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REVISTA DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
Historia
Ollanta*
Horacio H. Urteaga
Publica hoy la Revista del Archivo Nacional el celebrado drama “Ollanta” tesoro ar-
tístico del imperio incaico, cuya factura, dentro de los moldes clásicos, seguramente
ha sido obra de un mestizo.
El manuscrito original, que es el que posee el Archivo Nacional, perteneció al intelec-
tual cuzqueño Gavino Pacheco Zegarra; este lo dejó, al morir, a uno de sus parientes,
el obispo del Cuzco monseñor Castro, ya fallecido. El ilustrísimo obispo lo obsequió
al Archivo Nacional y, así mismo, hizo la traslación del manuscrito al más puro que-
chua, limpiándolo de errores ortográcos y de alteración de voces. La competencia
lingüística de monseñor Castro abona la perfección de su trabajo. El drama fue tra-
ducido al español por el Dr. Sebastián Barranca, la versión de este acompaña, en la
publicación que hacemos, al original quechua.
Hace más de veinte años que conocí el drama, lo estudié y emití mi juicio sobre su
autenticidad y valor literario. Mucho he leído de lo que se ha escrito sobre la obra,
apoyando mi tesis o contradiciéndola. Después de tanto tiempo, vuelvo a repetir lo
que dije en otra época. No me rectico, sino acentúo la satisfacción de no haber dis-
minuido mi respeto y admiración a la cultura indígena.
Sabido es el estado oreciente de la cultura que allá por los siglos XII y XIV reina-
ba en las dos grandes monarquías americanas, México y el Perú. De su civilización
perdida apenas quedan fragmentos, y los relatos y crónicas que la describen son in-
completos unos, demasiado sucintos otros y todos tachados de parcialidad. Esto, no
obstante, de los estragos de la conquista han salvado dos tesoros artísticos inaprecia-
bles; allá en México, en la vasta confederación de Tenochtitlan, las poesías del rey de
Tezcuco; aquí en el Perú, el celebrado drama Ollantay. Más felices que los mexica-
nos, nuestro tesoro pertenece al género dramático, el de aquellos, al lirico, y siquiera
por la suerte del hallazgo, les llevamos ventaja: el género lírico orece antes que el
dramático, y cuando este aparece es porque aquel, habiendo dado todos sus frutos, se
debilita, cuando no muere.
* Revista del Archivo Nacional del Perú, Lima, tomo IX, entrega I, pp. 3-11, 1936.
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A juzgar las bellezas de este drama inmortal y descubrir en él las aspiraciones nobles
y el espíritu culto de los imperiales, se han dedicado eminentes escritores, tanto na-
cionales como extranjeros y es, tomando nota de sus justas cuanto racionales obser-
vaciones, que nosotros vamos a ensayar una crítica del Ollantay y dar nuestra sincera
opinión respecto a su valor intrínseco.
La acción se desenvuelve del siguiente modo:
Bajo el reinado de Pachacútecc, monarca peruano, que vivió probablemente a media-
dos del siglo XIV, gura un general indio, jefe de la provincia de los Andes, llamado
Ollantay, quien, por su valor y talentos militares, llega a obtener el favor del monarca,
y es por este, elevado a las más altas dignidades. En la corte, Ollantay, considerado
como el más encumbrado de los señores o indios principales, concibe pasión violenta
por Estrella, hija del rey, en quien este ja todas sus complacencias. El amor de Ollan-
tay llega a ser correspondido y sabiéndolo la madre de la princesa, mama Anahuarqui,
lejos de irritarse, dando prueba de nobleza y bondad de corazón, se contrae a consolar
a Estrella, a quien augura su unión con Ollantay, sin presumir la voluntad del Inca, su
esposo.
El general indio, que sufre con la incertidumbre de ver realizadas sus aspiraciones,
es sorprendido por un astrólogo, que adivina “su amor diabólico” y le concede un
día para que elija su felicidad o su perdición, su vida o su muerte. Ante semejante
sentencia, Ollantay toma resolución extrema y se presenta a Pachacútecc. Después de
preparar la magnanimidad del Inca, con el relato de los servicios que ha prestado y
los favores que ha recibido, pide la mano de Estrella y se prosterna. Pachacútecc, más
orgulloso que magnánimo rechaza su petición y le reprende por haber querido subir
demasiado alto. Desengañado de este modo y herido en sus más caros sentimientos,
Ollantay da rienda suelta a su despecho y jura vengarse. Oigámosle:
¡Oh, Cuzco, bella ciudad! –dice– ¡Desde hoy seré tu enemigo implacable;
abriré tu seno para arrancarte el corazón y arrojárselo a los buitres! ¡Ya
verá tu rey! Reuniré a miles de mis andícolas, y seducidos y armados por
mí, los guiaré hasta Sacsahuamán, fulminándole desde allí, como una nube
de maldición. Cuando el fuego enrojezca el cielo, y tu yazgas sobre tu lecho
ensangrentado, tu rey perecerá contigo, y entonces se verá si mis yungas son
débiles y pocos. Y cuando le ahogue entre mis brazos, veremos si su boca
inanimada me dice todavía “no eres digno de mi hija. No la poseerás”. ¡Ya
no me humillaré más ante su altiva presencia, para pedírsela de rodillas!
Entonces seré yo el rey, y la ley será mi voluntad!
Ollantay principia a realizar lo que promete. Sale fugitivo del Cuzco, burlando la
vigilancia del Inca, y pronto se presenta ante los andícolas a quienes revela la tiranía
de Pachacútecc, recuerda los sufrimientos del pueblo por satisfacer sus caprichos y
consigue no solo la obediencia y adhesión de los andícolas, sino el nombramiento de
rey para que se oponga al soberano del Cuzco.
Ollantay organiza y aumenta sus huestes y hace de Tambo su baluarte. Mientras tan-
to, Pachacútecc, que ha recibido noticias del levantamiento, manda a Ojo de Piedra
(Rumiñahui) con un grueso ejército para someter a los rebeldes; pero es encerrado por
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Ollantay en unos desladeros, especie de “horcas caudinas”, en donde pierde todas
sus tropas, salvando él milagrosamente. Ollantay se cree en el colmo de su dicha, pues
mientras obtiene tan señalados triunfos, en el Cuzco muere su rival, a quien sucede no
sin obstáculos Yupanqui, que se promete continuar la guerra para sofocar la rebelión.
Rumiñahui, para vengarse de la derrota y conseguir rehabilitación ante su soberano,
medita un plan tan acertado como indigno. Es Zopiro meditando la toma de Babilonia,
es Pisístrato abusando de la conanza de los atenienses. Pide, pues, al inca que le deje
obrar libremente y le promete traer al culpable desolado. A ti te toca hacer grandes
esfuerzos, le contesta Yupanqui, para volver por el honor de tu nombre.
En la fortaleza de Ollantaytambo se presenta Ojo de Piedra, como el sátrapa parto
ante Darío, mutilado y manando sangre. Condúcenle a la presencia del rey Ollantay,
a quien el traidor hace mil reverencias y le pide amparo. Al reconocer Ollantay a su
compañero, un sentimiento de nobleza y piedad se eleva en su alma, perdona a su rival
y le promete socorro, protección y amor:
Pero ¿cómo has venido solo, –-le dice– sin temor a la muerte? Túpac Yupan-
qui acaba de posesionarse del Cuzco –le contesta–, se ha elevado contra la
voluntad de todos, sobre olas de sangre… Sin duda no te habrás olvidado
que yo era jefe del país alto. Yupanqui sabiendo lo que me había sucedido,
me hizo llamar a su palacio, como tiene un corazón tan feroz, ordenó que me
atormentaran y mutilaran así. Mira, pues, amado protector, como me han
destrozado por orden de Yupanqui.
El ardid produce el efecto que el traidor esperaba. Ollantay recibe al antiguo colega
con marcadas muestras de complacencia y, dócil a la magnanimidad, no solo le per-
dona sino que le otorga su conanza, hasta el extremo de recibirle como auxiliar en
su ejército. Aprovechóse Rumiñahui de estas concesiones para perder a Ollantay. El
día de las estas del Sol, en que todos los guerreros andícolas y el pueblo se entregan
a regocijos, Rumiñahui abre las puertas de la fortaleza a las tropas del inca, que atis-
baban los manejos de su felón agente y, una vez en el interior de Tambo, sorprenden
a los descuidados guerreros de Ollantay y los apresan junto con su generoso y cona-
do rey. Conducidos los prisioneros a presencia del inca, este ordena inmediatamente
sean conducidos al suplicio. Mas, cuando los infelices emprenden la marcha fúnebre,
Yupanqui, más clemente que vengativo, les perdona; llevando aún más lejos su gene-
rosidad, no solo vuelve a Ollantay a sus antiguos privilegios, sino que le concede la
regencia del imperio, mientras él va a emprender la conquista de Chayanta (Bolivia).
El desenlace de la acción no concluye aquí. Falta saber cuál ha sido la suerte de Estre-
lla y cuál también la suerte del fruto de su amor desgraciado.
Paralelamente al desenvolvimiento de la acción de Ollantay, el poeta ha sabido mez-
clar ciertos toques reveladores de la suerte de la princesa, que de este modo no perma-
nece ignorada. Y lo más sorprendente es que, aunque entremezcla otras noticias con
las peripecias del héroe, no las anuncia sino con velos de un arte encantador, sin que
distraigan el interés de la acción principal.
En el palacio de las vírgenes del Sol, crece una niña cuyo nombre es símbolo de su
hermosura y de su gracia: se llama Bella. Encerrada en el claustro, esta niña que se
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cría como expósita está destinada a formar parte de la comunidad. Paseando un día
por los jardines conventuales oye tristes gemidos que salen de una gruta inaccesible.
Pregunta a su dueña, Salla, la causa de tan extraños lamentos, y la madre Salla, que
está destinada para ser la catequizadora, le ofrece revelarle el secreto. Condúcela, en
efecto, una noche a la gruta misteriosa y muéstrale un espectáculo por demás horrible;
es una mujer, que ja en cadenas y rodeada de animales ponzoñosos, yace tendida en
el suelo, próxima a expirar. Esta escena de horror arranca a Bella esta frase: “¿Quién
eres, dulce paloma? ¿De qué crimen eres culpable para sufrir de esta suerte? ¿Qué
tiranía cruel te condena a este suplicio, compañera mía?” Esta es, en Bella, la voz de
la naturaleza, que conmueve el corazón de la desdichada prisionera. Atraída por tan
simpático acento, la infeliz encadenada revela a la compasiva niña, su amor desgra-
ciado y su castigo injusto.
Estrella, investigando la edad de Bella, sabiendo su nombre y aconsejada por instinto
misterioso, expande el tesoro de sus caricias maternales, dormidas tanto tiempo en su
corazón atribulado. Al llegar a esta escena conmovedora, fácil, breve e intensiva, se
cree uno bajo la inuencia de los resortes dramáticos de un Sófocles, de un Corneille
o de un Shakespeare, profundos conocedores del corazón humano.
Conocida la suerte de su madre, Bella no tiene otro pensamiento que el de libertarla de
ese suplicio, tanto más injusto cuanto más horrible. Para realizar su intento, aprovecha
el instante feliz en que Yupanqui, clemente, perdona a Ollantay y a sus cómplices. Pre-
séntase la inocente niña al monarca y le pide la vida y la libertad de su madre. El inca
cede a las instancias de la pequeña encantadora y, en ese día “de las misericordias”,
va acompañada de un séquito, del que forma parte Ollantay, al jardín de las “vírgenes
del Sol” donde, al contemplar el suplicio de Estrella, para todos “horrible”, el mismo
Yupanqui exclama al mirar el estado de la víctima: “¿Quién es el cruel que la ha man-
dado atar? Es posible que un rey haya dado abrigo en su pecho a la víbora del odio”.
Pronto sabe el rey que su padre ha sido el juez de semejante condenación. Pronto des-
cubre en Estrella a la hermana desventurada, y en Ollantay al rebelde con justa causa;
entonces, en una escena rápida, sentida, precisa como la convicción sin restricciones;
alborozada y enérgica, como el grito del esclavo ante la liberación, se reconocen, se
felicitan y se prometen una era de completa ventura; se estrechan, corazón con cora-
zón y se encadenan con eternos lazos de amor. “En esta nueva era de dicha, la tristeza
debe ser desterrada y renacer la alegría”; con esta frase que es una promesa y un voto,
pronunciada por Yupanqui, naliza el drama.
El drama de Ollantay, por el desarrollo de su acción, por el carácter de sus personajes,
por la elevación de sus conceptos, la pureza de su estilo y la estrictez de su moral,
acusa procedencia de un período de elevada cultura. Es indudable que, en la época en
que se concibió, las ideas éticas de los imperiales llegaban a su renamiento, puesto
que los sentimientos de benevolencia, sinceridad, pureza de intención, lo mismo que
las ideas religiosas y políticas, campean en feliz consorcio en todo el curso de la obra.
Semejante conjunto de bellezas artísticas, digno de las mejores épocas de la civiliza-
ción del Viejo Mundo, han hecho dudar de su autenticidad y de su liación incaica,
creyéndose por muchos que tal obra no podía ser fruto único o primero del arte del
Tahuantinsuyo, sino de inteligencia exquisita, conocedora del mecanismo dramático
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clásico y, por consiguiente, ajena al origen que se le asigna. El drama de Ollantay, se
ha dicho, es coetáneo con la conquista o escrito durante el coloniaje; su autor tomó
una acción legendaria y tradicional, la revistió con las galas de una dicción correcta,
un pensamiento sólido y tintes aborígenes, y por la consonancia y ajuste con la vieja
civilización incaica logró hacerla pasar como obra aborigen. Tal recurso para imponer
ciertas obras, no es extraño: los Viajes de Antenor por Grecia y Asia
1
, destinados a
reconstituir la civilización antigua, parece que son obra de Plinio (el Viejo), y los Via-
jes de Anacarsis, siendo escritos por Barthélemy, ¿no pasaron en el siglo XVII como
relatos auténticos del escita que gura en la obra?
Sin embargo, toda esta argumentación ha sido refutada brillantemente. El señor Pa-
checo Zegarra cree, y con razón, que este drama no pudo inspirarse en los relatos
posteriores a la conquista ni en las obras de Garcilaso. Ha hecho notar que no siem-
pre el drama se ajusta a la narración del historiador y que las cosas en que diere
acusan más bien errores en Garcilaso que en el autor del Ollantay. La geografía de
los lugares que el poeta del drama describe, la índole de los pueblos sometidos y las
penalidades de las conquistas acusan un conocimiento profundo de la situación de
los países donde se realizaron las peripecias dramáticas y del estado político y social
de aquella época.
Garcilaso, que es tan estricto en la biografía de los soberanos del Perú, nada dice
respecto de los incidentes de esas luchas de andícolas y cuzqueños, que no por conser-
varse cantadas son menos históricas, como lo son las luchas de los Corus y Pandus en
la India, ni la conquista del país de Ceylán por Rama, a pesar de habérsenos trasmitido
solo en los colosales poemas épicos del Mahabarata y Ramayana.
Tenernos algo que agregar: Garcilaso reere el orden estricto de la sucesión imperial.
“El hijo mayor de la coya era el heredero de la borla imperial, sin restricción y sin
obstáculo; solo en tiempo de Yahuar-Huaca se abdicó en la persona de Huira-Cocha,
el legítimo heredero; pero fue debido a la incapacidad del monarca”. Salvo este tro-
piezo en la regularidad de los reinados, Garcilaso presenta a los soberanos dotados de
índole tan pareja, de costumbres tan rmes, de pensamientos tan uniformes y hasta
de edad tan semejante, que los catorce reinados pueden reducirse a uno solo, y el
espíritu de Manco Cápac parece haber pasado en encarnaciones sucesivas a los trece
soberanos imperiales. ¿Puede dársele crédito a todo lo que reere? Bien se compren-
de que Garcilaso no estuvo discreto, ni meditó acerca de la naturaleza humana, al
narrar de tal modo la sucesión imperial de los hijos del Sol. Más imparcial, el autor
del Ollantay nos hace ver en Pachacútecc no al legislador y hábil político de Garci-
laso, sino al soberano altivo y caprichoso, el que, como todos los tiranos, considera
confundido al individuo en el Estado y al Estado sujeto a su omnímoda voluntad. Él
mismo nos dice luego que Yupanqui subió al trono imperial no como legítimo here-
dero. “¿Y quién ocuparé el puesto que ha dejado Pachacútecc? Si Túpac-Yupanqui le
sucede, serán otros despojados de su derecho porque este Inca es menor y hay otros
mayores que él”.
Con lo dicho basta para notar la oposición en los relatos del historiador y del poeta, y
como este se penetra más en la naturaleza de las cosas, describe con más verdad epi-
1
Esta obra ha sido encontrada en las ruinas de Pompeya.
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sodios y narraciones legendarias, y se ciñe también a la civilización de esa época; no
cabe duda de que el inmortal drama se representaba en el Cuzco, mientras en Roma se
asistía al espectáculo de los motines sangrientos provocados por Cresencio y Arnaldo
de Brescia; mientras en París se hacían preparativos para Crecy y Poitiers, y mientras
en Constantinopla se sacaban los ojos al príncipe Isaac Ángel.
Toda obra artística es un organismo y como tal ha de tener un principio vital que le
dé la cualidad de “ser”. Esa cualidad, que se revela a través de todas sus formas, es la
“acción”. ¿La tiene la obra que analizamos? Sí y ella es eminentemente fecunda, gran-
diosa y moral. Describe el desarrollo de una pasión que, como tal, es avasalladora.
Expone los obstáculos, esencialmente naturales, que se le oponen y muestra el triunfo
de la sinceridad y de la virtud; para alcanzar este n no se reforma a la naturaleza
humana: el amor desesperado de Ollantay recurre a la venganza; la debilidad de una
mujer sensible, acarrea el martirio; el orgullo de las clases nobles, impulsa al odio y
a la injusticia; el servilismo recurre a la traición; por último, el corazón humano da lo
que tiene de noble y, en medio de todos los estragos que preparan las pasiones, brillan
la magnanimidad y la clemencia que, cuando se ejercitan en un soberano, traen un
cortejo de dones y bienandanzas.
Ollantay, Pachacútecc, Rumiñahui, Estrella y Yupanqui son guras realmente histó-
ricas, que han existido en todos los países y en todas las épocas. El desgraciado Tur-
nus de Virgilio es Ollantay metamorfoseado; Pachacútecc es Augusto castigando al
desgraciado Ovidio; Rumiñahui, ya lo hemos dicho, es un Zopiro; Estrella, ¡ay! esta
mujer aún existe y existirá mientras haya debilidades de sexo y tiranías de abolengo.
Yupanqui, por último, no habría hecho un mal personaje en el Cínna de Corneille. ¿Y
Bella? Esa criatura inmaculada también la soñó Calderón en su Justina.
Para mí, el drama de Ollantay habla tan alto del espíritu de las sociedades del imperio
incaico que si, sin conocer su origen, se me hubiera ofrecido a la lectura, lo habría
atribuido a un talento tan acabado como el de Corneille, o a un maestro en oponer las
situaciones más encontradas pero naturales, como a Plauto.
Los caracteres de todos los personajes de Ollantay respiran verdad, en las situaciones
y episodios hay exactitud, a pesar de lo maravilloso o novelesco de su engranaje.
Solo los yaravíes cantados por voces proféticas me desagradan sobremanera, acom-
pañando acontecimientos tan naturalmente desenvueltos; esas escenas fantásticas,
inducen a desestimar un drama tan real y bien sentido. Sin embargo, para atenuar mi
censura debo oír a Taine, que dice: “para juzgar una obre de arte es preciso conocer el
estado general del espíritu y de los tiempos a que el artista, que crea la obra, pertene-
ce”
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. Como se ha hecho notar por los críticos del Ollantay, se encuentran en el drama
escenas que parecen mutiladas; personajes que se presentan meteóricamente como
Mama Anaguarqui, y que no inuyen después en el nudo y desenlace; por último,
colocación de escenas caprichosas, poco motivadas y faltas de solidez.
El quechua puro, ya no se habla, por desgracia; los que hemos nacido en las faldas
de allende los Andes y hemos oído a nuestras nodrizas charlar en un quechua es-
2 Taine, Filosofía del arte.
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Ollanta
pañolizado, apenas hemos podido apreciar las bellezas del viejo idioma armonioso.
Sin embargo, hombres, hemos cantado dulcísimas endechas en ese idioma de notas
melancólicas, cuyas expresiones ya sonoras, ya meliuas, traducen también las emo-
ciones del alma. Con ellos, parece que se traduce el dolor en acentos más patéticos.
En el Ollantay se hace ostentación de un estilo delicado, sus frases son correctas y su
dicción castiza; sin despreciar los modismos populares, toma de cuando en cuando
una elevación que llega hasta la profundidad del pensamiento losóco para luego
descender a los arranques de ingenuidades infantiles.
Empero, no solo méritos campean en la obra, también abunda en defectos gravísimos
que, tal vez, en gran parte han nacido de la ignorancia o presunción de los compilado-
res. Y aquí cuadra una observación:
Creo que mano profana ha retocado muchos pasajes del drama, pues no me explico
cómo, en el país místico por excelencia, en el pleno teatro, se haya hecho una com-
paración a Estrella: “en aquel paraje me pareció verla brillar como el Sol y la Luna”
(escena primera). Semejante comparación, en boca de un creyente adorador del Dios-
Sol, es una exclamación sacrílega, imposible de haberse tolerado en ese tiempo y en
medio de un pueblo fanático. Pero hay más aún, en la misma escena leo: “mi amada
[Estrella] oscurece el Sol y brilla sin rival”, aquí se sale de los límites de la compa-
ración.
Versos semejantes se encuentran desparramados en todo el curso del drama.
Cuando leímos por primera vez el Ollantay, nos chocó la semejanza del yaraví de la
escena cuarta, con el canto cuarto del “Cantar de los Cantares” de Salomón. Entonces
apuntamos estas observaciones: la semejanza del yaraví y del “Cantar de los Canta-
res” estriba: primero, en la forma de la rima; segundo, en los epítetos empleados; ter-
cero, en el fondo de la composición; cuarto, en el naturalismo de las comparaciones;
quinto, en la descripción sonómica de las personas; sexto, en el tinte de sencillez y
naturalidad que respiran ambas composiciones. Este juicio era exagerado, porque,
entonces, como hoy, nos hemos debido jar que hay un periodo en que la evolución
literaria, sea de forma o de fondo, es idéntica en todos los pueblos y las razas, prueba
segura, al menos en cierto sentido, de la unidad de la especie y de la ley que domina
la vida humana.
En cuanto a nosotros, niños sempiternos, como diría Renán, que solo estamos conde-
nados a imitar o admirar glorias pasadas, ante la contemplación de estos frutos magní-
cos que nos legaron nuestros antepasados, no podemos menos que reverenciar la me-
moria de ese pasado imperial que el sol de Junín y de Ayacucho aún no ha vivicado.