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REVISTA DEL ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
Historia
Asesinato de Francisco Pizarro,
gobernador del Perú: proceso seguido
contra los asesinos del Marqués*
Horacio H. Urteaga
El documento que publicamos con el título de “Proceso seguido contra Die-
go Méndez, secuaz de don Diego de Almagro, en el asesinato del marqués
don Francisco Pizarro, sobre la condenación y conscación de bienes”, es
en verdad el proceso seguido contra los asesinos del gobernador del Perú,
don Francisco Pizarro, y contiene una relación minuciosa y detallada de los
antecedentes del hecho, del hecho mismo, y de sus consecuencias funestas y
luctuosas, que se epilogaron en la sangrienta batalla de Chupas y muerte del
joven Almagro. El documento es, pues, capital y precioso; su adquisición la
debo a la gentileza de mi apreciado amigo y colega el sr. don José Toribio
Medina, que, habiéndolo encontrado en el Archivo de Sevilla, me ofreció
sacar una copia de él y enviármela; ha cumplido la oferta con la delidad
de su hidalguía, cediéndome la obligación de poner unas apostillas como
introducción al proceso. Así lo hago para encuadrar dentro de sus marcos
históricos el conjunto de noticias que se desprenden del interrogatorio, re-
lleno de formulismos curialescos.
Muerto el viejo Almagro, después de la batalla de Salinas, Pizarro quedo único dueño
del territorio que conquistara. Los derechos de su socio sobre la Nueva Toledo (o sea
sobre el territorio de Chile) no se trasmitieron al joven hijo del infeliz mariscal, como
lo había dispuesto este en su testamento; al contrario, Pizarro desconoció las últimas
disposiciones de su socio y no solo excluyó de sus derechos al hijo, sino que le rebajó
su hacienda y le privó de todo gobierno y empleo. Almagro había tenido amigos leales
y buenos; su carácter generoso y franco le había regalado afectos y adhesiones; sus
partidarios, muerto él, no lo olvidaron, y creyendo encarnadas en el hijo la generosi-
dad y la hidalguía del padre, rodearon al mozo Almagro y le ofrecieron su ayuda y sus
esfuerzos, cada vez que pensara recuperar sus derechos hollados y desconocidos. El
marqués Pizarro, que bien pudo apagar los rencores y odios justicados de los alma-
gristas, lejos de sosegarlos y allanar los obstáculos que habían de crear a su gobierno,
con una falta de tino que revelaba la grosera pobreza de su alma, privó a los de Chile
* Revista del Archivo Nacional del Perú, Lima, tomo VII, entrega I, pp. 1-9, 1929, bajo el título: “Asesi-
nato de D. Francisco Pizarro, gobernador del Perú (proceso seguido contra los asesinos del Marqués)”.
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de todo empleo y cargo, y dando oídos a envidiosos y calumniadores, ese miasma
que expelen las revoluciones y las guerras civiles, y que contagia a los débiles, dando
oídos a envidiosos, repetimos, ultrajó cuanto pudo a sus enemigos, conscó sus bie-
nes y agregó a las ofensas políticas, las degradaciones. Era una fuerza ciega a la que
manejaba la vileza.
El resultado de semejante absurda política no se hizo esperar: una conjuración se tra-
maba en las sombras, conjuración horrible y trágica, en la que se resolvió el asesinato
y el asalto.
Almagro el Mozo, rodeado de los principales amigos de su padre y aconsejado por
Juan de Herrada, aprobó el complot en que se había resuelto el asesinato del marqués
y el asalto a la Gobernación. Algunos autores creen que Almagro no se hallaba com-
prometido en el complot. ¡Peregrina ocurrencia, cuando era en su propia casa donde
los conjurados celebraban sus reuniones, estuvieron en la acción sus íntimos amigos y
el n de ella fue la proclamación de su autoridad y de sus derechos hollados! Que no
asistiera al asalto, nada prueba en contra de su responsabilidad en el crimen; segura-
mente se creyó imprudente comprometer al futuro gobernador en la acción peligrosa
del golpe a mano armada
1
. Semejante propósito era tomado en el colmo de la impa-
ciencia. Sabedor el rey de los disturbios habidos en el Perú, entre Pizarro y Almagro
el Viejo, resolvió comisionar al licenciado Cristóbal Vaca de Castro para que arreglara
las diferencias entre los conquistadores y, en caso de muerte de Pizarro, se le autorizó
para asumir la gobernación. Cuando se supo en el Perú la determinación de la Corona,
se esperó al licenciado para interponer ante él las quejas; pero una tormenta dispersó
los navíos en que venía el comisionado y por mucho tiempo se creyó que este había
perecido; fue bajo esta mala noticia que los almagristas se resolvieron a dar muerte al
gobernador
2
.
El estado de miseria de los almagristas era agudísimo y, a creer al cronista Herrera,
teniendo apenas una capa, su orgullo de hijosdalgo les hacía turnarse en el uso del
abrigo para salir a la calle. El secretario del gobernador, un tal Antonio Picudo,
hombre torpe y de mala intención, llevó el ultraje a los de Chile hasta el escarnio:
“salió un día con un vestido de seda bordado de higas de plata con una inscripción
en la gorra que decía para los de Chile”. Era esta una burla tan ridícula como per-
versa, que pudo ser despreciada por los ultrajados si estos, demasiado impacientes
con tanta afrenta, hubieran tenido, como dice un historiador, “la losofía suciente
para desdeñarla”.
Un día amanecieron colgadas en la horca que se hallaba en la plaza tres sogas dirigi-
das hacia las casas de Pizarro, de Picado y del juez Velázquez; en sus extremos había
1
En el documento que hoy publicamos, se echa de ver cómo los almagristas trataban de evitar respon-
sabilidades al joven Almagro, su jefe. Así, en el interrogatorio N.° LXII, se puede leer cómo el propio
Juan de Herrada, al ver la causa perdida, aconsejaba el escape de los secuaces, pero eximiendo de res-
ponsabilidad al cabecilla.
2
Por la pregunta N.° IX del interrogatorio, se ve que, aun sabiendo ya la falsedad de esta noticia, el temor
de ver perdida su causa ante el comisionado regio los determinó a asesinar al marqués, y aun a atentar
contra la vida del licenciado Vaca de Castro, tomando para el caso las debidas disposiciones, como se
colige por las preguntas IX, X, XI, y principalmente la XII, en que se descubre quién era la persona
encargada del asalto y muerte al licenciado.
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Asesinato de Francisco Pizarro, gobernador del Perú: proceso seguido contra los asesinos del marqués
carteles con los nombres de estos. ¡La venganza tenía desenfado! Pronto tuvo Pizarro
conocimiento de la conspiración; pero a los que le hablaban de tomar seguridades
contra los de Chile les contestaba con desdén: “Pobres diablos, bastante los persigue
la desgracia, no los molestemos más”. Sin embargo, llamó a Juan de Herrada y tuvo
con él en el jardín de Palacio una conversación franca y cordial, hasta llego a convi-
darle las naranjas del huerto, raras entonces en el Perú. Herrada negó a Pizarro, como
era natural, la conjuración, convenciéndose al mismo tiempo de que las sospechas del
gobernador no eran muy sólidas. Al despedirse del marqués, este le dijo: “pedidme
lo que queráis, yo os lo concederé”. Ambos se despidieron satisfechos, pero Herrada,
más conado en el éxito de su plan, al reunirse con sus amigos y narrarles su entrevis-
ta con Pizarro, les infundió alientos y se puso abiertamente a la cabeza del complot.
Se jó la fecha del golpe para el 26 de junio y se dispuso que al salir el gobernador
a misa, un grupo de conjurados, lanzándose sobre él, lo victimasen, mientras a una
señal dada (un pañuelo blanco batido) varios almagristas escondidos en las casas del
contorno de la plaza, uniéndose a los atacantes, asegurarían el éxito en el asalto
3
.
Nuevamente recibió aviso Pizarro del golpe que se preparaba. Uno de los conjurados,
arrepentido de su participación en el crimen que se proyectaba, reveló a su confesor
cuanto se tenía resuelto por los almagristas. El sacerdote Inan de Henao participó,
con las debidas reservas teológicas, lo que se fraguaba al secretario Picado, el que
puso al marqués, inmediatamente, sobre aviso; pero este, lejos de alarmarse, apenas
dejó escapar una frase irónica: “Ese clérigo, dijo, obispado quiere”. Con todo, llamó
al lugarteniente Velázquez y le previno que tomase seguridades. “Mientras tenga la
vara de la ley en mis manos, no tema vuestra señoría, nadie se atreverá”, contestó el
intendente. Necia arrogancia que, como veremos, sirvió solo para escarnecer y ridi-
culizar a su autor.
Pizarro volvió a despreocuparse de consejos y amenazas, pero sus amigos, que sabían
que el domingo inmediato se proyectaba el golpe, aconsejaron al marqués no saliera
a misa. Pizarro lo hizo así, y en la mañana del domingo 26 no abandonó su Palacio.
Los conjurados que se preparaban al asalto, al ver que, llegada la hora de misa, no
salía el gobernador, creyéronse perdidos y se sobresaltaron; su plan, pasando por una
aguda crisis, se habría desconcertado; pero Herrada, que era hombre resuelto y sereno,
aconsejó entonces llevar el asalto al mismo palacio del marqués. El nuevo plan era
temerario y ocasionado a dicultades y fracasos por lo imprevisto y sorpresivo, por
eso muchos se negaron a llevarlo a cabo, pero Herrada y los principales conjurados,
que creían ya descubierto el complot, insistieron en él; aquel, sobresaltado y nervioso,
dijo a los que vacilaban: “pues qué, ¿creéis que hay tiempo que perder? Iremos los
resueltos y al salir gritaremos vuestros nombres, diciendo que participáis de nuestro
crimen”. La amenaza era terrible y produjo su ecacia. Todos se lanzaron a la calle
gritando: “¡viva el rey, muera el tirano!”. Eran los doce del día, la plaza estaba casi
desierta, pero, a los gritos de los de Chile, muchos vecinos alarmados, asomándose a
sus puertas y balcones decían unos: “van a matar al marqués, van a matar a Picado”.
3 En la pregunta N.° XI del interrogatorio, se dice que la señal la daría Juan Sánchez Copin y que esta
sería preliminar de la muerte. La verdad es que la tal señal no tuvo por qué darse, pues habiendo resuelto
Pizarro no salir a misa, los conjurados ya no tuvieron otra cosa que asaltar el Palacio a mano armada.
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Al atravesar la plaza, uno de los conjurados quiso evitar un charco de agua, dando
un rodeo. “¡Cómo –le dijo Herrada–, vamos a bañarnos en sangre humana y rehusáis
mojaros los pies en agua! ¡Apartaos al punto!”. Y el asaltante se retiró avergonzado.
¡El apóstrofe tiene una lógica tenebrosa!
Cerca de mil personas, que vivían en los alrededores de la plaza, oyeron los gritos de
los conjurados y, no obstante el corto número de los asaltantes, nadie se aprestó a la
defensa. “Por algún secreto juicio de Dios –dice Cieza–, nadie estorbó la consumación
del crimen”. El secreto juicio de Dios era la indiferencia con que los vecinos miraban
la persona del marqués. Pizarro no había sabido entusiasmar a los suyos ni formar a su
alrededor esos partidos de convicción que deenden y salvan; así como en campaña y
en situaciones peligrosas se hacía el ídolo de sus tropas por su arrojo y decisión, en la
época de paz y en ese trabajo de trama de la administración pública, bajo el impulso
de sus pasiones no educadas, de su criterio difuso y de su sometimiento a favoritos in-
dignos, no había hecho sino crearse odios, fomentar descontentos e impacientar a sus
enemigos. Sus íntimos, como veremos luego, dieron en el instante del asalto muestras
de una conducta no conforme con sus antecedentes, pero que revela bien claro el poco
interés que les inspiraba su jefe
4
.
La puerta principal del palacio estaba abierta, para felicidad de los conspiradores, por
allí penetraron al primer patio, dando desaforados gritos. Dos criados que salieron a
su encuentro, recibieron la primera acometida, uno de ellos cayó muerto, el otro huyó
gritando: “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Los de Chile vienen a matar al marqués, mi señor!”.
Pizarro se hallaba de sobremesa en compañía de su hermano Francisco Martínez de
Alcántara, del juez Velázquez, el obispo de Quito, Díaz; el capitán Francisco Chávez,
el veedor García de Salcedo, Luis de Rivera, Juan Ortiz de Zárate, Pajares, Gómez de
Luna, López de Cáceres, Francisco de Ampuero, Rodrigo Pantoja, Ortiz de Guzmán y
siete vecinos más. Todos, al oír el ruido que hacían los conjurados y percibir los gritos
de “¡muera el tirano!”, se lanzaron unos por la escalera y otros se descolgaron por una
baranda al jardín. El juez Velázquez se dejó caer, sujetando con sus dientes su bastón.
“Fue para no desmentir su dicho –dice con ironía un cronista–, pues que habiendo
ofrecido que mientras empuñase la vara de la justicia nada pasaría al gobernador,
cuando acontecía el ataque la llevaba en la boca”.
Apenas tuvo tiempo Pizarro de ordenar a Francisco de Chávez cerrase la puerta de la
escalera. Si este hubiera cumplido el encargo, los conjurados hubieran visto frustrado
su plan, pues Pizarro se habría armado, quizá hubieran venido en su ayuda servidores,
y los asaltantes, en desconcierto, habrían sido copados; pero Chávez, como decimos,
no cumplió el encargo, y, entreabriendo la puerta, quiso platicar con los conjurados;
una estocada lo hizo callar y “dando el pobre capitán arcadas con la muerte, fue rodan-
do hasta el patio”. Entonces, los de Chile se precipitaron gritando: “¡Dónde está el ti-
rano! ¡Dónde está el traidor!”. En la segunda puerta fueron detenidos por Ortiz Zárate,
4
En la pregunta N.° XIX se echa de ver que las medidas tomadas por los facciosos fueron ecaces para
impedir la defensa que los pizarristas pudieran prestar a su jefe. Sin embargo, algunos de ellos, encabeza-
dos por don Jerónimo de Aliaga, hicieron una heroica resistencia y rechazaron en sus domicilios el ataque
de los almagristas. Así se colige por las declaraciones de testigos en la “Fe y probanza de servicios del
capitán Aliaga” (véase el tomo III de esta Revista, “Información de servicios de D. Jerónimo de Aliaga”).
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Asesinato de Francisco Pizarro, gobernador del Perú: proceso seguido contra los asesinos del marqués
pero este recibió una herida mortal y dejó el pasó franco. Martín de Alcántara, viendo
a los conjurados en la antesala, se retiró a la recámara de su hermano para ayudarlo a
defenderse. Las voces claras y trágicas llegaban a los oídos del marqués: “¡Muera el
traidor! ¡Muera el tirano!”. Pizarro, que impaciente y precipitado se armaba, dio un
grito de rabia al ver que no le sujetaban las hebillas del plastrón y arrojándole lejos
de sí, se envolvió la capa al brazo, cogió su espada y salió a contener a los asesinos.
Martínez de Alcántara, ayudado de dos servidores eles, se batía desesperado en la
puerta de la cámara, por n, tanto él como sus auxiliares cayeron atravesados de he-
ridas. Pizarro, furioso “como un león a quien se ataca en su cueva”, se lanzó sobre
sus asesinos, gritándoles: “¡Cómo, traidores! ¡Habéis venido a matarme en mi propia
casa!”, y con un arrojo que desmentía su edad, repartía estocadas y tajos formidables.
Cuatro de sus enemigos habían caído a sus pies y nadie se atrevía a pasar el dintel de la
cámara; quísose, entonces, traer lanzas para atacarle de fuera, pero Herrada precipitó
sobre Pizarro a un tal Narváez, que cayó sobre el marqués y le estorbó la defensa, pues
mientras el empujado era herido de muerte, Pizarro recibía en la garganta una esto-
cada terrible; vaciló un momento y se desplomó empapando el suelo con su sangre,
y “estando así caído en el suelo –dice la pregunta XVII del interrogatorio–, puso los
dedos en cruz sobre la boca y pidió confesión de sus pecados, y el dicho Juan Rodrí-
guez Barragán, habiendo sido criado y mayordomo del marqués, tomó una alcarraza
o cántaro que estaba allí, lleno de agua, y de alto dio en él en la boca, sobre la cruz al
dicho marqués, diciéndole: “¡Al inerno, al inerno os habéis de ir a confesar!”; con
el gran golpe, por ser grande el cántaro, le quebrantó la cara, y luego acabó de morir
el dicho marqués”.
Algunos autores han asegurado que el marqués, habiendo caído al suelo, hizo una cruz
con su sangre, y se inclinaba a besarla cuando fue herido por el golpe de la alcarraza,
lo que motivó su muerte, pronunciando al expirar la palabra “Jesús”. En la pregunta
del interrogatorio se ve que los hechos pasaron de modo distinto.
En la noche, unos eles al marqués (Juan de Barbarán, su mujer y el secretario Pedro
López) con mucha prisa lo llevaron a la iglesia (Catedral) y como mejor pudieron hi-
cieron un hoyo en el cual le pusieron y faltó tierra para tapar el sepulcro del que había
conquistado tan dilatado imperio
5
.
Así murió el primer gobernador del Perú, víctima de las pasiones y de los odios que
se desencadenaban en esta tierra, donde, por ocultas causas, las luchas fratricidas
echaban raíces profundas, que no eran obstáculo a contenerlas ni la lealtad castellana,
ni la extensión de los dominios disputados, ni la limitación de derechos perfectamente
expresados en las capitulaciones, ni las máximas cristianas de paz y concordia, que
con tanto calor se predicaban entonces. Ante semejante espectáculo de desenfreno,
de ambición y de odios recíprocos, el peruano no pudo sistemar su vida, ni mirar las
nuevas instituciones como el emblema del orden y del progreso, y agitado su espíritu
ante el recuerdo del despotismo antiguo, que no amó, y la agitación fratricida, que le
perjudicaba, cayó en ese marasmo y habitual indiferencia que dominan su vida y le
5 Habría que investigar en los restos de Pizarro, que se hallan ya en una capilla de la Basílica de Lima, si
el cráneo del marqués –a ser suyos los restos– se halla con las huellas del quebrantamiento de huesos a
que se reere la pregunta XVII del interrogatorio.
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roban su entusiasmo, haciendo de su inteligencia una rutina y de su corazón un foco
de melancolía.
Muerto Pizarro, los conjurados se entregaron a los excesos más abominables, saquea-
ron las casas de los amigos del difunto, principalmente la de su secretario, el per-
verso Antonio Picado, al que cortaron la cabeza después de un proceso sumarísimo;
mataron y atormentaron a muchos inocentes, que no tuvieron más culpa que haber
sido partidarios del gobernador. Desparramados por la ciudad cometiendo tropelías
y vociferando, no se daban punto de reposo en sus insultos y desmanes, infundiendo
tal pavor en el vecindario, que los padres de la orden mercedaria tuvieron que apelar
a las exhortaciones y sacaron en procesión, con clamores y rogativas, al Santísimo
Sacramento, cantando letanías y pidiendo misericordia.
La sed de venganza y el apasionamiento de las almagristas apenas se calmaron con
estas públicas manifestaciones de la religión, así se colige por lo aseverado en las
preguntas del interrogatorio, de la XIX a la XXV inclusive.
Pero convenía a los intereses de los conjurados dar visos de legalidad al nuevo gobier-
no que trataban de inaugurar. Con tal n obligaron a los cabildantes a pronunciarse
por el gobierno del joven Almagro, eligiéndolo para el alto cargo, no valiéndoles la
declaración que muchos de ellos hicieron de no tener poder ni derecho para ello y, al
contrario, amenazándoles con la perdida de la vida en caso de negativa.
El miedo pudo más que el respeto a las formas legales y el conjunto de regidores
procedió a la elección de Almagro el Mozo, por gobernador de la Nueva Castilla, y
de Martín Carrillo y Francisco Peces, por alcaldes, destituyendo a Juan de Barrios y
Alonso Palomino, que ejercían el cargo, y eligiendo también a Cristóbal Sotelo por
lugarteniente del gobernador Almagro, en sustitución del famoso Velázquez, a quien,
junto con los anteriores destituidos, tenían preso en la cárcel (interrogatorio, pregun-
tas XXIII y XXIV).
El hijo del viejo mariscal y de la india Ana Martínez recorrió a caballo la población,
entre la algazara y vítores de sus parientes.
Instalado en el gobierno, dispuso de los empleos; despachó provisiones y órdenes a las
provincias, nombrando autoridades e instruyendo en el desempeño de sus cargos a los
elegidos, demostrando en estas actividades inteligencia y tino, y revelando cualidades
de organizador y administrador, desproporcionadas a su experiencia y educación; y
como supiera que el comisionado que mandaba la Corona a entender de los disturbios
en el Perú, había desembarcado en Tumbes y se disponía a emprender marcha hacia
Los Reyes, le envió una diputación para prevenirle de su lealtad a la persona del rey
y la legitimidad de sus derechos. Bien es verdad que tenía que habérselas con hombre
tan avisado y precavido como Vaca de Castro que, bien averiguado tenía, que seme-
jantes muestras de sumisión de parte del rebelde no tenían más objetivo que ganar
tiempo y medios para enfrentar una radical oposición a los derechos de que venía
premunido. Así se colige por las preguntas LIV y LV del interrogatorio.
Nada, sin embargo, pudieron las medidas de gobierno y administración dictadas por
el nuevo gobernador; sus parciales ejercitaron en las provincias tropelías y desmanes
hasta entonces no vistos; los vecindarios de las ciudades del Cuzco, Trujillo y Arequi-
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Asesinato de Francisco Pizarro, gobernador del Perú: proceso seguido contra los asesinos del marqués
pa sufrieron robos, asaltos e incendios, muertes y tormentos inhumanos; atrocidades
en que se cebaban, no solo la venganza y el rencor de los políticos, sino las bajas pa-
siones de los malvados. Los crímenes cometidos, entonces, y que nos revelan algunas
de las terribles preguntas de este interrogatorio, hacen ver la triste situación de una
vida social, cuando a esta la devoran la anarquía y la ambición.
Bien conocida es la suerte del infeliz criollo. Debilitada su autoridad con la llegada
de Vaca de Castro y el reconocimiento que los vecindarios otorgaban a sus poderes;
muerto su consejero Herrada y entibiado el entusiasmo por su causa, tras una tenaci-
dad censurable en no acogerse a la amnistía que le prometiera el comisionado regio;
después de una resistencia digna de mejor causa, cayó en Chupas y pereció en forma
tan infamante como su desgraciado padre, acusado también de traidor al rey; pero su
muerte no dio n a las rencillas y disputas, estas se prolongaron hasta nes del siglo
XVI, con otros caudillos y otras banderas, formando una cadena de infortunios y des-
venturas para los colonos y una rémora para que España implantara una colonización
regular y sistemada, y fuera su gobierno no una desilusión sino una esperanza.