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Asesinato de Francisco Pizarro, gobernador del Perú: proceso seguido contra los asesinos del marqués
carteles con los nombres de estos. ¡La venganza tenía desenfado! Pronto tuvo Pizarro
conocimiento de la conspiración; pero a los que le hablaban de tomar seguridades
contra los de Chile les contestaba con desdén: “Pobres diablos, bastante los persigue
la desgracia, no los molestemos más”. Sin embargo, llamó a Juan de Herrada y tuvo
con él en el jardín de Palacio una conversación franca y cordial, hasta llego a convi-
darle las naranjas del huerto, raras entonces en el Perú. Herrada negó a Pizarro, como
era natural, la conjuración, convenciéndose al mismo tiempo de que las sospechas del
gobernador no eran muy sólidas. Al despedirse del marqués, este le dijo: “pedidme
lo que queráis, yo os lo concederé”. Ambos se despidieron satisfechos, pero Herrada,
más conado en el éxito de su plan, al reunirse con sus amigos y narrarles su entrevis-
ta con Pizarro, les infundió alientos y se puso abiertamente a la cabeza del complot.
Se jó la fecha del golpe para el 26 de junio y se dispuso que al salir el gobernador
a misa, un grupo de conjurados, lanzándose sobre él, lo victimasen, mientras a una
señal dada (un pañuelo blanco batido) varios almagristas escondidos en las casas del
contorno de la plaza, uniéndose a los atacantes, asegurarían el éxito en el asalto
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Nuevamente recibió aviso Pizarro del golpe que se preparaba. Uno de los conjurados,
arrepentido de su participación en el crimen que se proyectaba, reveló a su confesor
cuanto se tenía resuelto por los almagristas. El sacerdote Inan de Henao participó,
con las debidas reservas teológicas, lo que se fraguaba al secretario Picado, el que
puso al marqués, inmediatamente, sobre aviso; pero este, lejos de alarmarse, apenas
dejó escapar una frase irónica: “Ese clérigo, dijo, obispado quiere”. Con todo, llamó
al lugarteniente Velázquez y le previno que tomase seguridades. “Mientras tenga la
vara de la ley en mis manos, no tema vuestra señoría, nadie se atreverá”, contestó el
intendente. Necia arrogancia que, como veremos, sirvió solo para escarnecer y ridi-
culizar a su autor.
Pizarro volvió a despreocuparse de consejos y amenazas, pero sus amigos, que sabían
que el domingo inmediato se proyectaba el golpe, aconsejaron al marqués no saliera
a misa. Pizarro lo hizo así, y en la mañana del domingo 26 no abandonó su Palacio.
Los conjurados que se preparaban al asalto, al ver que, llegada la hora de misa, no
salía el gobernador, creyéronse perdidos y se sobresaltaron; su plan, pasando por una
aguda crisis, se habría desconcertado; pero Herrada, que era hombre resuelto y sereno,
aconsejó entonces llevar el asalto al mismo palacio del marqués. El nuevo plan era
temerario y ocasionado a dicultades y fracasos por lo imprevisto y sorpresivo, por
eso muchos se negaron a llevarlo a cabo, pero Herrada y los principales conjurados,
que creían ya descubierto el complot, insistieron en él; aquel, sobresaltado y nervioso,
dijo a los que vacilaban: “pues qué, ¿creéis que hay tiempo que perder? Iremos los
resueltos y al salir gritaremos vuestros nombres, diciendo que participáis de nuestro
crimen”. La amenaza era terrible y produjo su ecacia. Todos se lanzaron a la calle
gritando: “¡viva el rey, muera el tirano!”. Eran los doce del día, la plaza estaba casi
desierta, pero, a los gritos de los de Chile, muchos vecinos alarmados, asomándose a
sus puertas y balcones decían unos: “van a matar al marqués, van a matar a Picado”.
3 En la pregunta N.° XI del interrogatorio, se dice que la señal la daría Juan Sánchez Copin y que esta
sería preliminar de la muerte. La verdad es que la tal señal no tuvo por qué darse, pues habiendo resuelto
Pizarro no salir a misa, los conjurados ya no tuvieron otra cosa que asaltar el Palacio a mano armada.