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Roberto LevillierRev Arch Gen Nac. 2020; 35: 65-75
lucha era pues étnicamente fatal, hasta que uno de los contendores, vencido, se incli-
nara. Hoy, colocados a distancia de los hechos, podemos a la vez admirar la fabulosa
empresa de los españoles, sin precedente alguno en ninguna época, en ningún país,
aún superior en sus consecuencias grandiosas para la humanidad, a todo lo imaginado
por las mitologías; y también podemos comprender la magnitud y hermosura de la
civilización incaica, nacida de un pueblo más artista y contemplativo que guerrero.
Pero en la época del encuentro, el choque era inevitable. Los incas divinizaron en el
primer instante a los conquistadores barbudos, forrados de armaduras brillantes, due-
ños del fuego atronador y montados en animales veloces y poderosos nunca vistos en
la tierra. Luego la crueldad a que estos apelaron para que su breve número inspirase
espanto, les alejó del aprecio, movió su altivez y creó rencor. A los españoles las ido-
latrías, las costumbres familiares y sociales, las inclinaciones, las ideas, las artes de
los aborígenes, vistas a través de la religión católica, parecieron inicuas y detestables
y fueron miradas con odio despreciativo, intransigencia, fanatismo, son las palabras
que asoman a los labios. Pero no caracterizan a la raza española, caracterizan al siglo.
También fueron fanatismo e intransigencia las terribles matanzas de protestantes, sin
excluir a mujeres y niños, que enrojecieron las calles de París, en 1573, en la noche de
San Bartolomé y que siguieron en Francia, Flandes, Alemania y Suiza, solo por exigir
unas ligeras variaciones en la interpretación del Evangelio y en el ritual externo del
culto católico. Durante los siglos XVI y XVII sacricó el Santo Ocio en la Europa de
los tormentos inquisitoriales, las hogueras y los autos de fe, a todo aquel que no pen-
sara estrictamente como mandaba la Iglesia que se pensara. “E pur si muove” aseguró
Galileo, mas lo dijo en voz baja para no pasar a mano del verdugo.
Toledo era un hombre representativo de su siglo. Fanático de su fe y ferviente de su
rey, vio en Túpac Amaru al enemigo de ambos. De allí su intransigencia, la inquebran-
table decisión de acabar con él al verle sublevado, y su empeño por apoderarse del
ídolo Punchau, que perpetuaba el culto enemigo del suyo.
La muerte de Atahualpa y la conquista del Cuzco fue el primer gran golpe al poderío
incaico. La ejecución de Túpac Amaru y la pérdida de su dios fue acontecimiento
siniestro que desalentó y distendió denitivamente el nervio de la pobre raza indígena.
Garcilaso de la Vega, cuya obra oscila entre la crónica y la novela, imaginó como nal
de melodrama el castigo de Toledo y aquella famosa frase de Felipe II: “No os envié
al Perú para matar reyes sino para servir a reyes”. Para deshacer esta leyenda, preciso
es ver como el buen Inca la prepara. Toda la trama es tan ingenua que no valdría la
pena referirse a ella, si numerosos autores no hubieran hecho caso de su contenido y
contribuido a su popularidad, repitiéndola en análisis crítico.
Toledo regresó a España el 15 de setiembre de 1581 y vio al rey don Felipe en Lis-
boa algunos meses después, es decir, trascurridos cerca de diez años de la muerte de
Túpac Amaru. Naturalmente, Garcilaso no da fechas y presenta las cosas como si el
virrey hubiese embarcado al día siguiente. Conveníale ese arreglo para que la escena
de la reprensión pareciese verosímil. Diez años parecerán sin duda mucho, al espíritu
menos prevenido, para que un rey tan universal recordase en medio de las guerras eu-
ropeas que hacían bambolear su trono, aquella incidencia para él insignicante, ocu-
rrida en un rincón de sus dominios continentales. Al contrario, de hacer ese monarca,