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Entre el honor y la injuria: la mujer en Lima, 1750-1800
El proceso judicial prosigue con la declaración de Gerónima Castilla, una de las de-
nunciadas. En su testimonio de descargo arma que es “[…] casada y que se ocupa
junto con su madre [que es] cocinera […]”. Arma que María de la Encarnación la
señaló como “puta”, a lo que respondió que más puta era ella, que siendo casada
paría hijos de otros. La injuriada también dijo que Francisca Paredes era una “[…]
puta, bruja, alcahueta, respondiéndole que más alcahuete era su marido que [a]ma-
mantaba hijos ajenos […]”
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. Las injurias proferidas por las partes son similares, más
sus protagonistas son de diferente “calidad” o valía social, estando aquella denida
en función de su pertenencia a un determinado estamento social o casta, y es ello lo
que nalmente se vislumbrará en el proceso judicial. ¿Cuál de las partes merece el
respeto de su honor en el terreno judicial? Dependiendo de la decisión a la que arri-
ben las autoridades, una de las partes obtendrá el reconocimiento legal de su honor
al margen de su pertenencia a cualquier estamento, grupo étnico o casta. Así la causa
se presenta compleja, pues la parte acusada manifestó que fue la injuriada, a pesar de
que en la cabeza de proceso son ellas las señaladas como injuriantes, los alegatos de
defensa que sus testigos aporten a la causa serán los determinantes para la dación de
la sentencia. Recordemos que María de la Encarnación se presentó ante la autoridad
arguyendo tener mayor jerarquía social que Francisca Paredes y Gerónima Castilla,
las denunciadas, a quienes sindicó como “pardas libres”.
Los testimonios presentados por las partes litigantes rerieron que se trataba de muje-
res casadas quienes, al igual que en la causa de doña Rosa de Ballesteros, acudieron a
los tribunales a defender su honor individual porque, al verse mancillado o en entredi-
cho, la calidad de sus respectivos esposos e hijos también se hubiese visto afectada. El
desarreglo, la descompostura o la indecencia de la mujer casada eran responsabilidad
del esposo y fueron vistos como una falta en la capacidad para subordinar, sojuzgar o
someter bajo su autoridad a su cónyuge, es decir, que se puso en evidencia su carencia
o falta de idoneidad para ejercer su “papel social”. Podría decirse que, dentro de su
entorno social cotidiano, no sería considerado un varón completo, de allí que en cada
causa los testimonios producidos armen que los esposos eran “cabrones”, “marico-
nes” o “alcahuetes”, por lo que sus esposas se dedicaban a actividades alejadas de la
decencia.
El Diccionario de autoridades (1726-1737, t. IV) dene al “maricón como afemina-
do, cobarde, de poco brío […] que se deja supeditar y manejar, aun de los que son
inferiores”
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. La signicación alude a dos aspectos: el honor y el blanqueamiento. En
relación con lo primero, uno de los tantos signicados de honor estuvo relacionado
con la hombría, la fortaleza física, la valía y el lustre, cuestión ajena a todo aquel que
fuese señalado como maricón o afeminado. Lo segundo debe entenderse en el sentido
de la jerarquía-subordinación, el maricón —aunque fuese blanco— no era visto como
tal por dejar que su entorno lo considerase cercano a ser mujer. Las referidas ofensas
de palabra —“maricón” y “cabrón”— fueron formuladas para aquellos “varones en
30 AGN. Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 12, c. 131, 1749, f. 19.
31 En el número 94 del Mercurio Peruano, del 27/11/1791, se publica la “Carta sobre los maricones”, lo
que revela la preocupación de los ilustrados sobre el particular, considerando aquellos que el maricón
era consecuencia de los excesivos cuidados maternales (Pamo, 2015: 33-34). El punto de partida era el
travestismo, una práctica de las “gentes de baja esfera” o de las castas (Arcos, 2008: 313).