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Horacio H. UrteagaRev Arch Gen Nac. 2020; 35: 85-91
cría como expósita está destinada a formar parte de la comunidad. Paseando un día
por los jardines conventuales oye tristes gemidos que salen de una gruta inaccesible.
Pregunta a su dueña, Salla, la causa de tan extraños lamentos, y la madre Salla, que
está destinada para ser la catequizadora, le ofrece revelarle el secreto. Condúcela, en
efecto, una noche a la gruta misteriosa y muéstrale un espectáculo por demás horrible;
es una mujer, que ja en cadenas y rodeada de animales ponzoñosos, yace tendida en
el suelo, próxima a expirar. Esta escena de horror arranca a Bella esta frase: “¿Quién
eres, dulce paloma? ¿De qué crimen eres culpable para sufrir de esta suerte? ¿Qué
tiranía cruel te condena a este suplicio, compañera mía?” Esta es, en Bella, la voz de
la naturaleza, que conmueve el corazón de la desdichada prisionera. Atraída por tan
simpático acento, la infeliz encadenada revela a la compasiva niña, su amor desgra-
ciado y su castigo injusto.
Estrella, investigando la edad de Bella, sabiendo su nombre y aconsejada por instinto
misterioso, expande el tesoro de sus caricias maternales, dormidas tanto tiempo en su
corazón atribulado. Al llegar a esta escena conmovedora, fácil, breve e intensiva, se
cree uno bajo la inuencia de los resortes dramáticos de un Sófocles, de un Corneille
o de un Shakespeare, profundos conocedores del corazón humano.
Conocida la suerte de su madre, Bella no tiene otro pensamiento que el de libertarla de
ese suplicio, tanto más injusto cuanto más horrible. Para realizar su intento, aprovecha
el instante feliz en que Yupanqui, clemente, perdona a Ollantay y a sus cómplices. Pre-
séntase la inocente niña al monarca y le pide la vida y la libertad de su madre. El inca
cede a las instancias de la pequeña encantadora y, en ese día “de las misericordias”,
va acompañada de un séquito, del que forma parte Ollantay, al jardín de las “vírgenes
del Sol” donde, al contemplar el suplicio de Estrella, para todos “horrible”, el mismo
Yupanqui exclama al mirar el estado de la víctima: “¿Quién es el cruel que la ha man-
dado atar? Es posible que un rey haya dado abrigo en su pecho a la víbora del odio”.
Pronto sabe el rey que su padre ha sido el juez de semejante condenación. Pronto des-
cubre en Estrella a la hermana desventurada, y en Ollantay al rebelde con justa causa;
entonces, en una escena rápida, sentida, precisa como la convicción sin restricciones;
alborozada y enérgica, como el grito del esclavo ante la liberación, se reconocen, se
felicitan y se prometen una era de completa ventura; se estrechan, corazón con cora-
zón y se encadenan con eternos lazos de amor. “En esta nueva era de dicha, la tristeza
debe ser desterrada y renacer la alegría”; con esta frase que es una promesa y un voto,
pronunciada por Yupanqui, naliza el drama.
El drama de Ollantay, por el desarrollo de su acción, por el carácter de sus personajes,
por la elevación de sus conceptos, la pureza de su estilo y la estrictez de su moral,
acusa procedencia de un período de elevada cultura. Es indudable que, en la época en
que se concibió, las ideas éticas de los imperiales llegaban a su renamiento, puesto
que los sentimientos de benevolencia, sinceridad, pureza de intención, lo mismo que
las ideas religiosas y políticas, campean en feliz consorcio en todo el curso de la obra.
Semejante conjunto de bellezas artísticas, digno de las mejores épocas de la civiliza-
ción del Viejo Mundo, han hecho dudar de su autenticidad y de su liación incaica,
creyéndose por muchos que tal obra no podía ser fruto único o primero del arte del
Tahuantinsuyo, sino de inteligencia exquisita, conocedora del mecanismo dramático