 del Mercurio Peruano, del 27/11/1791, se publica la “Carta sobre los maricones”, lo
que revela la preocupación de los ilustrados sobre el particular, considerando aquellos que el maricón
era consecuencia de los excesivos cuidados maternales (Pamo, 2015: 33-34). El punto de partida era el
travestismo, una práctica de las “gentes de baja esfera” o de las castas (Arcos, 2008: 313).
114114
Adolfo Tantaleán ValienteRev Arch Gen Nac. 2021; 36: 99-120
edad de casarse” o para esposos que se dedicaban a ocios mujeriles como el hilado,
el almidonado o el bordado, actividades consideradas de moros que de “personas de
respeto”. Así fue expresado por el licenciado Pedro Nolasco del Portillo en el juicio
que se le siguió a Francisco Morel por el rapto y estupro de doña Josepha Fernández
32
.
Regresando a la causa, un testigo de Gerónima Castilla armó haber visto a María de
la Encarnación y a Francisco, el herrero, andando juntos como marido y mujer. Testi-
monio que colocaba en entredicho la calidad de la querellante, la validez de su denun-
cia, de los testigos y testimonios aportados en la querella. La parte acusada avanzó en
su pretensión de desprestigiar la valía social de la querellante, “[…] solicita[ndo] que
se ordene la prisión de María de la Encarnación y su esposo [a quien] se le conoce
como lenón […]”
33
. El vocablo era usado para designar al que organizaba, regentaba o
dirigía un lenocidio, o casa de mancebía pública, es decir, que se encargaba de buscar
mujeres para el ejercicio de la prostitución. El amor venal fue visto como un mal ne-
cesario en tanto permitía salvaguardar la virginidad de las mujeres —especialmente,
de élite— de los apetitos carnales de los varones, considerándose incluso conveniente
que las autoridades encargadas de gobernar la ciudad procurasen establecer una casa
(Atondo, 1992).
Bajo dicha premisa, la actividad ejercida por Vitorino, esposo de María de la Encar-
nación, no descalicaba su valía social, mas el hecho de que una de las reas pidiera
la prisión de su esposa dejaba entrever que la querellante era de igual o de más baja
calidad social que las querelladas, y como tal las protagonistas del proceso judicial
poseen igual o semejante honor por lo que las injurias vertidas dañan recíprocamente
a ambas partes. Así lo conrmó la sentencia, la cual ordenó la liberación de las reas
(Gerónima y su madre), el pago de las costas y la prohibición de cruzar palabras deni-
grativas entre las protagonistas del proceso judicial
34
.
La posibilidad de blanquearse por detentar honor se relacionó con la educación, no
formativa sino de preparación para el estado matrimonial. En 1750, Narcisa de Saa-
vedra, viuda de don Juan de Seguín, inicia causa contra Pedro de Caviedes, español
natural de esta ciudad y arriero del camino del Callao a Lima, por injurias. En la
cabeza de proceso se armó que Manuel Seguín, hijo de la demandante, fue encon-
trado con Francisca, la hija del demandado, por lo que le “cogió a palos y bofetadas”.
Narcisa de Saavedra acusó a Francisca de inquietar a Manuel, acusándola de puta,
a lo que el demandado respondió que aquella “[…] era una puta mulata y le dio de
bofetadas”
35
.
La litigante era viuda —no “cticia” sino real— y, como tal, celosa en el cuidado
de su honor. En relación a ese resguardo, injurió a la hija del demandado por “in-
quietar a su hijo”, lo cual debe entenderse en el sentido de que, en su percepción,
la distancia entre ambos jóvenes existía, siendo la su hijo la de mayor jerarquía,
cuestión reforzada por la procedencia étnica. En su testimonio de defensa, Pedro de
Caviedes arma que las bofetadas fueron para una cuarterona porque “[…] injuria-
32 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 84, c. 1032, 1797.
33 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 12, c. 131, 1749, f. 19.
34 Ibídem.
35 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 13, c. 137, 1750, f. 23.
115115
Entre el honor y la injuria: la mujer en Lima, 1750-1800
ba a su mujer en la calle diciéndole ‘la putilla calentona’”, “la simplona alcahuetona
que [h]asta parece ser doncella […]”
36
. Lo último, parecer, era de más relevancia
que ser, ya que era el aspecto el que debía trascender o publicitarse en el ámbito de
residencia. Es así como se entendería por qué las mujeres manifestaron rectitud en
su comportamiento.
La injuria degradaba la calidad o valía social del agredido, reforzando el honor del
agresor. En la causa que glosamos, Pedro Caviedes, el encausado, considera o pre-
sume ser de mayor estimación social y, como tal, su ofensa es vista como un acto de
defensa legítima. En ese sentido, la sindicación de la hija del demandado de “putilla”,
o sea, “negrilla” o “mulatilla”, representa una ofensa de gravedad para el manteni-
miento de su calidad por ser “español natural de esta ciudad”. Los antecedentes fa-
miliares del denunciado difícilmente presentan algún cruce étnico o, al menos, así lo
señala en su alegato al armar que las bofetadas que le dio a Narcisa de Saavedra, su
acusadora, fueron por ser cuarterona e injuriar a su hija. Narcisa reconoce ser cuar-
terona, es decir, acepta su ascendencia negra y española que se encuentra cerca de
ser considerada “española” si ella o su hijo siguen una línea matrimonial ascendente.
De ahí su necesidad de evitar el enlace conyugal de su hijo con la hija de Pedro de
Caviedes, y que si sindicó a la hija del demandado de putilla es porque consideró que
la cónyuge del injuriante era de condición inferior a su calidad, por lo que los hijos e
hijas no tienen el mismo honor del progenitor. A su alegato inicial, el de considerarla
negrilla, agrega que su comportamiento no es propio de una mujer decente. Arma
que “[…] el motivo del pleito es la inadecuada educación de [Francisca, hija de Pedro
de Caviedes]”
37
. Esto fue negado por este último al sostener que “[…] la educación
de [mi] hija ha sido conforme a las cristianas doctrinas y recogimiento pues si alguna
vez sale a la calle aparte distante es con su madre y tías y no sola o con sus hermanas
o hermanos […]”
38
.
El descargo de Pedro de Caviedes es revelador de las normas morales y del compor-
tamiento social que todo individuo, y más aún español o de todo aquel que fuese visto
como tal, debía tener como práctica cotidiana. Al referir que su hija fue educada según
las doctrinas cristianas debe entenderse que fue concientizada para ser discreta, obli-
gada a contener sus deseos lujuriosos, a aceptar su inferioridad con respecto al varón
y a ser iletrada (Hampe, 2013: 109). Con su testimonio, el demandado solicita que la
autoridad judicial lo declare libre de la acusación alegando que “[…] cuando se trata
de delito de injuria se debe mirar la qalidad del hecho, la de la persona y la del lugar
[…] no vericándose en el caso presente [ninguna de las tres condiciones] por ser la
dicha Narcisa de inferior jerarquía […]”
39
.
El demandado demuestra ser de mayor calidad social que la demandante, consecuen-
temente su honor debe ser protegido por los encargados de sentenciar la causa, con lo
cual queda legitimado cualquier hecho o palabra que hubiese actuado o dicho en su
defensa. Agrega que “[al] no haber habido en el hecho de la injuria que supone efusión
36 Ibídem.
37 Ibídem.
38 Ibídem.
39 Ibídem.
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de sangre ni menos [haber] sido [en] lugar público […] pid[o] que se aplique a dicha
Narcisa castigo severo y corrección […]”
40
.
El honor como elemento que dignica a todo individuo era distinto al tratarse de tal
o cual grupo étnico, la injuria degradaba la imagen que el individuo construía de
mismo en el día a día, la misma que era respaldada por la consideración social que de
él tenía su entorno social. La injuria, en ese sentido, era un degradante del lugar que
el común de los sujetos creía poseer en la sociedad colonial y del que difícilmente
deseaba despojarse, salvo que no fuese para avanzar en el entramado complejo del
sistema de estamentalidad. De allí que Pedro de Caviedes rearme que “[…] es a él a
quien se ha injuriado poniendo en entre dicho a su doncella hija [y] cuestiona el valor
de los testigos de la demandante alegando procedencia étnica […]”
41
.
Los matrimonios entre contratantes desiguales tendían a disimularse cuando el cón-
yuge de menor jerarquía aportaba más que el apellido. En 1754, doña Inés Gonzáles,
“hija natural” de don Juan Antonio de Chavarría y de doña María Josepha de Ochoa,
denunció a su marido por maltratos e injurias. El denunciado, don Miguel Das, natural
de la ciudad de Bique, en el condado de Barcelona, en la provincia de Catalunia (sic),
de los reinos de España, era hijo legítimo de don Joseph Dales y de doña María de
Tierra. El matrimonio fue desigual, la denunciante era hija no concebida dentro del
matrimonio sino fruto de una relación ilegítima, mas de padres libres y solteros. Su
progenitor, por poseer el calicativo “don”, era de “calidad”, mientras el denunciado
era peninsular e hijo de una unión matrimonial formalmente constituida. ¿Qué mo-
tivaría el enlace conyugal? Doña Inés Gonzales prosigue su testimonio armando:
[contraje] matrimonio con el dicho Miguel Das a pedimento de mis padres
[…] ellos le entregaron por vía de dote la cantidad de más de tres mil pesos
y habiéndose ido con ellos a la ciudad del Guayaquil, quando vino a esta
[ciudad] ya notraxa (sic) más que lo que trae en su persona y entrándose a mi
casa fue muy bien recevido en donde lo estuve manteniendo sin embargo de la
mala vida que me dava y lo que es más hallarme con un hixo a quien he estado
manteniéndolo de todo lo necesario hasta la edad de siete años sin querer
dar[me] su manutención [o] cosa alguna como es público […]
42
.
“Gracias a sacar” fue un recurso —digamos, excepcional— para la legitimación
de la prole no habida dentro del matrimonio. Era un proceso sumamente costoso,
por lo general ejercido por aquellos que tuvieron suciente caudal o riqueza, cuyo
objetivo era “reparar” la bastardía de los hijos de los hombres de honor. El trámite
era conocido y sustanciado en las cortes madrileñas. “Gracias a sacar” no fue la única
vía para la legitimación de la prole. La causa de doña Inés Gonzales demuestra que
medios alternativos, como la dote, surgieron para eliminar o atenuar esa “mancha de
nacimiento”, responsable del alejamiento de pretendientes matrimoniales. El monto
de la dote, al parecer, no era insignicante. Bajo esa perspectiva, la dote ofrecida
por los padres de doña Inés legitimaba su condición de hija natural, igualándola en
40 Ibídem.
41 Ibídem.
42 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 17, c. 182, 1754, f. 31.
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condición social al novio peninsular, quién posiblemente llegó al Perú sin ningún
caudal más que su condición de hijo legítimo. El alegato describe el mismo actuar de
aquellos esposos que tuvieron casamiento con mujeres de distinta procedencia étnica,
pero con alguna disponibilidad económica o actividad que rindiera sucientes medios
económicos para la manutención de todo el grupo familiar. Doña Inés agrega que su
esposo “[…] parece ser un hombre de malas juntas sin ocio alguno [porque esta]
todo el día metido en pulperías y bodegones […]”
43
. Como casi todas las mujeres que
tramitaron su divorcio, ella consigue que el provisor eclesiástico autorice su ingreso
en “Las Recogidas”. Los testigos que refrendaron su testimonio fueron un español,
una zamba y un negro de casta terranovo, quienes señalaron que Miguel Das intentó
matar a su esposa mientras profería palabras indecorosas y difamatorias contra su
honra. Concluye el alegato armando que “[…] no puede dudarse que […] las injurias
[son] de tal atrocidad […]”, por lo cual se solicita el destierro perpetuo de su esposo
44
.
La sentencia solicitada es sugerente considerando que el matrimonio era un vínculo
indisoluble y, como tal, toda esposa estaba obligada a “hacer vida maridable” en don-
de el esposo jara la residencia pues, como se dijo en líneas anteriores, la sociedad
no contemplaba la posibilidad de una mujer sin la sujeción masculina. Doña Inés
consideró que el matrimonio con Miguel Das no aportaba honor a su persona, las in-
jurias proferidas por aquel dañaban su decencia, honestidad y buen nombre. Es lógico
armar que la querellante era tenida por “mujer recatada” y que la compañía de su
esposo no sumaba sino restaba credibilidad a la “consideración social” conseguida en
su entorno inmediato y, por último, colocaba en riesgo el grado de autonomía conse-
guido para realizar sus actividades en procura de agenciarse los medios económicos
necesarios para atender la manutención de su hijo y de su persona. Así se entendería
por qué preere el destierro de su esposo.
Conclusión
En el presente artículo exploramos las distintas nociones que sobre el honor produje-
ron los grupos étnicos e interétnicos de la sociedad colonial. El honor se correlaciona-
ba con un determinado grado de “blancura” y de “blanqueamiento” que singularizaba
a quien manifestaba poseerlo. Nuestro interés se centró en el honor femenino, el cual,
lejos de exteriorizar su voz, sus actitudes, sus aspiraciones, sus propósitos de vida, o
todos esos aspectos juntos, denotaba su pretensión de ganar o rearmar un grado de
autonomía frente a los desarreglos, desbaratos u ociosidad del esposo o de cualquier
sujeto masculino de su micro sociedad, autonomía que refrendaba su fama y su recato
dentro de los límites jados por la legislación y el discurso de la Iglesia. Expresiones
como “no he tenido la libertad de salir de mi casa ni a mis negocios ni a la Iglesia
[…]”
45
, “[mi marido] solo sirve [para] desacreditarme y [ponerme] las manos”
46
, o
“jamás le ha dado [a mi marido] ocasión a la menor quexa porque dedicada desde mui
43 Ibídem.
44 Ibídem.
45 AAL. Causas de Divorcio, leg. 71, 1751-1760.
46 Ibídem.
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muchacha a vivir de mi trabajo, no [me] he perdonado fatiga […]”
47
, fueron esgrimi-
das en los tribunales para defender el honor ante la injuria.
El honor femenino fue, incluso, objeto de estudio y de crítica por los ilustrados, quie-
nes consideraban un exceso o un desvarío el que mujeres de procedencia étnica osaran
calicarse o fueran reconocidas como “señoras”. Debe entenderse que el denomina-
tivo era algo cercano a un “título” que la micro sociedad confería para asignar reco-
nocimiento, estimación o valía a las féminas que “vivían” o “pasaban por blancas”, y
que, gracias a ello, disfrutaban de un grado de autonomía.
Referencias
Fuentes primarias
Documentos
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10, c. 88, 1743; leg. 12, c. 131, 1749; leg. 13, c. 137, 1750; leg. 17, c. 182, 1754;
leg. 41, c. 489, 1778; leg. 84, c. 1032, 1797.
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